—Hasta mañana. —Sintiéndome culpable, prometí—: Pasaremos el próximo fin de semana juntas. Piensa en algo que hacer.
—¿Aquí? Sí, vale. —Y acto seguido, volvió a enfrascarse en su
collage
y yo me marché de allí.
Cuando salí afuera, estaba oscureciendo. El atardecer era uno de mis momentos del día favoritos; para mí, tenía tanto de principio como el amanecer. El cielo estaba de un desvaído color violáceo cuando crucé los jardines y me adentré en el bosque. El oído se me aguzó como una forma de estar alerta a los sonidos de la noche: mis propios pasos sobre las blandas acículas de pino, el distante ululato de un búho, una chica riéndose de un modo aletargado que me hizo pensar en que debía de estar con un chico.
Continué andando, advirtiendo cuánto había mejorado mi sentido del oído con respecto al año anterior. Quizá me había habituado tanto al barullo de la Academia Medianoche que apenas percibía la diferencia, pero en el bosque era obvia. El aleteo de los pájaros, el zumbido del tráfico en la carretera más próxima, todo era claro y diáfano.
A diferencia del año anterior, tampoco yo habría estado pensando en lo bien que sabría la sangre de uno de aquellos pájaros.
El vampiro que había en mí estaba más próximo a salir a la superficie. Y estar con Lucas siempre revivía al vampiro —al depredador, al hambriento— con más fuerza que antes. Quizá no fuera la única que se estaba arriesgando con nuestra cita de aquella noche.
«Cuidaré de Lucas. Jamás le haría daño».
«Si vuelvo a morderlo y bebo suficiente sangre suya, se convertirá en un vampiro, y entonces podríamos estar siempre juntos».
Negué con la cabeza, no queriendo hacerme ilusiones, y seguí andando hasta llegar a la carretera. Una vez allí, solo había un corto paseo hasta el único cruce de carreteras de la zona, una intersección de cuatro vías. Me aposté en la carretera que llevaba al cercano Riverton y esperé.
Pasaron cinco coches y una motocicleta. Desde mi escondrijo entre los arbustos cercanos, suspiré frustrada al ver que no servían para mis planes.
Pero el séptimo vehículo fue el de la suerte, el que llevaba todo aquel tiempo esperando: el camión del servicio de lavandería que venía semanalmente a Medianoche para recoger la ropa blanca. Como de costumbre, el conductor tenía la música puesta a todo volumen. Acabaría de salir de Medianoche, lo cual significaba que regresaba, y el cartel del lado del camión confirmó mi recuerdo de que el servicio de lavandería tenía su base en Amherst.
El camión se detuvo en la señal de stop. Corrí a la parte de atrás que, por suerte, no estaba cerrada con llave. Cuando el metal rechinó, me asusté, pero, afortunadamente, la fuerte música de la cabina debió de ahogar el sonido. Me escondí rápidamente entre los sacos de ropa y cerré las puertas cuando el camión reanudó la marcha.
«¿Lo ves? ¡Ha sido facilísimo!». Estaba tan nerviosa y eufórica que tuve que contenerme para no reír. En vez de eso, me hice un ovillo entre los sacos, un bulto más entre los muchos de allí por si al conductor se le ocurría mirar dentro del camión. Todo olía ligeramente a moho, pero no era un olor desagradable y, con lo bien acolchada que estaba, el viaje prometía ser bastante cómodo.
El trayecto duraba una hora más o menos. Cuando faltara poco, empezaría a asomarme disimuladamente a la ventanilla de la parte trasera del camión. En cuanto llegáramos a Amherst, aprovecharía otra parada para bajarme sin ser vista. Después de eso, podría coger un taxi, caminar o lo que fuera que tuviera que hacer para llegar a la estación de ferrocarril.
En torno a la medianoche volvería a estar en brazos de Lucas.
—¡E
eeeeeh! ¡Nenaaa!
El coche pasó zumbando por mi lado y entró en la plaza mayor de Amherst a una velocidad excesiva. Había un par de estudiantes universitarios asomados a las ventanillas, gritando a todas las chicas que veían.
Yo había imaginado que a aquella hora las calles estarían casi desiertas. Lo que no había tenido en cuenta era que Amherst era una ciudad universitaria, con tres o cuatro universidades apiñadas dentro del casco urbano. La ciudad no aflojaba su ritmo frenético por la noche; los chavales que me rodeaban tan solo estaban empezando la fiesta.
Críos…, aunque por lo menos aquellos chicos me llevaban cinco años. Sus rostros y cuerpos eran más maduros que los de los alumnos de Medianoche. Era extraño pensar que fueran mayores que Balthazar. Pero, cuando estaba en Medianoche, yo percibía la experiencia, el conocimiento del mundo y la fuerza de mis compañeros: sus rostros eran jóvenes, pero los siglos de vida se les notaban en los ojos. Comparados con ellos, los universitarios que estaban fumando y empujándose a mi alrededor eran unos críos.
¿En qué me convertía eso?
Aquello no me preocupó durante mucho tiempo. En ese momento me sentía demasiado feliz para preocuparme por nada: las mentiras que había dicho, las reglas que estaba infringiendo o las consecuencias que aquello podía acarrearme. Lo único que me importaba era que estaba a punto de ver otra vez a Lucas.
—Disculpa. —Una chica vino hacia mí abriéndose paso entre el gentío. Llevaba el cabello rubio rizado recogido en un moño con unos cuantos mechones de pelo sueltos—. ¿Puedo ir contigo?
Iba a decirle que me había tomado por otra persona, pero en el momento en que nuestros ojos se encontraron, todas las palabras que podría haber dicho fueron sustituidas por una sola: «vampiro».
No es que fuera muy distinta al resto de las personas que me rodeaban, al menos no de un modo palpable. Pero, para mí, destacaba entre la multitud tan radiantemente como una hoguera. Yo siempre había sabido distinguir a los vampiros a primera vista. El caso era que, incluso para ser un vampiro, aquella chica era distinta. Era el vampiro más joven que había visto nunca. Su rostro acorazonado conservaba la redondez infantil que yo veía en mi propio espejo y tenía unos dulces ojos castaños muy separados. Su sonrisa casi era tímida. Una marca de nacimiento violácea le manchaba el cuello cerca de la vena yugular, probablemente en el mismo lugar donde la habrían mordido.
De inmediato se me despertó mi instinto protector, como si fuera mi deber cuidar de ella, de aquella chica extraviada vestida con un andrajoso jersey y una falda con el dobladillo descosido que no combinaban en absoluto.
—Espera. —Su expresión era como la de una muñeca de porcelana, inocente y traviesa al mismo tiempo—. Tienes algo que no es… tú no eres del todo… oh. Eres uno de ellos… de los nuestros, quiero decir.
Me impresionó que lo hubiera descubierto tan deprisa, dado que la mayoría de los vampiros jamás conocían a nadie que hubiera nacido para ser vampiro.
—Sí. O sea, sí, eso es lo que soy y, sí, puedes venir un rato conmigo.
—Gracias. —Entrelazó su brazo con el mío como si fuéramos íntimas amigas. Estaba temblando y no estuve segura de si era de miedo o de frío—. Hay un tipo que no me deja en paz esta noche. A lo mejor tendré más suerte si cree que me he encontrado con una amiga.
—De hecho, he quedado con una persona. —En cuanto hube dicho aquello, su sonrisa vaciló, revelando un atisbo de soledad. Me acordé de Ranulf y los otros vampiros milenarios de la Academia Medianoche y me dio lástima—. Pero al menos puedo sacarte de esta plaza.
—Ah, ¿sí? Muchísimas gracias. Qué alivio. ¿Te he asustado? No era mi intención. Si lo he hecho, lo siento.
—Tranquila. —Había algo genuinamente infantil en ella. Tanto era así que me sorprendió advertir que era mucho más alta que yo, casi como Balthazar—. ¿Estás bien? ¿Hay alguien a quien podamos ir a ver?
—Sí, estoy bien. Esta noche estoy sola.
Me miré el antebrazo, donde ella tenía su mano. Las mangas de su andrajoso jersey eran tan largas que solo se le veían los dedos.
Tenía las uñas sucias y rotas, como si hubiera estado escarbando en la tierra. De golpe supe que aquella chica era la persona más desamparada que había conocido en mi vida.
Al principio, se limitó a seguirme sin hacer ningún comentario ni, al parecer, por propia voluntad. Nos abrimos paso entre la multitud de estudiantes que se había congregado fuera de una pizzería. Debía de ser el sitio más popular para comprarse un trozo de pizza, porque había más de cien chicos apiñados fuera, con cajas de cartón que contenían pizzas y vasos de plástico llenos de cerveza. Un par de chicos nos miraron, más a la vampira rubia que a mí. Pese a su juventud y aspecto desaliñado, tenía una belleza inocente y etérea y sus ojos castaños escrutaban la multitud como si anhelara que cualquiera se ocupara de ella. Entendía que algunos chicos pudieran encontrar eso atractivo.
Solo cuando hubimos salido de entre aquella muchedumbre, preguntó:
—¿Adónde vas?
—A la estación.
—Solo está a dos manzanas. —La vampira se volvió y miró la multitud con preocupación. No supe cómo había podido distinguir algo entre tanta gente—. Creo que sigue ahí. Déjame acompañarte a la estación, por favor. Allí está más oscuro y podré escabullirme, lo sé.
Egoístamente, quise negarme; Lucas llegaría de un momento a otro y no quería estar acompañada cuando nos viéramos. Él no iba precisamente a alegrarse de ver a otro vampiro, porque yo era el único en quien confiaba. Había una posibilidad de que no advirtiera que mi acompañante era una vampira, pero, con su entrenamiento en la Cruz Negra, lo dudaba. No obstante, ella parecía tan asustada que no tuve valor para negarme.
—Sí, claro. Vamos.
Continuamos cruzando la plaza, cogidas del brazo. La música que salía de todos los bares estaba tan fuerte que los diversos ritmos parecían mezclarse unos con otros.
—Déjame adivinar. —La vampira me lanzó una mirada—. Eres de Medianoche, ¿no?
—Sí. ¿Has estado?
—Lo intenté una vez, pero la directora, oh, no le caí bien. Se llamaba señora Bethany. ¿Aún sigue allí?
—Como si alguna vez fuera a abandonar su reino —mascullé.
—Qué razón tienes. Bueno, no le caí bien. Todo fue muy desagradable.
—Yo tampoco le caigo bien. Creo que odia a casi todas las personas que no son… como ella.
—¿Te has fugado tú también? Es lo que hice yo.
Sonreí.
—Solo este fin de semana.
—No creo que pudiera volver. No, a menos que… —La mirada se le extravió, pero luego negó con la cabeza—. No importa.
Cuando nos alejamos de la plaza mayor de camino a la estación, una ráfaga de aire me trajo claramente su olor a sudor. Eso por sí solo no me dio asco —supuse que todo el mundo suda de vez en cuando—, pero, unido a todo lo demás, me hizo sentir lástima por ella. Apenas parecía capaz de cuidar de sí misma. Qué terrible tenía que ser vivir sola de aquella forma, cada vez más desconectada de la civilización.
Por primera vez comprendí realmente por qué necesitábamos los vampiros la Academia Medianoche. Siempre había sabido que éramos propensos a perder el tren de los tiempos, y mis padres me habían advertido de lo fácil que era mirar a tu alrededor y darte cuenta de que ibas vestido como hacía dos décadas o que, además de no saber lo que sucedía en el mundo, tampoco te importara. Pero jamás había alcanzado a imaginarme cómo sería, qué se sentiría estando tan aislado. Mirando a aquella chica, por fin lo entendí.
La estación de ferrocarril solo estaba a unas manzanas de la plaza mayor, pero el trayecto se me hizo muy largo. Aquello se debió en parte al contraste entre el bullicio de la plaza atestada de estudiantes y el silencio que reinaba en aquel barrio. Al haber menos farolas, también estaba más oscuro. Mi nueva compañera no tenía nada más que decir. Al parecer, se conformaba simplemente con estar conmigo.
Miré mi reloj: las doce menos cinco.
La vampira rubia abrió con temor la puerta de la estación, como si pudiera haber una bomba dentro del edificio. Lo cual era muy poco probable para una estación de ferrocarril que era básicamente una choza junto a las vías.
—No hay nadie. Tu chico no ha llegado todavía.
—Eso parece. —Miré la estación con desconsuelo. Había esperado que fuera bonita o, al menos, acogedora; sabía que una estación de ferrocarril jamás podría ser lo bastante romántica para nuestro reencuentro, pero podría haber sido mejor que aquello. Un rayado suelo de linóleo, fluorescentes en el techo que vertían una luz mortecina y unos cuantos bancos de madera atornillados a las paredes: no era exactamente el escenario soñado.
Aunque, por otra parte, ¿qué importaba eso? ¿Qué importaba nada? Volvería a estar con Lucas enseguida, en unos minutos, y, en cuanto nos viéramos, sabía que no podría prestar atención a nada más.
«¿Y si para él no es lo mismo? Su carta era increíble, pero, aun así, llevamos meses sin vernos. ¿Y si las cosas han cambiado entre los dos? ¿Y si nos cortamos? ¿Y si él ya no siente lo mismo que antes?».
—Debes de estar contentísima. —La vampira estaba ovillada en un banco. Tamborileó con sus uñas rotas sobre la pálida piel de sus pantorrillas. A uno de sus zapatos se le estaba cayendo la suela—. Contentísima porque ya no estás sola. A veces creo que me moriría si tuviera que estar siempre sola.
Me sentí incómoda diciendo aquello, pero tenía que hacerlo.
—Si no te importa, querría tener un poco de intimidad. Hace bastante que no nos vemos.
—Intimidad. —La vampira me sonrió con timidez y cierta tristeza. Yo quería disculparme por dejarla sola, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La única alternativa que podía ofrecerle era regresar conmigo a Medianoche, y ella ya se había expresado claramente a ese respecto. ¿Quién podía culparla por aborrecer a la señora Bethany? Como si percibiera mi sentimiento de culpa, dijo:
—Lo comprendo, de veras. Pensaba esperar un rato mientras no llegaba, pero… vale.
Oí pasos en la grava y me volví rápidamente hacia la puerta justo cuando entraba Lucas.
Llevaba una chaqueta tejana, una camiseta negra y vaqueros. El cabello cobrizo le había crecido, pero, por lo demás, estaba igual. Mirarlo fue como tirarme a una piscina caldeada a plena luz del sol.
—¿Lucas? —Avancé un paso. Quería arrojarme a sus brazos, pero tenía la sensación de que apenas podía moverme—. Lo has conseguido. Lo hemos conseguido los dos.
Pero él no me estaba mirando a mí, sino a la vampira.
—Apártate de Bianca —gruñó.
—Oh, no. —La vampira comenzó a retroceder, intentando esconderse en un rincón—. No, no, no…