Con una rapidez cegadora, la vampira extendió un brazo y yo vi un vertiginoso destello metálico una milésima de segundo antes de que Dana gritara y retrocediera hasta la pared. Mientras Dana se desplomaba, la vampira saltó hacia delante con una fuerza sobrehumana, arremetiendo contra Kate y cayendo al suelo del pasillo encima de ella.
—¡Mamá! —gritó Lucas corriendo hacia Kate. Pero la vampira no tenía intención de matar y menos aún pelear. Salió huyendo y oímos el eco de sus viejos zapatos golpeando el suelo embaldosado.
Madre e hijo corrieron tras ella mientras Lucas gritaba:
—¡Ocúpate de Dana!
Yo sabía que intentaría ayudar a la vampira. Pero ¿qué debía hacer yo por Dana? No sabía nada de medicina. Sin embargo, cuando vi su cara de sufrimiento, fui inmediatamente a su lado.
—¿Es grave?
—Bastante. —Hizo una mueca de dolor—. Debía de ser un cuchillo para hacer autopsias. No creo que… el brazo esté roto… pero… ¿hay mucha sangre?
—Sí, pero no te ha dado en la arteria. —Sabía lo suficiente para darme cuenta de que, si tuviera la arteria seccionada, la sangre le estaría saliendo a borbotones de la herida; en cambio, una espesa sangre roja le estaba calando lentamente la camisa, llegándole ya hasta el codo—. No voy a sacarte el cuchillo. Esto es más de lo que podemos tratar con nuestro botiquín de primeros auxilios. Deberíamos ir al servicio de urgencias.
—¿Y cómo vamos a explicar exactamente esto a los médicos? —Dana gimió apoyando la cabeza contra la pared. Advertí que estaba a punto de desmayarse—. No, tenemos que salir de aquí.
—¡Necesitas atención médica!
—Hay más material en el cuarto de curas. Podemos… podemos resolverlo. Tú solo ayúdame a levantarme, ¿vale?
—Vale. —Le pasé el brazo sano por detrás de mi cuello y la saqué al pasillo. Allí había más luz, y por primera vez vi el rojo intenso de la mancha de sangre, de una belleza indescriptible.
Entonces sentí hambre.
No era la misma hambre que había sentido al besar a Lucas. Era distinta, más básica, pero igual de fuerte. La sangre de Dana olía a filete, a playa, a todas las cosas maravillosas que yo deseaba y llevaba tanto tiempo sin disfrutar. Cuando respiraba por la boca, casi podía notar su sabor a hierro y la mano que tenía en su hombro registraba todos los latidos de su pulso. Me dolía la mandíbula, como si estuvieran a punto de salirme los colmillos. No podía pensar, no podía hablar, no podía hacer nada salvo desear beber.
«Basta».
Volví la cabeza hacia el otro lado cerrando los ojos con fuerza.
—Aguanta. Sé que tiene mal aspecto —masculló Dana.
—No hace falta que me consueles —dije sintiéndome avergonzadísima—. La herida eres tú.
—Pero sé que… asusta, sobre todo si no… estás acostumbrada. —Tragaba saliva entre cada exhalación—. Nunca habías visto… nada… igual.
Recordé el aspecto que tenía Lucas después de la primera vez que lo mordí y cómo se había desplomado como un fardo a mis pies.
—Supongo que tengo que acostumbrarme.
Nos encontramos con el señor Watanabe en el aparcamiento y él nos llevó inmediatamente de regreso. Dana resultó tener únicamente una herida superficial, pero siguió necesitando que le cogiera de la mano mientras el señor Watanabe se la cosía. Lucas y los demás regresaron dos horas después; no tuve que preguntar cómo había ido la cacería, porque Kate parecía abatida. Todo el mundo estaba exhausto y eso que el sol justo acababa de salir.
Cuando Lucas me abrazó, le susurré al oído:
—¿Ha escapado?
Él me rozó la mejilla con el dedo pulgar mientras asentía.
—Siempre preocupándote de todo el mundo. —Me besó dulcemente en la frente delante de todo el grupo, lo cual hizo sonreír a Dana por primera vez desde que salió del hospital.
Después la disciplina del grupo se rompió, o quizá sería más preciso decir que quedó en suspenso. Kate no dio ninguna otra orden y, al parecer, no había nada más que hacer hasta más tarde.
Varios miembros del grupo se dirigieron de forma cansina hasta una hilera de camastros de hierro colado. Kate encendió un hornillo y se dispuso a cocinar el desayuno para unos cuantos, mientras el señor Watanabe comenzó a catalogar metódicamente todas las armas. Lucas y yo acompañamos a Dana hasta el camastro del cuarto de curas.
—Lo siento —dijo cuando la ayudamos a acostarse. Sus trenzas parecían cuerdas oscuras en la blanca funda de almohada.
—¿El qué? —pregunté—. No es culpa tuya.
—Ya, pero ahora estoy ocupando el único sitio donde tú y Lucas podríais haber estado solos. Es un coñazo para vosotros.
—Por esta vez te perdono —dijo Lucas—. ¿Quieres desayunar, Dana?
—Manda a alguien con unas cuantas tortitas. Si no tienen, que se las inventen. —Exagerando el gesto, Dana se puso perezosamente el brazo sano detrás de la cabeza—. ¿De qué sirve que te apuñalen si no puedes utilizarlo para hacer chantaje emocional?
Mientras Lucas iba a informar a Kate de que Dana quería desayunar, intenté adecentarme en lo que pasaba por un baño. Era un cuartito de ladrillo gris próximo al cuarto de curas, más minúsculo y tosco que los aseos de la mayoría de las gasolineras. No había gran cosa que hacer conmigo, pero aun así me prendí el broche en el jersey. Cuando salí, Lucas se alegró tanto de verlo que me sentí como si acabaran de peinarme y maquillarme, o a lo mejor solo se había puesto así de contento por verme.
—Miraos. —El señor Watanabe se rió entre dientes. Afilaba un puñal pequeño con mucho cuidado, escrutando el filo a través de sus gafas bifocales. Era extraño pensar que alguien tan amable pudiera dedicarse a preparar armas para atacar vampiros—. Me alegro de verte con una chica, Lucas. Un joven como tú debe tener novia.
—Eso no voy a discutírselo. —Lucas me abrazó por detrás—, Usted debía de tener que quitárselas de encima cuando tenía mi edad, ¿eh?
—Oh, no. Yo no. Ya había conocido a mi Noriko. —Los ojos se le dulcificaron al decir su nombre—. Después de la primera vez que la vi, todas las demás chicas del mundo fue como si no existieran para mí. Quería estar con Noriko a todas horas.
—Eso es muy romántico —dije. Quise preguntarle dónde estaba Noriko, pero entonces reparé en que, si perteneciera a la Cruz Negra, estaría allí. Puede que la razón de que un caballero como él se hubiera unido a un grupo de cazadores de vampiros fuera que su esposa se había topado con uno de esos vampiros criminales y asesinos. Si te pasaba una cosa así, era fácil que eso te cegara y te dejara con el único deseo de vengarte.
—El tiempo que pasas con tus seres queridos no es nunca suficiente —dijo el señor Watanabe mientras probaba el filo del puñal—. Salid a dar una vuelta. Explorad la ciudad. No os preocupéis por nosotros. Deberíais disfrutar el uno del otro.
—Es temprano —dijo Eduardo. Había rodeado la tela alquitranada que teníamos detrás cuando yo no estaba mirando—. No veo qué se puede hacer por ahí a estas horas. Es más seguro si os quedáis aquí.
—Las cafeterías están abiertas. —Lucas me cogió posesivamente de la mano—. No estamos en aislamiento. Puedo ir si quiero. Esa es la regla.
Eduardo parecía querer discutir, pero, en cambio, dijo:
—Marchaos, pues.
Éramos libres, así que salimos afuera sin ningún propósito ni rumbo. Todo indicaba que iba a ser un magnífico día de otoño, la clase de día en que el sol transforma todos los colores de las hojas en distintas tonalidades de dorado. Ahora que por fin volvíamos a estar solos, hubiera sido un buen momento para ponernos a hablar de los asuntos secretos que teníamos pendientes de comentar, pero hablamos de todo un poco menos de eso. Por extrañas que fueran nuestras vidas, lo que compartíamos en aquel momento era lo más parecido a la «normalidad» que podríamos tener jamás. Pasar un día juntos, sin nada de que preocuparnos, era todo lo que podíamos esperar compartir, y yo no tenía ninguna intención de desaprovecharlo.
En la cafetería discutimos sobre si las galletas de chocolate eran mejores que el bizcocho o viceversa, y nos turnamos para mojarlos en el café con leche.
Estuvimos sentados en un banco de la plaza de Amherst durante un par de horas, inventándonos historias sobre las personas que pasaban por delante: la mujer de la chaqueta roja era una agente secreta y el hombre canoso que se estaba subiendo a un coche próximo tenía los documentos confidenciales que ella necesitaba para salvar el mundo. La anciana de la otra acera había sido cabaretera en los años cincuenta y había bailado en Las Vegas con un tocado de plumas y un biquini de lentejuelas. Sabíamos que nuestras vidas eran probablemente más extrañas que nada de lo que pudiéramos inventar sobre cualquier otra persona, pero eso no quitó diversión al juego.
En la librería comparamos notas sobre nuestras novelas de infancia preferidas. Resultó que a los dos nos había encantado
Las crónicas de Narnia
.
—Nunca me di cuenta de que eran cristianos —confesé—. Ahora me parece tan evidente que me siento estúpida por no haberlo visto. Pero, ya sabes, no creo que mis padres me hablaran mucho de la Iglesia.
Lo había dicho para que Lucas se riera. En cambio, él me miró con expresión seria y a mí me pareció detectar un atisbo de incertidumbre en sus ojos.
—¿Te afectan ahora? Las cosas religiosas, quiero decir.
—¿Si leo sobre ellas? No, ni probablemente lo harán nunca. Recuerdo a mi madre leyéndonos
La travesía del Viajero del Alba. El
problema son los símbolos visuales.
Estábamos sentados en el suelo en la sección de libros de texto del piso inferior, lejos de casi todos los clientes. Como las clases ya habían empezado, era poco probable que nos interrumpiera algún estudiante, por lo que me arriesgué a preguntarle:
—¿Has notado algún cambio? Ya sabes… ¿poderes?
—Me noto más fuerte y corro más deprisa. Uno o dos compañeros lo han comentado, pero no sospechan nada. Solo creen que estoy entrenando duro. Me refiero a que soy fuerte, pero no es que haga nada fuera de lo normal. La señora Bethany dijo que empezaría a notar algunos inconvenientes además de ventajas, pero de momento nada.
—Quizá de momento no, pero pronto lo harás. —En mi fuero interno se encendió una llama de esperanza—. Ya has dicho que te has planteado dejar la Cruz Negra.
—Sí, pero no sé qué podría hacer después de eso. ¿Podría simplemente… ponerme a trabajar? Esto es lo único que sé hacer, y no creo que lo mío tenga muchas salidas profesionales. —Suspiró—. Bianca, ni siquiera he ido al instituto, a menos que cuentes el año en Medianoche. He leído y estudiado por mi cuenta, pero no es lo mismo. Todos estos manuales universitarios son como un mundo desconocido para mí al que nunca podré acceder.
—Hay formas de hacerlo sin ir al instituto. Podrías presentarte a un examen que equivale al grado de secundaria; es fácil.
—¿Y luego qué? No podría conseguir una beca, y mi madre jamás me pagaría los estudios. Cualquier dinero que tenga es para la Cruz Negra. Ese es el principio y el fin de la historia. Puede que lograra salir adelante, pero… no sé. —Tragó saliva y supe que había reflexionado mucho sobre aquello—. Supongo que no he renunciado a la idea, pero no me parece probable.
Nada de lo que le dijera le ayudaría a sentirse menos atrapado de lo que ya se sentía; no tenía ninguna información que darle, ningún consuelo que brindarle, así que me limité a cogerle de la mano.
—¿Qué te gustaría estudiar en la universidad?
—Derecho, creo.
—¿Derecho? No te veo con un maletín y un traje elegante.
—Me lo pondría si eso me permitiera poner a los malos entre rejas. —Intentó sonreír—. En Medianoche llevé ese uniforme tan absurdo, ¿no?
—No te rías. Yo tengo que seguir llevándolo.
Me apartó un mechón de pelo de la mejilla.
—A mí no me hace falta preguntártelo. Tú estudiarías astronomía. —Asentí—. ¿Qué es lo que te gusta tanto de la astronomía? Me has enseñado todas las constelaciones que hay, pero nunca me has dicho por qué observas las estrellas.
Me abracé las piernas y apoyé la barbilla en las rodillas, reflexionando. Aunque sabía la respuesta, era importante que se la dijera de un modo que él pudiera entender.
—Mis padres, en cuanto creyeron que podía guardar un secreto, me hablaron de cuál era realmente mi condición cuando yo era muy pequeña. Hicieron que pareciera algo especial. Una gran aventura. Yo creí que era como en los cuentos de hadas, cuando la chica que barre su casita descubre que es una princesa y que un día el príncipe va a ir a buscarla. Creí que mi secreto era mágico.
Lucas pareció querer hacerme una pregunta, pero debió de ver que me estaba costando encontrar las palabras justas, porque me observó en silencio.
—La primera vez que me di cuenta de que no era ni mágico ni divertido, la primera vez que supe que había algo malo en ser… —Miré a mi alrededor. Aquella zona de la librería seguía vacía, pero, de todos modos, evité decir la palabra «vampiro»—… algo malo en ser eso, fue la primera vez que supe que yo no me moriría nunca, pero que todos mis amigos de Arrowwood sin excepción sí lo harían. Se harían viejos y se irían, y yo me quedaría sola. Eso me asustó, porque me di cuenta de que, de todas las personas que quería en el mundo, serían poquísimas las que podría conservar.
Dulcemente, Lucas me puso una mano en la mejilla. Tragué saliva para deshacer el nudo que me notaba en la garganta antes de continuar.
—De manera que intenté pensar en lo que sí podría conservar. En si había algo que estaría siempre conmigo.
—Las estrellas —dijo Lucas—. Supiste que siempre te quedarían las estrellas.
Asentí y supe que Lucas lo había entendido todo. Me tomó en sus brazos y me estrechó con tanta fuerza que por un momento creí que él también estaría siempre conmigo.
Esa tarde, Lucas me llevó de regreso a la Academia Medianoche en la vieja camioneta de Kate. Llegamos cuando atardecía, aunque hacía tan mal tiempo que casi parecía de noche. La niebla se había cernido sobre las colinas, impidiendo ver a más de unos metros de distancia y pintando el mundo de un gris blanquecino. No era que Lucas pudiera llevarme hasta la misma puerta, pero paró en una carretera secundaria junto al bosque que bordeaba el internado. Desde allí, era fácil volver andando, a lo sumo un trayecto de diez minutos a pie. Yo sabía que pronto tendría que disimular para evitar que Raquel me hiciera preguntas, pero apuré en los brazos de Lucas el mayor tiempo posible. Nos besamos hasta que las ventanillas de la camioneta se empañaron por dentro y deseé que aquello no se terminara nunca. Pero notaba la proximidad de Medianoche, como si la sombra del edificio estuviera proyectándose sobre nosotros.