Hasta que me di cuenta de que no estaba sola.
Agucé el oído y escruté la oscuridad del gran vestíbulo. Era un espacio enorme, sin ningún recoveco donde esconderse ni columnas tras las cuales ocultarse, por lo que debería haber podido ver quién era, pero no vi a nadie. Me estremecí. De repente sentí un intenso frío, como si en vez de hallarme bajo techo me encontrara en una cueva gélida e inhóspita.
Las clases no iban a empezar hasta al cabo de dos días, de modo que los únicos que estábamos en el internado éramos los profesores y yo. Pero si hubiera sido un profesor me habría regañado de inmediato por haber salido tan tarde en plena tormenta y no me hubiera estado espiando al abrigo de la oscuridad.
¿No?
Con vacilación, di un paso.
—¿Quién hay ahí? —susurré.
Nadie me respondió.
A lo mejor eran imaginaciones mías. Ahora que lo pensaba, lo cierto era que no había oído nada. Solo había sentido esa extraña sensación que a veces se tiene de que hay alguien observando. Llevaba toda la noche preocupándome por si alguien me veía, así que a lo mejor solo era eso.
Entonces vi que algo se movía. Fuera había una chica mirando al interior del gran vestíbulo. Estaba de pie, envuelta en un largo chal, al otro lado de una de las ventanas, la única del vestíbulo que tenía cristales transparentes en vez de vidrieras. Probablemente tenía mi edad. Aunque estaba diluviando, parecía completamente seca.
—¿Quién eres? —Di dos pasos hacia ella—. ¿Eres una alumna? ¿Qué haces…?
De pronto desapareció, sin haber echado a correr, ni haberse escondido, ni tan siquiera haberse movido. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Me quedé unos segundos atónita mirando la ventana, como si la chica fuera a reaparecer por arte de magia en el mismo lugar, pero no lo hizo. Me acerqué más para tener una perspectiva mejor, vi un ligerísimo movimiento y di un respingo asustada, hasta que advertí que era mi propio reflejo en el cristal.
«Bueno, eso ha sido una estupidez. Acabas de darte un susto de muerte al ver tu propia cara».
«Esa no era mi cara».
Pero tenía que serlo. Si hubiera llegado algún alumno nuevo, lo habría sabido, y Medianoche estaba tan aislada que era imposible imaginar a ningún desconocido deambulando por allí. Mi imaginación calenturienta había vuelto a jugarme una mala pasada; debía de haber sido mi reflejo. Si lo pensaba, ni siquiera hacía tanto frío en el vestíbulo.
Cuando dejé de temblar, subí sin hacer ningún ruido al pequeño apartamento que mis padres y yo compartíamos durante el verano en lo alto de la torre sur. Por suerte, estaban profundamente dormidos; oí los ronquidos de mi madre cuando pasé de puntillas por el pasillo. Si mi padre no se despertaba así, no lo haría ni cayéndosele la casa encima.
Yo seguía impresionada por lo que había visto abajo, y estar calada hasta los huesos no mejoró mi humor. Nada de eso me fastidiaba tanto como el hecho de haber fracasado. Mi gran intento de allanamiento de morada no había dado ningún fruto.
No era que yo pudiera hacer algo por los alumnos humanos de Medianoche. La señora Bethany no iba a dejar de aceptarlos solo porque lo dijera yo. Además, debía admitir que los había protegido, vigilando a los alumnos vampiro para asegurarse de que no tomaban ni una gota de sangre.
Pero conocer a Lucas me había hecho consciente de cuán poco sabía sobre la existencia de los vampiros, aunque hubiera nacido en aquel mundo. Él me había hecho verlo todo de otro modo, me había vuelto más proclive a hacer preguntas y necesitar respuestas. Aunque no volviera a verlo nunca más, sabía que me había hecho un regalo abriéndome los ojos a una realidad más grande y siniestra. Ya no iba a dar por hecho nada de lo que me rodeaba.
Cuando me hube quitado la ropa mojada y metido bajo las mantas, cerré los ojos y recordé mi cuadro favorito,
El beso
de Klimt. Intenté imaginarme que los amantes de la pintura éramos Lucas y yo, que era su rostro el que estaba tan próximo al mío y yo podía notar su aliento en mi mejilla. Lucas y yo no nos veíamos desde hacía casi seis meses.
Eso fue cuando él se había visto obligado a huir de Medianoche porque su verdadera identidad —como cazador de vampiros de la Cruz Negra— había salido a la luz.
Yo aún no sabía cómo encajar el hecho de que Lucas perteneciera a un grupo de personas dedicadas a destruir a los que eran como yo. Ni tampoco estaba segura de qué le parecía que yo fuera un vampiro, algo que solo había sabido después de enamorarse de mí. Ninguno de los dos había elegido ser lo que era. Retrospectivamente, parecía inevitable que tuviéramos que separarnos. Y, no obstante, yo seguía creyendo, en lo más profundo de mi ser, que nuestro destino era estar juntos.
Abrazándome a la almohada, me dije: «Al menos, pronto no tendrás tanto tiempo para añorarlo. Las clases volverán a empezar dentro de nada y tendrás más cosas que hacer».
«Un momento. ¿He llegado al punto de tener ganas de que empiecen las clases?».
«Estoy de un patético que da miedo».
E
l primer día de clase, poco después de despuntar el alba, comenzó la procesión.
Los primeros alumnos llegaron a pie. Salieron del bosque, vestidos con sencillez, la mayoría llevando únicamente una bolsa en bandolera. Creo que algunos de ellos se habían pasado toda la noche caminando. Miraban ávidamente el internado a medida que se acercaban, como si esperaran obtener de inmediato las respuestas que buscaban. Incluso antes de ver el primer rostro familiar —Ranulf, que tenía más de mil años y no comprendía la época moderna en lo más mínimo—, supe quiénes eran los alumnos de aquel grupo. Eran los vampiros desorientados, los más viejos de todos. No daban problemas a nadie; se quedaban en un segundo plano estudiando, escuchando, intentando compensar los siglos perdidos.
Lucas se había mezclado con ellos el curso anterior. Recordé cómo había emergido de la niebla con su largo abrigo negro. Aunque sabía que era imposible, no dejaba de escrutar los rostros de todos los alumnos que iban llegando, deseando poder ver otra vez su cara.
A la hora del desayuno empezaron a llegar los coches. Yo estaba en el pasillo de la zona de aulas, dos plantas por encima, de manera que podía ver los adornos de los capós: Jaguar, Lexus, Bentley. Había pequeños deportivos italianos y vehículos todoterreno lo bastante grandes como para que los deportivos aparcaran en su interior. Supe que aquellos eran los alumnos humanos porque ninguno venía solo. Casi todos venían acompañados de sus padres y de unos cuantos hermanos menores. Hasta reconocí a Clementine Nichols, que llevaba los cabellos castaños recogidos en una coleta y tenía pecas en la nariz. Para mi sorpresa, la señora Bethany recibió a la mayoría en el patio, alargando la mano con la elegancia de una reina que recibe a sus cortesanos. Parecía querer hablar con los padres y les sonreía afectuosamente como si se estuvieran haciendo amigos para siempre. Yo sabía que estaba fingiendo, pero tenía que admitir que era buena. En lo que respectaba a los alumnos humanos, cuanto más rato se pasaban en el patio mirando las imponentes torres de piedra de la Academia Medianoche, más se les borraba la sonrisa.
—Estás aquí.
Al volverme vi a mi padre, que había logrado levantarse temprano para la ocasión. Llevaba traje y corbata, como correspondía a un profesor, si bien sus rebeldes cabellos pelirrojos reflejaban más su auténtica personalidad.
—Sí —dije sonriéndole—. Solo quería ver qué pasaba, supongo.
—¿Buscando a tus amigos? —Los ojos le brillaron cuando se situó junto a mí y miró por la ventana—. ¿O viendo qué tal están los chicos nuevos?
—¡Papá!
—Vale, vale. Lo retiro. —Alzó las manos—. Pareces un poco más contenta que el año pasado.
—Lo contrario sería casi imposible, ¿no?
—Supongo que tienes razón —dijo mi padre, y nos reímos los dos. El año anterior, yo había sido tan antiMedianoche que había intentado fugarme el día que llegaban los alumnos. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde entonces—. Oye, si quieres desayunar, creo que tu madre tiene la plancha caliente para hacer gofres.
Aunque mis padres solían alimentarse únicamente de la sangre que el internado suministraba de forma clandestina, siempre se aseguraban de que yo consumiera los alimentos que todavía necesitaba.
—Subo enseguida, ¿vale?
—Vale. —Me tocó el hombro antes de darse la vuelta para marcharse.
Yo eché un último vistazo al patio. Aún quedaban unas cuantas familias despidiéndose o arrastrando maletas, pero ya había empezado a llegar la tercera y última tanda de alumnos.
Todos venían solos en coches de alquiler. Había un par de taxis, pero casi todos los vehículos eran sedanes o limusinas alquilados. Cuando los alumnos se bajaban de ellos, con el lustroso pelo peinado hacia atrás, ya llevaban puestos sus uniformes hechos a medida. Ninguno traía equipaje. Aquellos eran los alumnos que habían enviado sus muchas pertenencias por anticipado en las cajas y baúles que habían ido llegando a Medianoche en las dos últimas semanas. Para mi disgusto, vi a Courtney, una de las personas que peor me caía, saludando desenvueltamente a algunas de las otras chicas. Era una de las muchas que llevaban gafas de sol. Eso significaba que la luz del sol les molestaba, lo cual significaba a su vez que llevaban un tiempo sin alimentarse a base de sangre. Debían de estar haciendo régimen para parecer más delgadas y feroces.
Aquellos eran los vampiros que necesitaban ayuda para desenvolverse en pleno siglo
XXI
, si bien todavía no habían perdido el tren de los tiempos. Eran los vampiros que aún conservaban su poder, y no pensaban permitir que nadie del internado lo olvidara. Siempre pensaba en ellos de la misma forma.
Eran el «prototipo Medianoche».
Cuando bajé después de terminarme los gofres, el vestíbulo estaba atestado de alumnos riéndose y charlando. Durante unos minutos, recibí empujones por todos lados, sintiéndome insignificante, hasta que oí una voz gritando entre el barullo:
—¡Bianca!
—¡Balthazar!
Sonreí y alcé la mano, saludándolo con entusiasmo. Era un chico grande, tan alto y musculoso que podría haber parecido intimidante cuando se abrió paso entre el gentío en mi dirección de no ser por su mirada bondadosa y su afable sonrisa.
Me puse de puntillas y lo abracé.
—¿Qué tal el verano?
—Genial. He estado haciendo el turno de noche en un muelle de Baltimore. —Lo dijo con el mismo entusiasmo con que cualquier otro describiría unas vacaciones de ensueño en Cancún—. Los estibadores y yo nos hemos hecho amigos, hemos ido a un montón de bares. He aprendido a jugar al billar. También he vuelto a fumar.
—Supongo que tus pulmones podrán soportarlo. —Nos sonreímos con complicidad, no pudiendo terminar la broma mientras los alumnos humanos siguieran a nuestro alrededor—. ¿Necesitas ayuda con la redacción?
—Ya está hecha y en la mesa de la señora Bethany. —Todos los vampiros tenían que pasarse los meses de verano «inmersos en el mundo moderno», como indicaba la redacción, y debían presentar un informe de sus experiencias al inicio de cada curso. Era lo mismo que la dichosa redacción sobre «Qué he hecho durante las vacaciones de verano»—. ¿Está Patrice?
—Estará una temporada en Escandinavia. —Yo había recibido una postal de los fiordos hacía un mes—. Dice que terminará los estudios dentro de un año o dos. Me parece que ha conocido a un tío.
—Qué lástima —dijo Balthazar—. Tenía ganas de ver unas cuantas caras conocidas más… excepto la que se está acercando rápidamente por babor.
—¿Qué quieres decir? —Intentaba determinar dónde quedaba babor, cuando oí su voz atravesando los murmullos como una uña arañando una pizarra.
—Balthazar. —Courtney alargó la mano hacia él, como si esperara que fuera a besársela. Balthazar se la estrechó y la soltó. No abandonó la sonrisa de sus labios pintados—. ¿Has tenido un buen verano? Yo he estado en Miami saliendo de noche. Ha sido alucinante. Hay que ir con alguien que se conozca los sitios que molan.
—Estoy sorprendida de verte —dije. «Sorprendida» me pareció un modo más fino de expresarlo que «decepcionada»—. El curso pasado no pareciste disfrutarlo mucho.
Ella se encogió de hombros.
—Me planteé dejarlo. Pero la primera noche que salí por Miami me di cuenta de que llevaba un vestido de la temporada pasada. Y mis zapatos eran de hace tres años. ¡Qué metedura de pata! Resultaba evidente que necesitaba seguir poniéndome al día, así que pensé que podría aguantar unos cuantos meses más en Medianoche. —Sus ojos se clavaron de nuevo en Balthazar—. Además, para mí siempre es un placer pasar más tiempo con mis viejos amigos.
—Si quisiera saber de moda —dije—, no vendría a un sitio donde todo el mundo lleva uniforme.
Balthazar hizo un gesto nervioso con la boca. Courtney entornó los ojos, pero la sonrisa solo se le ensanchó cuando echó un vistazo a mi holgada sudadera y mi falda plisada.
—Y tú nunca has tenido ningún interés en saber de moda. Eso salta a la vista. —Dio una palmadita en el hombro a Balthazar—. Hablamos luego. —Se marchó sin prisas, con la coleta balanceándose de un lado a otro.
—Me había propuesto llevarme mejor con ella este año —murmuré—. Supongo que no he cambiado tanto como creía.
—No intentes cambiar. Eres maravillosa tal como eres.
Aparté tímidamente la mirada. Una parte de mí pensó: «Oh, no, ahora tendré que volver a defraudarlo». La otra parte no pudo evitar sentirse halagada por lo que había dicho. Me había sentido muy sola durante todo el verano —sin Lucas, sin nadie—, y saber que allí mismo había alguien que me apreciaba fue como si me hubieran dado una manta para abrigarme después de meses de frío.
Antes de tener tiempo de responder, se hizo silencio. Todos nos volvimos instintivamente hacia el podio colocado al fondo del gran vestíbulo. La señora Bethany estaba a punto de hablar.
Vestía un ceñido traje gris, de un estilo más actual que el que solía llevar, que resaltaba su austera belleza.
Llevaba el cabello elegantemente recogido en un moño y pendientes de perlas negras en las orejas. En vez de mirar a los alumnos, sus ojos oscuros miraban ligeramente por encima de nosotros, como si apenas fuéramos visibles para ella.
—Bienvenidos a Medianoche. —Su voz resonó en el gran vestíbulo. Todo el mundo se puso firmes—. Algunos de ustedes ya han estado aquí antes. Otros habrán oído hablar de la Academia Medianoche durante años, y se habrán preguntado si alguna vez entrarían en nuestra escuela.