—Repulsivos, sí. Los americanos nos mirarían. Especialmente a ti. Aquí no llevan a las mujeres. Los americanos son rígidos. Es cómico, lo sé, pero...
—Tú eres el rígido. Él jugó toda su baza.
—Esos lugares están llenos de insectos. A los americanos les da igual. Ella parpadeó.
—Si yo estuviese sola en un lugar tan exótico como éste, puedes estar seguro de que iría a toda clase de sitios así.
—Las danzas en moto... Ella se burló.
—Una pesadez. Son para turistas.
Él empezó a percatarse de su ira. Había gastado una buena cantidad de dinero para traerla en este viaje de negocios. Anteriormente, la había dejado atrás con frecuencia. Su conciencia había empezado a reconcomerlo al respecto últimamente. Décadas atrás, su matrimonio había sido el hecho central de su vida, una culminación. Esos sentimientos se habían esfumado. Se había visto atrapado por el cruel mundo competitivo de los hombres. Y había gozado con esa sensación de angustiosos conflictos, de aplastantes victorias tras los esfuerzos agotadores.
Sin embargo, se sentía en deuda con ella. Pero viajar con una mujer a la que no amas estaba resultando peor que vivir con ella.
Apuró la bebida y golpeó con el vaso en la tapa de mármol de la mesa.
— ¡Vaya! —exclamó ella mordaz.
Él se levantó. La silla chirrió con aspereza y un camarero, sobresaltado, se acercó rápidamente. Roben hizo retirarse al hombre.
—De acuerdo —dijo en voz alta—. Encontraré algo. Tu sitio. —Escupió la última palabra.
Robert abandonó el suntuoso hotel y recorrió Ashby. Se sentía acalorado, ya fuera por la comida o por la ira, y caminaba deprisa. No se había apercibido del hombre delgado que se puso a su lado y dijo de manera obsequiosa:
— ¿Quiere algo? —Robert se detuvo.
—Tengo a mi propia mujer —fue cuanto se le ocurrió inmediatamente.
— ¿Un aperitivo, entonces?
— ¿Qué?
— ¿Un chico?
Fuertes, desconcertantes emociones le asaltaron. Apartó al hombre de un empujón e hizo un ruido tosco, incoherente.
Se alejó velozmente, produciendo sus pasos un desagradable taconeo contra el empedrado. Anduvo dos manzanas sin ver el revoltijo de neón que le rodeaba o reparar en las tiendas mugrientas.
Alguien le dio una palmada en el hombro. Se volvió para ver al mismo tipo demacrado, esta vez a una distancia prudente. El hombre tenía en la cara un aire de confianza cortés, astuta.
— ¿Senso? —inquirió.
Robert se detuvo, sorprendido al descubrir que no seguía estando colérico. El paseo se lo había disipado.
— ¿Cuánto?
Con el taxi y el hombre delgado como guía salió por más de mil yens. Robert sabía que el hombre había fijado el precio por encima del valor usual en la calle, por la expresión de su cara, pero daba igual. Esto suministraría una forma sencilla de terminar con la cháchara de Helen sobre “sitios” e, incluso, podía ser regocijante. Mejor de lo que había sido lo real durante largo tiempo, al menos. Dio la vuelta para recoger a Helen.
Los tres tomaron una ruta hacia el norte hasta Richmond, por sobre un canal fangoso con una costra de sal consecuencia de las tierras baldías al norte. El taxi traqueteó por calles sinuosas y se detuvo en el exterior de una destartalada cabaña con exiguas luces anaranjadas fuera.
—Perfectamente fantasmal —murmuró Robert entre sí, pero Helen no replicó.
Subieron por unas escaleras de madera que crujían y por debajo de un panel calórico agujereado que se había medio desprendido del tejado.
— ¿Es comercial? —preguntó Helen y se cogió del brazo de él.
—Por supuesto que no —respondió el hombre, envarado, apartándose de ella—. Aquí es ilegal.
Cruzaron un suelo de linóleo, a través de dos estancias vacías. El guía deslizó una llave en una cerradura y se descorrió una pared. Esto les dejó en una habitación iluminada de rojo con dos sillas vidriosas, anatómicas, entre una maraña de elementos electrónicos. Un asistente de aspecto aburrido se levantó de un sofá donde había estado viendo una 3D. Ayudó a ambos a colocarse en las sillas. El equipamiento parecía razonablemente nuevo. Poseía los insertores cerebrales que Robert había visto en los anuncios europeos. Su opinión del lugar mejoró. Helen formó un alboroto por el ajuste de los acoplamientos en el cuello y las muñecas, y luego se sosegó para el primer pase.
El primero fue una incitación, un
hors d'oeuvre
erótico. Un hombre de mediana edad se reúne con una mujer más joven en un restaurante. Tras el consabido tira y afloja social, van al apartamento de ella. El senso consistía en un extenso preámbulo y algunas fantasías, aunque las partes gráficas eran convincentes y vividas. Él sintió el lánguido roce de satén de la piel femenina, el empuje delicioso de músculos jóvenes, el olor a almizcle, una lujuria desenfrenada creciendo en el hombre. A Robert le gustó la obra en conjunto, aunque el peinado de la mujer le recordaba a algo conocido que, en buena medida, le desbarató las asociaciones. Supuso que el guía había escogido ésta en particular porque el hombre se asemejaba bastante a él mismo y utilizar a una mujer más joven suscitaría las imágenes personales de ambos bandos. Se sonrió ante la ocurrencia.
Cuando acabó, se encontró jadeando ligeramente y dijo: “Adecuado”, como si estuviese experimentado en esto.
— ¿Y eso es todo? No es muy...
—No, no, el plato viene a continuación.
Comenzó. La escena era una calle anticuada al anochecer. Un hombre se aproximó a una mujer que esperaba el autobús. La mujer llevaba prendas muy bonitas y un tocado de adorno, desfasado tres décadas, que le ensombrecía el rostro. Hubo poca conversación. Mucho era lo que expresaba la chulería del hombre, la prominente cadera de la mujer, un ardiente intercambio de miradas. A la luz en declive de la puesta de sol, sus caras estaban oscurecidas y una farola captaba únicamente matices sugerentes de sus expresiones, estableciendo un tono de energía erótica en aumento.
Ella respondió a una inclinación de la cabeza de él y una invitación musitada. Robert disfrutó este coqueteo ardoroso, casual, le era grata la sensación de un cuerpo esbelto, musculoso. Al hombre lo inundaba de fortaleza su magnífica complexión, esa tirantez y fuerza que menguan con la edad.
Caminaron una corta distancia hasta el apartamento de él. Estaba acondicionado y se adaptaba a la apostura morena, intimidatoria, del hombre. Él se desvistió primero, mostrando un pecho fornido y vello corporal crespo, negro. La disposición de la luz se proyectó de una manera misteriosa cuando ella se reclinó. La excitación gravitaba sobre sus ademanes.
El hombre se miró en un espejo cercano de cuerpo entero. Esto era para consolidar la identificación con el personaje, pero, al ver la cara al completo, avivó la memoria de Robert con un inusitado estremecimiento. La apariencia esquiva del hombre, el sofá raído del rincón, una familiar acuarela francesa junto al espejo...
El hombre inició los preámbulos entre las piernas de la mujer y la sensación húmeda de la cama llegó hasta Robert mientras se debatía con los recuerdos.
“Vaya.”
El pensamiento de Susan, anulando la entrada del senso, le sobresaltó. El hombre estaba haciendo su efecto.
“Demasiado crudo para mí”
, pensó con vehemencia, esperando penetrar la avalancha de sensaciones que podía experimentar entre ellos.
“Me gustaría interrumpirlo”.
El hombre se conducía diestramente, con habilidad fruto de la práctica. Sí, pensó Robert para sí, era habilidad, técnica. Mera técnica. En su momento había creído que era pasión tan plena y nueva como la de la mujer. No había considerado el hecho de que el hombre de pecho fornido era seis años mayor que ella, y mucho más sofisticado.
“No. Quiero quedarme. Concéntrate. Puede ayudarte”
, concluyó ella secamente.
"Realmente creo...”
"No. Si lo interrumpes se detiene
,
¿verdad? Y yo quiero proseguir.”
Robert sabía que podía extraer las conexiones, terminar con esto ahora. Alargó la mano hacia los insertores, cogió uno, y se detuvo. Algo en su interior deseaba que esto ocurriese. Se avivaron viejos recuerdos.
El hombre abrazó a la lánguida mujer y sus manos la recorrieron, expertas. La mujer — una muchacha, en realidad— se puso de costado a una orden de él. Los movimientos de ella poseían una fresca calidad a pesar de lo artificial de la situación. Para fijar la identificación de Helen con el papel, se miró en el espejo.
Sintió el súbito ramalazo de estupor de Helen.
“Es... eres... tú.”
“Era yo. Hace más de treinta años.”
La muchacha acariciaba el cuerpo oscuro, musculoso y Robert captó el temblor de excitación que asaltó a Manuel, el hombre.
“Pero yo... nunca me has contado... todos estos...”
“Te conocímucho después.”
“La cara, tu cara. Incluso con la edad y los cambios, puedo ver que eres tú.”
“Cambiélo menos posible. Redistribuíel peso del cuerpo, alterélas hormonas...”
“Todo este tiempo...”
“Sí”
“Podías habérmelo contado.”
“No. Mi cambio tenía que ser completo. Sin mirar atrás”.
“Entonces, es por eso que no podías tener niños. Y yo creía...”
“Sí”.
“Dios mío, no creo que pueda...”
Pero la oleada de emociones que la embargaron a ella atajó las palabras. Robert sintió la misma marea ascendente que hacía presa en él y no luchó. El ardor y los estentóreos gritos de décadas anteriores los dominaron a ambos.
Continuó llevándole a él durante unos momentos muy insoportablemente largos a un febril, hermético y simulado clímax.
En el silencio ulterior, las imágenes se desdibujaron, las cosquilleantes sensaciones se desvanecieron. Estaban abandonados, dos personas en las sillas vidriosas, los cables colgando de ellos.
Nada dijeron mientras Robert pagaba al hombre y se metían en el taxi en dirección al hotel.
—Es indignante —dijo Helen—. Averiguar de esta forma...
—La práctica es común ahora.
—No entre la gente que conocemos, no... —Ella se detuvo.
—Tenía que ocultarlo. Me trasladé posteriormente, a Chile, donde nadie sabía que me había hecho el Cambio.
— ¿Cómo, cómo te llamabas?
—Susan.
—Ya veo —repuso ella rígidamente.
Qué esperaba, pensó él amargamente. Que hubiese cambiado Roberta por Robert, como en algún chiste malo.
—Así que eras del tipo de mujeres que hacen cosas como ese senso.
—Para él, sí, lo era.
—Él era repulsivo.
—Era hipnótico. Ahora lo entiendo.
—Debía de serlo, para llevarte a hacer cosas degradantes como...
—Qué es más degradante, ¿hacerlas o tener necesidad de ellas?
Ella crispó el rostro y él lamentó haberlo dicho. Ella alegó con amargura.
—No soy yo quien necesita ayuda, recuerda. Y no es de extrañar..., no eres realmente lo que todo el mundo creía, ¿verdad?
Él ignoró su tono.
—Lo he hecho bastante bien. No tenías ninguna queja al principio, según recuerdo.
Ella guardó silencio. El taxi chirrió por calles mal iluminadas.
—Me has traicionado.
—Todo ocurrió mucho antes de conocerte.
—De haber sabido que eras así, tan desequilibrado como...
—Fue una decisión que tomé. Tenía que hacerlo.
— ¿Para qué? El hombre debe haber...
—Él... —Robert se interrumpió—. Yo le amaba.
— ¿Qué fue de él, entonces?
—Se fue. Me dejó.
—No me sorprende. Cualquier mujer que... —Ella se estremeció y atravesaron su rostro emociones encontradas.
El taxi llegó al hotel. Los mendigos salieron renqueando de las sombras, Robert les rechazó. Ambos se encaminaron a la habitación sin mediar palabra. Sus pasos resonaron huecamente en los viejos corredores. Ya dentro, él se quitó el abrigo y se dio cuenta de que le palpitaba el corazón.
Ella se volvió hacia él resueltamente.
—Quiero, quiero saber cómo era. Porque tú... Él la atajó:
—El proceso era espinoso entonces. Manuel me había abandonado. En aquella época creí que había dejado de amarme, pero, mirando atrás, sintiendo lo que esta noche...
— ¿Sí?
—No lo sé. Puede que se hubiera cansado de mí.
—Pero algo te hizo...
—Sí. Todo resulta tan lejano ahora, no puedo estar seguro de lo que sentí. Es como si hubiese una bruma entre yo y ese senso.
— ¿No lo reconociste hasta...?
—No, no lo hice. Pasé dos años de droga, depresión, terapia, insertores. Olvidé tanto. El esfuerzo de mi cuerpo...
—Todavía no... quizás ese hombre, era tan obsequioso, debe de haberte hecho cosas para llevarte a desear cambiar.
Robert meneó la cabeza. Se volvió bruscamente y fue al baño. Permaneció allí largo tiempo, dándose una ducha y dejando que el agua caliente erradicase la noche y diera un matiz rosáceo a la piel. Se contempló a sí mismo y pensó en lo que los años habían hecho a los músculos y la piel. Sentía su cuerpo pesado, voluminoso y extraño como una máquina. Se preguntó qué habría sucedido si esa muchacha, vagamente recordada, no hubiera...
Cuando volvió al dormitorio las luces estaban apagadas. Fue hacia la cama despacio, vacilante, y oyó el leve susurro de las sábanas.
—Ven aquí —dijo ella. Le tendió la mano.
—Tú... tú has sido bueno conmigo. —Una caricia apenas iniciada—. Supongo que no puedo... culparte por un pasado que habías... borrado, incluso antes de que nos...
La besó. Ella murmuró:
—Eras más débil entonces, ya sabes. Creía que era sólo la juventud, la inexperiencia. Pero te volviste fuerte durante los años siguientes. Recuerdo que estaba sorprendida.
Él vio a dónde iba a parar y dijo:
—Gracias a ti.
Y era cierto. Ella estaba empezando a darse cuenta de que fue ella, y los primeros años gloriosos de matrimonio, lo que le habían convertido verdaderamente en un hombre. Y esta constatación la estaba liberando de su encontrada vorágine de emociones.
Ella probó las cosas que había hecho tantas veces antes. Para sorpresa de él, se produjo alguna respuesta. Las hondas impresiones del senso quizás habían penetrado en él y hallado alguna reserva.
Un calor húmedo creció rápidamente en ella y él prosiguió, ejecutando los viejos movimientos que sabía que darían su fruto. Ella fue más deprisa. Una parte de él mantuvo un tibio interés, el suficiente para hacer convincente la actuación. Ella jadeó, y volvió a jadear. Algo, en el curso de esta noche, había hecho que su vorágine de emociones se condensase en este acto, algún acicate había brotado del senso y la conmoción. Ahora respondía a él como si se tratase de algo exótico.