Warren reptó hasta las manchas oscuras que había bajo los árboles y aguardó, frotándose la pierna. El viento olía mal, húmedo y denso. Se preguntó si había cambiado la marea.
Apoyó la cabeza en las manos para descansar y sintió un músculo crispándose en su cara. Se sobresaltó. No podía percibirlo si no le aplicaba la mano. Así pues, Tseng estaba en lo cierto y tenía un espasmo sin saberlo. Warren frunció el ceño. No sabía qué pensar al respecto. Era un hecho que tendría que comprender. De momento, empero, desechó la idea y escrutó la oscuridad.
Sacó la roca del bolsillo y la sopesó; una pálida silueta se movía entre los árboles, a cuarenta metros tierra adentro. Era un soldado bajo, sin barbilla. Warren se agazapó para seguirlo. El dolor que le atravesaba la rodilla le recordó las patadas que el otro le había dado, pero el recuerdo no le hizo sentir nada en relación a lo que iba a efectuar. Avanzó.
En la seca maleza, mantuvo todo el sigilo que pudo. Los chasquidos y crujidos sordos que venían por encima de la cresta estaban amortiguados ahora, justo cuando más necesitaba que se oyesen con fuerza. El silencio era mayor bajo los árboles y se sorprendió al oír la ronca respiración del soldado. El hombre andaba despacio, con el rifle dispuesto, el arma resultaba imponente a la luz de las estrellas. El hombre se mantenía en la claridad y observaba las sombras. Eso era astuto por su parte.
La figura se acercaba. Súbitamente, Warren vio que el hombre llevaba un casco. Para emplear la roca ahora tendría que golpearle en la cara. Eso restaba posibilidades. Pero tendría que intentarlo. El hombre se detuvo, se volvió, miró en torno. Warren se inmovilizó y esperó. La cabeza se giró y Warren avanzó, acercándose, con la rodilla atravesada de dolor. La pierna tendería a doblarse cuando se levantara para acometer. Lo tendría presente y la obligaría a aguantar. El aire estaba enrarecido y cargado bajo los árboles, y el olor era peor. Algo procedente de la playa. El soldado era el único movimiento visible.
En la pauta inextricable de sombras y luz, resultaba difícil seguir a la silueta. Warren alargó la mano, unió los pies y palpó algo húmedo y liso, entendiendo de súbito que la respiración ronca y laboriosa no pertenecía al soldado sin barbilla, sino a algo que había entre ellos.
Palpó el suelo, se llevó la mano a la cara y olió el fuerte hedor que había percibido en el viento. Delante, a la tenue luz que caía entre dos palmeras, vio la larga forma pugnando, impeliéndose hacia adelante con toscas piernas. Aspiraba aire a cada paso. Era grueso y corpulento, con la piel de un gris acerado, llena de redondos orificios redondos de tres centímetros de grosor. Warren oyó un zumbido en el aire y algo le rozó la cara, se detuvo, y se fue. Lo siguió otro zumbido, tan silencioso que apenas acertó a escucharlo.
Las piernas—aleta achaparradas del Pululante iban mecánicamente adelante y atrás, tirando de su cuerpo hinchado. A la luz de las estrellas pudo ver destellos donde el fluido manaba de los húmedos orificios. LOS JÓVENES CORREN CON HERIDAS. Otro leve zumbido y vio, desde uno de los claros en penumbra, brincar a un ser tan grande como un dedo, extendiendo las alas. Las batió en el aire denso y pestilente hasta alzar su pesado cuerpo, zafándose del orificio, aleteando. Se elevó en el aire y planeó, buscando. Salió disparado, sin dar con Warren, se adentró en la noche. Él no se movió. El Pululante avanzó. Sus resuellos secos, roncos, captaron la atención del soldado. El hombre se volvió, dio un paso. El Pululante hizo acopio de fuerzas y saltó.
Alcanzó al hombre en la pierna y la voluminosa cabeza giró para pillar la pantorrilla entre las mandíbulas. Agarró, torció y Warren pudo oír la fuerte inspiración antes de que el soldado cayese. Profirió un grito, el Pululante giró y rodó sobre el hombre. La larga cabeza achatada ascendió y arremetió contra el vientre del hombre; el grito agudo, estridente, quedó interrumpido de súbito.
Warren se levantó, el olor era más fuerte ahora, y observó a las dos figuras forcejeando sobre la arena abierta. El hombre trataba de coger el rifle de donde había caído y la gruesa pierna del Pululante le trabó el brazo. Rodaron de costado. El ser volteó sobre él, le cubrió con un resplandor espejeante, ahogando los broncos gemidos que emitía. Warren corrió hacia ellos y cogió el rifle. Retrocedió, quitando el seguro. El hombre se quedó inerte y el aire escapó de él cuando el Pululante se afianzó. Giró la cabeza hacia Warren y la mantuvo así durante un momento, para volverla a continuación y hundirla en el vientre del hombre. Comenzó a alimentarse.
Gijan había oído los gritos y pronto estaría aquí. De nada servía disparar al Pululante dando a Gijan un sonido que seguir. Warren se volvió y se alejó cojeando de los ruidos de succión y masticación.
Caminó en silencio por entre los matorrales, renqueaba. El rifle poseía una bayoneta en la boca. Si un Pululante venía hacia él, utilizaría eso en vez de disparar. Permaneció en terreno abierto, escrutando las sombras.
De repente a sus espaldas se oyó un martilleo de arma automática. Warren se hizo a un lado, luego se percató de que no había patrullas entre los árboles próximos a él. Se trataba de Gijan, que mataba al Pululante a cien metros o más de distancia.
Warren estaba seguro de que los chinos desconocían que los Pululantes se arrastraban hasta la orilla o, de lo contrario, habrían venido tras él en grupo. Ahora Gijan estaría agitado y vacilante. Pero se sobrepondría en unos minutos y sabría lo que tenía que hacer. Gijan correría hacia la playa, con mayor rapidez de la que era dada a Warren, y trataría de interceptarle.
Warren oyó un ligero zumbido. Miró para arriba entre los árboles de donde procedía y no acertó a ver nada contra las estrellas.
EL
M
UNDO QUE ERA UN
M
UNDO FALSO LOS HIZO DE ESTE MODO NO COMO ERAN EN EL
M
UNDO QUE ERA NUESTRO. NO PUEDEN CANTAR PERO CONOCEN LOS LUGARES DONDE VOSOTROS CANTÁIS UNOS CON OTROS Y ALGUNOS VAN ALLÍ AHORA CON SUS HERIDAS. PUEDEN SER MASTICADOS POR VOSOTROS PERO HAY MUCHOS, MUCHOS.
Algo le golpeó la garganta.
Era húmedo y se adhirió con una repentina acometida como un alfiletero. Warren lo agarró. Se paró en seco a unos centímetros del ser cuando captó de pleno en la nariz el rancio hedor marino. El húmedo bulto dejó correr algo por su cuello.
Levantó el rifle rápidamente, apuntó la bayoneta a su garganta y sajó, orientándose por instinto en la oscuridad. Sintió que la punta alcanzaba al ser y giró la hoja para que raspara, extrayendo la húmeda larva de un centímetro de longitud. Se soltó antes de que se hubiesen hundido las púas. Manó la sangre, corriéndole por el cuello.
La enjugó con la manga y alzó la bayoneta a la luz de las estrellas. La larva era blanca como un gusano y se retorcía débilmente en la hoja. Batía una de las alas. La otra había desaparecido. La piel se desprendió algo más y cayó el ala. Pegó la hoja a la arena para limpiarla y pisoteó al ser que se movía espasmódicamente en el suelo. Tenía algo adherido al cuello aún. Se lo quitó. En la hoja se hallaba la otra ala y algunas agujas oscuras. Las restregó contra la arena y, con súbita cólera desaforada, lo pisoteó con el talón una y otra vez.
Estaba resollando cuando llegó a la playa. El miedo se había disipado mientras se concentraba en permanecer lejos de las sombras, sin pensar en lo que podía hallarse en ella. El lacerante dolor de la rodilla contribuyó. Prestó atención a los hondos ronquidos y a los zumbidos, olfateando el aire para descubrir el olor.
Salió cojeando de la última hilera de palmeras hacia el blanco resplandor de la playa bajo las estrellas. Podía abarcar unos cincuenta metros con la vista y no había ninguna forma oscura saliendo del agua. Pudo oír tenues gritos al norte. Eso no le inquietó porque no podía ir muy lejos. Se encaminó hacia los gritos, ignorando los destellos fugaces, ondulantes de luz amarilla de una barrera de morteros y el prolongado
crump
que venía tras ellos. Había lanchas motoras amarradas en aguas poco profundas con los grandes carretes a popa, pero nadie en ellas. Cogió un remo de una. Rodeó el último saliente de una playa en forma de media luna y vio delante el oscuro borrón de la balsa varada a cierta distancia en la arena. Lanzó el rifle a bordo y empezó a arrastrar la balsa hacia el agua. Grandes olas restallaban en el arrecife.
La llevó hasta el agua y se encaramó a bordo sin mirar atrás. Ganó impulso con el remo y siguió empujando hasta que le alcanzó la corriente. Velocidad, ahora. Velocidad.
La marea acababa de cambiar. Era lenta pero crecería en unos cuantos minutos, llevándole hasta el pasaje en los arrecifes. Cuando estuvo seguro de ello, se sentó y tomó el rifle. Sería más difícil divisarle estando sentado, y podía afirmar el rifle contra la rodilla buena. La garganta casi había dejado de sangrar, aunque tenía la camisa empapada de sangre. Se preguntó si los seres voladores la olfatearían y le encontrarían. Los Espumeantes nunca habían dicho nada referente a los seres como gusanos y ahora estaba convencido de que era porque no sabían de su existencia. No había ningún motivo para que los Pululantes hubiesen evolucionado algo semejante a fin de que les ayudara a vivir en tierra. Y, con los Espumeantes expulsados de la laguna por los hombres, nada impedía a los Pululantes que trajesen a los seres a la orilla.
Vio que algo se movía en tierra, se tumbó en la balsa y Gijan se destacó en la arena, corriendo. Se detuvo, miró directamente a Warren y se dio la vuelta, se apresuró hacia el norte.
Warren cogió el rifle. Gijan llevaba el arma en posición. ¿Estaba intentando interceptarle, aunque manteniéndole con vida? Debería de haber corrido hacia el sur, hasta las lanchas motoras. Aunque también podía haber botes al norte. Quizá Gijan hubiese oído los gritos en esa dirección y estuviera yendo en busca de ayuda.
Warren quitó el seguro al rifle y lo puso en fuego automático. Sabría qué hacer si Gijan le indicaba mediante alguna acción lo que pretendía llevar a cabo. Si pudiera gritarle, preguntarle... Aunque tal vez Gijan no le había visto, después de todo. Y, aun cuando respondiera, podía mentir. A Warren le constaba que no podía confiar en las palabras de Gijan, ni siquiera en su silencio; eran una misma cosa.
De improviso, la figura que corría dejó caer el rifle, se llevó la mano al cuello y cayó pesadamente en la arena. Se retorció, cogiéndose el cuello con ambas manos, y se debatió durante un momento. Después se sacó algo del cuello, lo arrojó al agua y profirió un sonido de terror. Gijan se puso en pie y trastabilló. Todavía se aferraba el cuello con una mano, pero se volvió buscando el arma. Parecía aturdido. Alzó la cabeza y su mirada fue más allá de Warren para retroceder luego. Esta vez, sin lugar a dudas, Gijan había visto la balsa.
Warren deseó poder interpretar el semblante del hombre. Gijan titubeó sólo un instante. A continuación, cogió el arma y giró al norte. Dio algunos pasos, Warren apuntó rápidamente, sin pararse a pensar, Gijan estaba volviendo el rifle. Produjo un brillante destello amarillo, y Warren disparó una ráfaga. Alcanzó a Gijan en el hombro y en el pecho, haciéndole rodar. Los destellos dejaron de salir del arma de Gijan y Warren se sorprendió del fuerte tabaleo de su arma, pero lo mantuvo sobre la figura que se desplomaba, rodando una y otra vez hasta no ser más que un bulto fláccido de harapos y sangre.
Warren bajó el rifle lentamente, jadeando. En absoluto había pensado en matar a Gijan, aunque acababa de hacerlo, sin detenerse en su momento a sopesar si debía actuar de ese modo, y eso era lo que le había salvado. De haber disparado Gijan algunos cartuchos más, habría sido suficiente.
Volvió a atisbar la playa. Voces. Cerca. Había un poco de mar corriendo aún contra la resaca, si bien la marea se estaba imponiendo ya y le llevaba hacia dentro. El pasaje era una mancha oscura en la blancura rizada del oleaje.
Tenía que alejarse deprisa ahora porque los hombres que estaban al norte se estarían dirigiendo hacia los disparos. Izar la vela les proporcionaría un blanco. Debía aguardar a que la corriente, lenta y constante, le llevase.
Algo golpeó el fondo de la balsa. Se repitió. Warren se puso en pie y afirmó el rifle. La tablazón entrechocaba según se internaba en las aguas picadas, próximas al pasaje. Un ser grande y oscuro emergió y describió un giro enorme. Los ojos le miraron y las piernas, que habían crecido partiendo de las aletas, pugnaron contra la corriente. El Pululante dio una virada, volteó en los remolinos del pasaje y se sumergió, girando la descomunal cabeza hacia la orilla. La laguna se lo tragó.
Warren utilizó el remo para desencallar la balsa de las rocas. El oleaje rompía a cada lado y las profundas franjas de la corriente succionaron la balsa con ímpetu inusitado. Warren oyó un grito a sus espaldas, un grito aislado, estridente, lleno de sorpresa. El fragor de la contienda resonaba más allá de la cresta y se perdió en el batir de las olas que corrían con fuerza delante de un viento del este, y él salió al océano oscuro, con la balsa elevándose velozmente y cabeceando al adentrarse en el mar encrespado.
Un fuerte estampido. Una lancha motora venía por detrás a gran velocidad. Warren se tendió en la balsa y buscó el rifle a tientas. Otro disparo pasó silbando por encima de su cabeza.
Aquí afuera le cogerían, sin duda. Apuntó hacia el lugar en el que estaría el piloto, pero, con el veloz oleaje, sabía que fallaría. Se produjo una descarga corta de restallante fuego de armas automáticas. Oyó cómo pasaban de largo los disparos, a distancia. Aunque no tenían que hacer puntería si disponían de suficiente munición.
La balsa viró a babor y la lancha giró para seguirla. Warren reptó hasta el borde, presto a deslizarse si se acercaban demasiado. Era mejor que ser reducido, incluso con los Pululantes en el agua.
La balsa gemía y se bamboleaba en el oleaje, mar adentro. Él alzó el rifle para apuntar y entendió que llevaba todas las de perder. Vio el chispazo de la boca de un arma y la cubierta le lanzó astillas desde el lugar donde hicieron blanco los disparos.
Warren aguzó la vista, entrecerró los ojos para enmarcar la diana y vio que algo brincaba inopinadamente por la proa de la lancha. Era de gran tamaño y fue seguido de otro, gravitó frente al piloto y se lanzó por encima del parabrisas en un movimiento único. Acometió a los hombres que estaban allí. Gritos. Una forma blancoazulada arrojó a un hombre por la borda y derribó a otro de un golpe. La lancha viró a estribor. Desde este ángulo, Warren distinguía al piloto, asiéndose al volante y agazapado, para eludir la restallante cola del Espumeante. El bote cabeceó, se refrenó en la mar picada y su motor rugió.