—Pero, yo... —Carlos pasaba la mirada de uno a otro.
Nigel aguardó sabiendo que éste era el momento crucial. El plan que había maquinado por el camino dependía de lo que Carlos hiciese. Nigel tampoco descartaba el utilizar la devoción del hombre por Nikka. Carlotta se había introducido paulatinamente en este extraño triángulo y después había dado un giro radical. Así sea; cada moneda tenía dos caras.
—Necesito tiempo para pensar. Nikka, ¿realmente deseas esto? —el hombre se agachó, escrutando con ansiedad los ojos de ella.
—No hay tiempo para eso —repuso Nigel apremiantemente.
—Mira, esto es una violación muy grave de las normas. Podías...
—Decídete —dijo Nikka—. Hemos tenido problemas, pero seguimos juntos los tres. ¿O no? —A Nigel le dio un vuelco el corazón ante el modo claro, apacible, en el que lo había expresado. Un poco tarde, pero...
Carlos se irguió.
—Bien. Puedo decir que tengo buenas razones personales. Y las tengo. Hay cosas entre nosotros, cosas que no he sido capaz de... —Sus palabras se perdieron. Luego dijo con determinación—: Tampoco voy a dejar que Ted me apabulle.
Nikka abrazó a Carlos. Nigel le puso una mano en el hombro. Carlos dijo hoscamente:
—Es probable que nos mate, apuesto a que sí.
El guardián llevó a Warren al centro de la isla, a lo largo de un sendero trillado en los últimos días por las tropas. Dejaron atrás a una docena de técnicos afanados en un equipo acústico y en reproducir los agudos chillidos de la canción Espumeante. Los soldados estaban realizando algunas anotaciones en las pantallas de unos ordenadores y parloteaban entre sí mientras desmenuzaban el problema en fragmentos susceptibles de ser interrelacionados y reagrupados para componer pautas que la gente pudiese comprender. Tendría que ser excelente porque pretendían escuchar a escondidas. Pero la manera en la cual hablaban los Espumeantes con los Pululantes podía no asemejarse a las canciones que los Espumeantes entonaban entre sí.
Carecía de sentido que los Espumeantes tuviesen mucho control sobre los Pululantes, pensó Warren para sí mientras descendía por el sucio sendero. No tenía ningún sentido. Algo los había traído a todos a la Tierra y había suministrado a los Pululantes alguna enfermedad. La respuesta descansaba en la reflexión acerca del hecho, no en llevar a cabo estúpidos juegos con máquinas en el agua. Las tropas se habían extendido más, observó. Había nidos de cañones de gran calibre repartidos por la cresta y cerca de las playas los hombres estaban cavando allí donde podían establecer un fuego cruzado sobre los claros naturales.
Los hombres y mujeres a los que rebasaba estaban hablando entre sí ahora, no silenciosos y eficientes como estuvieran al principio. Le miraron con suspicacia. Supuso que el ataque de misiles les había puesto nerviosos y ni siquiera el trabajo duro de despejar campos de fuego en medio de la bochornosa humedad les abstraía de ello.
Bajando por la rocosa Línea de la cresta, Warren resbaló en una piedra y se cayó. El guardián se echó a reír de forma estentórea, atropellada, y le dio una patada para que se apresurase. Warren prosiguió y vio delante uno de los matorrales con hojas que sabía eran comestibles y, al pasar de largo, arrancó algunas y las metió en los bolsillos para más tarde. El guardián gritó, le golpeó en la espalda con la culata del rifle y Warren se desplomó repentinamente, golpeándose la rodilla con la raíz de un árbol grande. El guardián le dio una patada en las costillas y Warren observó que el hombre estaba excitado y aburrido a un tiempo. Eso era peligroso. Se levantó cuidadosamente y avanzó por el sendero, cojeando debido al agudo dolor que se extendía por su rodilla. El guardián le empujó dentro de la celda y le dio otra patada. Warren cayó y permaneció allí, inmóvil, esperando, hasta que el guardián, finalmente, gruñó y dio un portazo.
Transcurrió el mediodía sin que le trajesen alimentos. Se comió las hojas. Constituían un pobre trueque por la rigidez de su rodilla. Escuchó las órdenes impartidas a gritos y los ruidos de los trabajos y le pareció que el campamento estaba revuelto, los ruidos iban en un sentido y luego en el otro. No culpaba a los chinos por el modo en que le trataban. Las grandes potencias actuaban todas de igual modo, independientemente de cuál dijeran que era su política, y resultaba más fácil pensar en ella como en grandes máquinas que hacían lo que estaban diseñadas para hacer antes que en puñados de personas.
Llegó la noche. Warren se había acostumbrado a no pensar en la comida cuando estaba en la balsa y le fue indiferente que el guardián no trajese ninguna. En un momento u otro, el achaparrado soldado sin barbilla recorrería el camino hasta la celda, miraría detrás de la mesa que estaba volcada y vería el montón de inmundicias. Warren yacía sobre el terreno rocoso que era el suelo y escuchaba el proceloso oleaje sobre el arrecife. Se preguntó si volvería a soñar con su esposa. Fue un buen sueño porque se llevó todo el dolor que ambos habían causado y dejó únicamente el olor y el sabor de ella. Mas, cuando concilio el sueño se encontró en el lugar profundo en el que el estrépito venía desde arriba, un sonido metálico que se fundía con el zumbido apagado que había oído durante toda esa tarde, los sonidos se agolpaban hasta que se dio cuenta de que eran el mismo, aunque los Espumeantes los oían como el fuerte estrépito metálico. Resultaba difícil pensar con el estridente ruido de martillazos en la cabeza e intentó nadar para subir a la superficie y huir de él. El estrépito prosiguió y después se produjo un estruendo más fuerte y despertó, sintiendo que los laterales de la celda temblaban con el ruido. Dos fugaces estallidos descendieron del cielo y una repentina luz azul se extendió a continuación.
Warren miró a través de la malla de las ventanas y vio hombres corriendo.
No había luna pero, a la luz de las estrellas, pudo ver que llevaban rifles. Un estruendo inusitado vino desde el norte y el oeste. Más estallidos y fuego como respuesta, procedentes de la cresta.
Escuchó según se hacía más fuerte, después se sirvió de la luz centelleante que entraba por las ventanas para encontrar el mapa que Tseng le había dado. Retiró la colchoneta de dormir para dejar al descubierto el hoyo que había cavado y, sin titubear, se arrastró dentro. Conocía bien la sensación y, en la completa oscuridad, halló la piedra que había utilizado al final. Había estimado que sólo quedaba medio metro de terreno por encima. Utilizar la cazuela para escarbar los últimos metros de terreno le había dejado una impresión de la dureza que el suelo tenía por encima, pero no cedió al golpearlo con la piedra. No había mucho sitio para oscilar, y tres fuertes golpes más ni siquiera desprendieron terrones. Warren estaba sudando en la angostura del túnel y la suciedad se le adhería a la cara según golpeaba el duro suelo que tenía encima. Estaba apelotonado y lleno de rocas que le daban en la cara y rodaban por el pecho. Empezó a dolerle el brazo y a ser presa del cansancio, pero no cejó. Se pasó la piedra a la mano izquierda y sintió algo blando que cedía hasta que notó que no golpeaba nada. La piedra rompió la costra y pudo ver las estrellas.
Estudió el área minuciosamente. Pasó corriendo un soldado que llevaba un trípode para un rifle automático. El fuego atronador seguía viniendo del norte y el oeste.
Se produjo una chispa de luz muy en lo alto y Warren volvió la cabeza para mantener su visión nocturna. Después el resplandor desapareció y una detonación sorda recorrió el campamento. Morteros, no muy lejos. Salió del túnel y se precipitó hacia los árboles cercanos. A mitad del camino le flaqueó la rodilla y se desplomó maldiciendo en silencio. Estaba peor de lo que había pensado, con la rigidez debida a haber permanecido tendido sobre el duro suelo de la celda. Se levantó y fue cojeando hasta los árboles, consciente en todo momento del punto entre los omóplatos donde se incrustaría la metralla si cualquiera de los hombres que corrían por el campamento, a sus espaldas, divisaba la sombra renqueante que huía. No llegó ningún proyectil, pero brotó una llamarada cuando alcanzó el seto de matorrales. Se arrojó en ellos y rodó para poder ver el claro. La llamarada le había despojado de casi toda su visión nocturna. Aguardó mientras la recuperaba y olfateó el viento. Había algo denso y rancio en éste. Era el alisio del este, soplando persistentemente, lo que significaba que la marea estaba a punto de cambiar y era pasada la medianoche. Como sería del este no debería haber recogido el olor del tiroteo, por lo que el olor rancio era alguna otra cosa. Warren conocía su sabor pero no acertaba a recordar lo que era y lo que podía implicar en relación con la marea. Entrecerró los ojos, retrocediendo en el matorral, y vio a un hombre en el campamento que venía derecho hacia él.
La figura se detuvo junto a la puerta de la celda de Warren. Forcejeó con la puerta y un estallido de armas automáticas vino desde el otro extremo del campamento. El hombre saltó para atrás, vociferó a alguien y siguió intentando descerrajar la puerta. Warren tendió la mirada hacia donde unos destellos repentinos iluminaban el campamento con pálida luz naranja. El tiroteo aumentaba y, cuando miró de nuevo hacia la celda, había dos hombres y el primero estaba abriendo la puerta. Warren salió del seco matorral.reptando, moviéndose cada vez que una ráfaga de fuego de ametralladora sofocaba cualquier ruido que pudiera hacer. Llegó hasta una rala arboleda y se volvió. Brotó una llamarada de fuego amarillo. Se trataba del soldado sin barbilla. Tenía la puerta abierta y Gijan estaba saliendo, agitaba una mano, señalaba al norte. Se gritaron mutuamente durante un momento. Warren se adentró más en la arboleda. Estaba ahora a unos cincuenta metros de distancia y pudo ver a cada hombre descolgando del hombro el liviano rifle que llevaba. Los sostuvieron en posición. Gijan señaló de nuevo y los dos hombres se separaron, abarcando unos treinta metros. Iban en su busca. Giraron y fueron hasta el matorral. Gijan venía derecho hacia él.
Le sería fácil entregarse ahora. Esperar una llamarada y adelantarse con los brazos en alto. Había contado con alejarse más antes de que alguien viniese tras él. Ahora, en la oscuridad y con el tiroteo, era muy probable que estuviesen nerviosos y disparasen si veían algún movimiento. Pero mientras pensaba esto Warren retrocedió, sumiéndose en las sombras. Peor fue lo que arrostrara en la balsa. Se alejó cojeando, tanteando en la penumbra.
Alcanzó una hilera de palmeras y fue a lo largo de ellas hacia el norte. Se hallaba todavía a unos quinientos metros de la playa, pero había un gran claro en el camino, por lo que giró hacia la cresta. Las detonaciones amortiguadas procedentes del oeste le indicaron que los chinos estaban utilizando morteros contra quienquiera que estuviese internándose en las playas. Cinco chillidos espaciados resonaron entre el intenso fragor de la lejana batalla.
Warren supuso que los japoneses o los americanos habían decidido tomar la isla y tratar de hablar con los Espumeantes ellos mismos. Puede que lo intentaran con sus máquinas y códigos propios. No obstante, debían tener noticias sobre él. Los chinos querían retenerle o, de lo contrarío, Gijan no habría venido con el soldado. Warren tropezó y se golpeó la rodilla con un árbol. Se detuvo, jadeando e intentando divisar si los hombres estaban a la vista. Tras un momento de reflexión, entendió que Gijan podía querer matarle para que no cayese en manos de los otros. Ya no podía estar seguro de que entregarse fuese prudente.
Volvieron a oírse las cinco gélidas notas y las reconoció como una señal de emergencia, tocadas con un silbato. Procedían de las inmediaciones. Gijan estaba pidiendo ayuda. Con los chinos luchando contra otras tropas en el extremo opuesto de la isla, Gijan podía no obtener una rápida respuesta. Pero la ayuda llegaría y, entonces, le acorralarían.
Warren giró hacia la playa. Avanzó tan aprisa como pudo, sin hacer mucho ruido. Volvió a perder el apoyo de la rodilla y, mientras se levantaba, se percató de que no iba a causarles mucho problema. Ya le tenían cercado, ellos no tenían problemas en las rodillas y estaba llegando ayuda. No se hallaba en disposición de dejarlos atrás. Su única posibilidad era girar en redondo y emboscar a uno de ellos, emboscar con las manos vacías a un hombre armado y bien entrenado. Después largarse antes de que le descubriese el otro.
Cogió una roca y la metió en el bolsillo. Rebotaba en la pierna a cada paso. Se oyó un rumor a sus espaldas, corrió y cayó en el borde de una zanja.
Un grito. Saltó a la cuneta. Mientras aterrizaba se produjo un fuerte estampido y algo pasó silbando sobre su cabeza. Se empotró en un árbol del otro margen. Warren supo ahora que no tenía objeto retroceder.
Descendió por la cuneta excavada por el agua, cada vez más profunda. Era demasiado estrecha para dos hombres. Trató de imaginar cómo lo resolvería Gijan. Lo más sensato era esperar a los soldados y peinar entonces el área.
Pero Warren podría haber alcanzado ya la playa. Mejor era enviar a un hombre a la zanja y otro por entre los árboles, para interceptarle.
Warren anduvo lo que le parecieron cien metros antes de detenerse a escuchar. El
crac
de una ramita al quebrarse le llegó desde muy atrás en la oscuridad. ¿A la izquierda? No podía estar seguro. La cuneta era rocosa y ello le hizo aflojar el paso. Había algunos buenos sitios para esconderse en las sombras, para tratar entonces de golpear al que le seguía al pasar. De cualquier modo era mejor que en los matorrales de arriba. Aunque, para entonces, el otro hombre se habría situado entre la playa y él.
Un guijarro repiqueteó levemente tras él. Se paró. La dura arcilla de la zanja era aquí de tres metros de altura y pronunciada. Halló algunas raíces gruesas que sobresalían y, cuidadosamente, se aupó. Asomó la cabeza por el borde y miró en derredor. Nada se movía. Trepó sobre el filo y una piedra se soltó bajo sus pies. Se lanzó a cogerla. Un dolor lacerante le afligió la rodilla y se mordió la lengua para no hacer ruido.
Los matorrales eran aquí más tupidos. Rodó hasta una arboleda, agachado y eludiendo la luz de las estrellas. Las ramitas se le enganchaban en la ropa.
Había una posibilidad de que el hombre viniese por este lado de la zanja. De no hacerlo, Warren podía escabullirse hacia el norte. Pero Gijan probablemente había adivinado a dónde se dirigía y no dispondría de mucha delantera cuando alcanzase la playa. Sobre la arena quedaría al descubierto, fácilmente divisable.