Read Adicción Online

Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Adicción (5 page)

Una vez más pareció leerme el pensamiento. Deteniéndose junto a mi pupitre, donde olí la fragancia a lavanda que siempre la envolvía, dijo:

—Prepárense para cuestionarse cualquier idea preconcebida que puedan tener sobre Shakespeare. Aquellos de ustedes que piensen que pueden aprenderlo todo a partir de adaptaciones cinematográficas modernas harían bien en replanteárselo.

Me quedé reflexionando sobre la posible necesidad de releerme
Hamlet
hasta que terminó la clase. Mientras salíamos del aula, vi que Courtney se acercaba furtivamente a la señora Bethany y le decía algo al oído, confiando en que nadie más la oyera.

La señora Bethany no se dejó convencer.

—No voy a reconsiderarlo. Debe rehacer su redacción, señorita Briganti, dado que la que ha presentado es inapropiada.

—¿Inapropiada? —Courtney frunció los labios como si acabaran de insultarla—. Averiguar la forma de entrar en los mejores clubes de Miami, eso es, ¡importantísimo!

—Según algún criterio de validez dudosa, supongo que podría ser cierto. No obstante, no puede entregar su redacción en forma de números de teléfono escritos en servilletas de papel. —Dicho aquello, la señora Bethany salió majestuosamente del aula.

Courtney salió detrás de ella muy ofendida.

—Genial. ¡Ahora voy a tener que escribir!

Deseé poder contarle aquella anécdota a Raquel, que aborrecía a Courtney tanto como yo y estaría probablemente de mal humor después del primer día en el internado que tanto odiaba. En vez de eso, nos quedamos el resto del día holgazaneando en la habitación, hablando casi de todo salvo de lo que había sucedido en las clases.

Por desgracia, durante todo ese tiempo Raquel no salió ni una sola vez de la habitación. Por lo menos, su ida al baño me permitió tomarme dos insuficientes tragos de sangre. Mi hambre solo fue en aumento y, al final, le insistí para que apagara las luces temprano.

Cuando por fin pareció haberse quedado dormida, me destapé y me levanté sigilosamente de la cama. Raquel no se movió. Con cuidado, saqué el termo de su escondrijo. Salí al pasillo de puntillas y miré a mi alrededor para asegurarme de que no había nadie más levantado. No había moros en la costa.

Consideré mis opciones antes de dirigirme rápidamente a las escaleras de piedra. Allí hacía mucho frío por la noche, sobre todo teniendo en cuenta que solo llevaba un pijama de pantalón corto. Pero el frío era una razón por la que resultaba poco probable que alguien bajara en plena noche y me encontrara bebiendo mi dosis de sangre.

«Tibia», pensé con repugnancia al tomar el primer trago. La había calentado en el microondas esa mañana, pero ni tan siquiera el termo podía mantenerla caliente por mucho tiempo. Daba igual. Cada trago con sabor a hierro me recorrió como una corriente eléctrica. Pero no era suficiente.

«Ojalá fuera de un ser vivo y estuviera más caliente».

Durante el curso pasado, Patrice había estado saliendo a escondidas para cazar ardillas por los jardines. ¿Podría comerme yo una ardilla? Siempre había pensado que no podría. Cada vez que me lo había imaginado, no podía apartarme de la cabeza la imagen de su pelo metiéndoseme entre los dientes. Puaj.

Pero ahora me pareció distinto. No pensé en el pelo, en los chillidos ni en nada parecido. Pensé, en cambio, en el diminuto corazoncito de la ardilla latiendo rapidísimo, como si pudiera notarlo palpitándome en la punta de la lengua. Y sería genial oír cómo le crujían todos los huesecillos cuando la mordiera, como palomitas de maíz haciéndose en el microondas…

«¿Acabo de pensar eso? ¡Es repugnante!».

Racionalmente pensaba que era repugnante, pero no lo sentía así. Seguía sintiendo que una ardilla viva sería el manjar más exquisito de la Tierra, a excepción de la sangre humana.

Cerrando los ojos, recordé el torbellino de sensaciones al beber la sangre de Lucas mientras él estaba tendido debajo de mí, abrazándome. Nada podía compararse con eso.

Oí un crujido al final de las escaleras.

—¿Quién anda ahí? —dije alarmada. Oí el eco de mis propias palabras. En voz más baja repetí—: ¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien?

Una vez más, me pareció oír un extraño crujido, como hielo resquebrajándose. El crujido se acercó, como si estuviera subiendo por las escaleras. Tapé rápidamente el termo para que ningún alumno humano me viera bebiendo sangre. Me escondí en el pasillo, en un intento por descubrir el origen de aquel sonido.

¿Habría salido alguna chica a tomarse un refrigerio, igual que había hecho yo? El sonido se asemejaba un poco al crepitar de los cubitos de hielo cuando entraban en contacto con el agua. Después, contuve una risita al preguntarme si no sería un chico subiendo a hurtadillas para hacer una visita a la chica que le gustaba. A lo mejor ni tan siquiera era una persona. Podía ser simplemente aquel viejo edificio, reaccionando al creciente frío otoñal.

Los crujidos cada vez se oían más próximos. El aire de alrededor se enfrió instantáneamente, como si yo acabara de abrir la puerta de un congelador. Se me erizaron los pelos y se me puso carne de gallina. Vi el vaho de mi respiración y, una vez más, presentí que había alguien observándome.

En las escaleras vislumbré una luz vacilante. Parpadeaba como una vela, pero era de un intenso color verde azulado. Haces de luz ascendieron por los peldaños. Parecía que Medianoche estuviera misteriosamente sumergida bajo el agua.

Me puse a tiritar de frío y el termo me resbaló de la mano. Cuando se estampó contra el suelo, las luces se desvanecieron y, en un instante, el aire se caldeó a mi alrededor.

«Eso no ha sido un acto reflejo —pensé—. Eso no han sido imaginaciones mías».

La puerta más próxima a las escaleras se abrió. Courtney salió al pasillo, con un camisón fucsia y su cabellera rubia despeinada.

—¿Estás mal de la cabeza?

—Lo siento —mascullé mientras me agachaba para recoger el termo—. He salido a comer algo. Se-se me ha resbalado.

Tarde o temprano tendría que contar a alguien lo que acababa de ver, pero Courtney era la última persona a quien se lo confiaría. Hasta admitir que había ocurrido algo tan simple como resbalárseme el termo le había hecho poner los ojos en blanco.

—Dios, caza ratones como cualquier persona normal, ¿vale? —Pero, en vez de cerrar de un portazo, cambió el peso de una pierna a otra y añadió—: Supongo que es un coñazo.

—¿Que se me resbale el termo?

Courtney frunció el ceño.

—Tener que comer a escondidas. Te ha tocado la peor compañera de habitación.

—¡Raquel no es la peor compañera!

—Como quieras —dijo cerrando tras de sí la puerta.

«Un momento. ¿Acaba Courtney de intentar solidarizarse conmigo?».

Negué con la cabeza. La idea de Courtney intentando ser más o menos agradable conmigo fue lo bastante extraña como para hacerme olvidar por un momento lo que había visto en las escaleras.

Cuando dije a mis padres que ese viernes pasaría la noche al aire libre para ver la lluvia de meteoritos, ni siquiera se molestaron en preocuparse por que pudiera ocurrirme algo; los terrenos del internado eran extremadamente seguros, al menos si eras un vampiro. Yo sabía que no iban a comprobar si realmente había una lluvia de meteoritos, lo cual me iba bien, porque no había ninguna. Pero me hicieron muchas otras preguntas que me hicieron sospechar.

—Podrías juntar a unos cuantos amigos para que te acompañen —dijo mi madre cuando nos sentamos a cenar el domingo: lasaña para mí, grandes vasos de sangre para todos. Billie Holiday cantaba en el tocadiscos, previniendo contra un amante en quien había confiado una vez—. Archana, quizá. Parece una chica agradable.

—Ah, sí, supongo. —Archana era una vampira india de unos seiscientos años; la había conocido en clase de Historia durante el curso pasado, pero apenas habíamos cruzado más de diez palabras—. Aunque no la conozco tan bien. Si se lo pidiera a alguien, sería a Raquel, pero la astronomía le importa un rábano.

—Pasas mucho tiempo con Raquel. —Mi padre dio un buen sorbo a su vaso de sangre—. ¿No te vendría bien tener más amigos?

—Amigos vampiro, querrás decir. Siempre me habéis dicho que no sea una esnob, que nos parecemos más a los humanos de lo que dicen la mayoría de los vampiros. ¿Qué ha pasado con eso?

—Sigo pensando exactamente lo mismo. Pero no estoy hablando de eso —dijo mi padre con dulzura—. El hecho es que vas a ser un vampiro. Dentro de un siglo, Raquel estará muerta y tu vida solo habrá hecho que empezar. ¿Quién va a estar contigo entonces? Te hemos traído aquí para que hagas amistades que puedas conservar, Bianca.

Mi madre me puso suavemente una mano en el antebrazo.

—Nosotros estaremos siempre aquí, cariño. Pero no querrás vivir con tus padres eternamente, ¿no?

—No estaría tan mal.

Lo dije en serio, pero con un matiz muy distinto a como lo habría dicho antes. El año anterior mi único deseo habría sido esconderme del mundanal ruido para siempre en nuestro acogedor hogar, solos los tres; ahora, quería mucho más.

Balthazar se acercó al borde de la pista de esgrima, con la careta todavía bajo el brazo. Tenía un aspecto imponente con su equipo de esgrima, que dejaba ver su fornido cuerpo como si estuviera esculpido en mármol.

¿Qué hice yo? Eché un vistazo al espejo que ocupaba un lado de la sala. «Imponente» no era la palabra adecuada en mi caso. Parecía un Teletubby enharinado. Además, no tenía ni idea de cómo manejar una espada. Pero era imposible convencer a nadie de que necesitaba otro año de Tecnología Moderna, y Esgrima era la única otra optativa que me venía bien por el horario.

—Pareces aterrorizada —dijo Balthazar—. No vas a batirte en un duelo de verdad, ¿sabes?

—Lo sé, pero sí combatir con espadas…

—En primer lugar, no vamos a batirnos de verdad hasta dentro de muchísimo tiempo. Ni tampoco vamos a usar espadas de verdad. No hasta que sepas moverte. En segundo lugar, me las arreglaré para que seamos pareja, al menos al principio. De esa forma, me aseguraré de que cada día te vayas sintiendo más cómoda.

—En otras palabras, que prefieres batirte con alguien a quien puedes ganar…

—Tal vez. —Balthazar sonrió y se bajó la careta—. ¿Lista?

—Dame un segundo. —Me puse la careta y, para mi sorpresa, descubrí que veía perfectamente.

Tal como había dicho Balthazar, no empezamos a combatir enseguida. De hecho, nos pasamos la mayor parte del primer día aprendiendo a colocarnos. ¿Que parece fácil? Pues no lo es. Teníamos que poner las piernas de un modo muy concreto, tensando este músculo pero no aquel, y colocar los brazos en una postura tremendamente solemne y estilizada. No me había dado cuenta de que el mero hecho de intentar quedarme inmóvil podía agarrotarme todos los músculos del cuerpo, pero, antes de que hubiera terminado la clase, estaba temblando de la cabeza a los pies y todo me dolía, desde los hombros hasta las pantorrillas.

—Lo harás bien —me animó Balthazar mientras me corregía la posición de un codo. Nuestro instructor, el profesor Carlyle, ya lo había nombrado uno de sus ayudantes—. Tienes buen equilibrio, y eso es lo principal.

—Yo diría que lo principal es que no te den con la espada.

—Confía en mí. Equilibrio. La esgrima se reduce a eso.

Sonó el timbre. Con un suspiro de alivio, fui tambaleándome hasta la pared más próxima y me apoyé pesadamente en ella. Me quité la careta para respirar mejor. Me notaba las mejillas calientes y tenía el pelo húmedo de sudor.

—Al menos este año perderé peso.

—Tú no necesitas perder peso. —Balthazar vaciló mientras se ponía su careta bajo el brazo—. Si quieres practicar un poco más fuera de clase, podríamos quedar mañana para entrenar un rato.

—Este fin de semana no puedo. —Si no hubiera estado tan cansada, ¿habría percibido Balthazar en mis ojos mi nerviosismo?—. ¿Podemos dejarlo para otro día?

—Claro.

Me sonrió de camino a la puerta. De golpe me pregunté si Balthazar no me habría hecho aquel ofrecimiento con la intención de intimar más conmigo. En ese caso, tendría que encontrar el modo de decirle que no.

Ya me preocuparía de eso más tarde. Era el primer viernes de octubre, lo cual significaba que faltaban muy pocas horas para volver a estar con Lucas.

Primero, regresé rápidamente a mi habitación para darme una ducha. De ninguna manera iba a reunirme con Lucas oliendo a perros muertos. No me arreglé el pelo ni me maquillé para no dar a Raquel ninguna pista de cuáles eran mis planes. Me imaginé a mi antigua compañera de habitación ultrafemenina, Patrice, mirándome con horror mientras me recogía simplemente el pelo en un desaliñado moño.

Raquel lo advirtió de todas formas.

—¿Por qué te estás arreglando para ir al bosque?

—Cualquiera diría que me he puesto las pieles y la diadema de pedrería. —Llevaba unos vaqueros y un jersey normal y corriente.

Ella se encogió de hombros.

—Lo que tú digas. —Estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas enfrascada en otro de sus proyectos artísticos; aquel
collage
era bastante deprimente, con mucho negro y el aguafuerte de una guillotina como motivo central. Lo único que me importaba era que no me prestara ninguna atención mientras terminaba de vestirme. De haber sido posible, me habría puesto mis mejores galas para reunirme con Lucas, pero no podía llevar nada elegante sin levantar sospechas. Metí la mano en el cajón de mi ropa interior, buscando el bultito envuelto en un pañuelo que guardaba en el fondo, y me lo metí en la mochila junto con un termo del que Raquel no podría haber sospechado.

—Hasta mañana por la noche. —Mi voz me pareció extraña, tensa y artificial, como si se pudiera romper.

Puse una mano en el picaporte, pensando que ya casi estaba fuera de peligro, cuando Raquel me preguntó distraídamente:

—¿No te llevas el telescopio?

«Oh, no». Si iba a observar la lluvia de meteoritos, claro que tenía que llevarme el telescopio. Pesaba mucho y era frágil, pero podría trasladarlo hasta el bosque. Lo que no podría hacer era cargar con él hasta Amherst. Creía que había pensado en todos los detalles de mi plan de fuga. ¿Cómo se me podía haber olvidado algo tan básico?

—Tengo otro —mentí improvisando—. Otro telescopio. No es tan bueno como este, pero pesa mucho menos. Así que se me ha ocurrido ir a buscárselo a mis padres.

—Tiene lógica. —Raquel alzó la vista y pude verle la cara. Parecía un poco triste; puede que nunca admitiera que iba a echarme de menos durante el fin de semana, pero yo creía que lo haría—. Hasta mañana, pues.

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