El propulsor del
Lancer
chisporroteó. Se apagó. La llama naranja del Vigilante prosiguió en su silencio profundo, letal, cortando, calcinando e hirviendo.
Un grave lamento surgió del grupo de la línea del comunicador. Nigel permaneció rígido, el pecho comprimido. Al hacerlo buscaba un punto de apoyo.
Deberíamos haberla llamado Sífilis
,
[3]
pensó. Miró a los cráteres ciegos de alrededor: cuencas que no parpadeaban.
En lo alto, una zona del Vigilante estalló en una lluvia carmesí violeta. El humo silencioso y los escombros hicieron que se propagara una niebla gris.
—Algo en el haz de rayos gamma ha desencadenado una reacción retardada — murmuró Nigel.
...y se experimentó a sí mismo de nuevo, después de tantos años, viviendo en un lugar absolutamente en blanco y esperando a que algo ocurriera para escribir en él. El tiempo era como agua vertida en una canción alegre y sublime. Esa calidad que los alienígenas de
Marginis
habían intentado aportar a los humanos y de la que Nigel había conseguido un fragmento —ellos habían venido portando la revelación, esa unión con el mundo de la que carecían las máquinas, esa unión que las máquinas perseguían y conocían únicamente como una ausencia abismal.
Nigel vio en un instante, según se enfriaba la llama del Vigilante, que la había perdido hacía años —al atarse a los hechos mediante las cuerdas de la cautela que le llevaron a pique, arrastrándole debajo de las olas y la había vuelto a encontrar ahora, al caer en esa gran noche perpetua que había debajo de sus pies.
Ahora se sentía vacío, el pasado le había sido arrebatado, estaba libre del bagaje de la edad y de la muerte y tenía que ser el Iluso de Walmsley, de nuevo libre para calibrar cada momento por lo que era,
escabullámonos todos de aquíuna, de estas noches.
— ¡Heridos!
¡Dios!, cuántos son. Mira esos indicadores.
— ¿Quéha sucedido?
¿Quéha ido mal?
...una interminable conversación cruzada y bulliciosa, de humanos o Espumeantes o EM. Todos emergiendo de las profundidades, con el atronador parloteo de las mentes, privados para siempre de la integración recíproca aunque buscaban, hablaban, gimoteaban...
—
Fallo eléctrico general a bordo. Parece que...
— ¿Dónde están los
índices de Soporte Vital? Recibo muy pocos.
Aspiró una bocanada de aire, y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.
Pensó en las bestias de abajo. Había la posibilidad de una alianza natural, ellas conocían lo acuciante de la mortalidad, sentían el acicate inmemorial que llevaba hacia adelante y
vayamos en busca de emocionantes aventuras entre los Injuns.
...en medio de toda la vorágine y el desmoronamiento...
...en el territorio... pero ahora todos estaban en el territorio, en la región de lo extraño. Aunque, vinculados a la Tierra y a los Espumeantes y a los seres mudos, enormes y pródigos en sangre de debajo, mediante ciclos de comunicación, y de muerte inevitable.
—
El Vigilante ha sufrido daños, señor, pero sigue en activo. Registro señales procedentes de
él.
—Maldita sea. No lo hemos conseguido.
—Una señal débil del
Lancer,
nada en el comunicador de la nave.
—Montones de heridos, les cogióa la mayoría en la sala.
— ¿Ted?
¿Quépasa con Ted?
—Nada.
Ted nunca había sido capitán y nunca había tenido una nave.
— ¡
El propulsor estáapagado!
¡Lo ha hecho estallar! No disponemos de ningún medio para ir a casa.
Las voces continuaron resonando, llenas de pánico.
Él había estado aquí antes, en la tierra de la derrota decorosa. Pero ellos no.
Rememoró el clamor de radio que llevaba a los EM por su agostado mundo rojo. Rememoró las atronantes canciones que había oído en el océano situado debajo de sus pies. Rememoró el atropellado mensaje recibido desde la Tierra sólo unas horas antes, acerca del hombre, Warren, y sus palabras deslabazadas sobre los Espumeantes.
Rememoró cómo la humanidad le parecía un mar interminable de conversaciones irreflexivas y automáticas como el respirar.
Toda la miríada de voces,
y yo dije: de acuerdo, eso me conviene.
Podía oírlos a todos —EM, Espumeantes, humanos— desde Viruelas, no era preciso viajar de regreso a la Tierra, y el diálogo orgánico, incesante y demencial, proseguiría.
Nikka musitó.
—Tantos... desaparecidos...
—Sí.
—Ahora estamos... estamos como los Espumeantes. Lejos de casa y sin medio alguno de volver.
Carlos comenzó a sollozar.
Se derrumbó sobre el arenoso hielo púrpura. Lo golpeó con el puño.
— ¡Estamos solos! —gritó—. Todos moriremos aquí.
Hubo un silencio prolongado en la inhóspita llanura pelada. Luego:
—Probablemente —repuso Nigel. Y, por alguna razón, sonrió.
Aguardó a que el Vigilante emergiera.
Nigel continuaba con el corazón desbocado por la incontrolada emoción. Algo en él evocó días de antaño, cuando había sobrevolado la película de aire de la Tierra en un aparato transatmosférico. Se había producido un idéntico tirón constante de aceleración mientras el avión ascendía hasta los leves confines de la atmósfera. Después, la parte del híbrido que era el cohete cobró vida, catapultándole al firmamento azul y negro. De esa manera había ascendido en su primera misión al espacio profundo, al asteroide Ícaro, cubierto de gas. Pero ese pequeño mundo había resultado ser una nave espacial en ruinas y le lanzó a una larga carrera de graves peligros, de desobediencia impropia de un astronauta.
Ahora su corazón recordaba aquellos tiempos. Palpitaba conforme, feliz de ir subiendo en una antorcha hacia la ingravidez. Sintió que menguaba la presión de la aceleración. Flotó con el goce súbito que para un hombre avejentado representaba el retorno de la juventud. Su corazón iluso deseaba el conflicto, la exploración, el entusiasmo, el vacío cruel y la tenebrosa velocidad.
Planeaba sobre Viruelas, dirigiéndose con gracilidad parabólica hacia el Vigilante.
— ¿
Estás bien?
—
preguntó Nikka por el comunicador. Él se volvió y le hizo un ademán. Viajaban en abrazaderas improvisadas, doce personas apelotonadas en la lanzadera espacial pensada para cinco. Carlos estaba apretujado en un lugar intermedio entre ellos, y sus ojos estudiaban la pantalla visora ansiosamente.
Ahora era el momento. Habían despegado de Viruelas y dentro de unos segundos estarían a la vista del Vigilante. Si les veía, podían darse por muertos.
Nigel escudriñó al frente. Sirviéndose de una orden de anulación, pidió un primer plano del Vigilante tan pronto como su contorno se destacara por encima de la estrecha curva del horizonte de Viruelas. Luego buscó el misil que habían lanzado contra el Vigilante. Constituía su única esperanza. Allí. Era una gota gris indistinta que se cernía contra la inexorable negrura del espacio.
Si hubiesen enviado algo metálico contra el Vigilante lo habría detectado rápidamente. Los metales eran el lenguaje y el sustrato de las máquinas. Sus texturas y destellos electromagnéticos eran tan naturales para el Vigilante como la piel y el olor para los humanos. Y ahí residía una vulnerabilidad. O eso suponía Nigel Y apostaba su vida a ello.
Habían pasado días acumulando las extrañas algas pálidas que vivían en el vacío absoluto. La persistencia de la evolución había hecho salir a la superficie, a través de las fisuras del hielo, a la vida nacida en el agua. Allí se había adaptado a un mundo frío, sin aire. Había aprendido a succionar el sustento del hielo. La capa superior del liquen era una armadura resistente, rica en silicio, destinada a detener los penetrantes rayos ultravioleta de la estrella de Viruelas, Ross. Su parte inferior transfería el calor de Ross, fundiendo el hielo minuciosamente y procurando una fotosíntesis de combustión lenta. La legamosa dureza hacía presa tenaz sobre cualquier cosa que encontrara.
Podía sobrevivir en el vacío durante algún tiempo sin adherirse al hielo. Podía resistir el impulso hasta la órbita. Y, lo que era mejor, carecía de entrañas metálicas, era transparente al radar.
Así pues, el reducido grupo de humanos aislados había montado algunos vehículos y fabricado una especie de globo lleno de algas. Tenían que hacer esto mientras el Vigilante se hallaba en el otro lado de Viruelas, para que su actividad no despertase su interés.
Nigel había pasado largas horas escarbando el légamo. Se adhería a su yermo de hielo y roca. Había gruñido por el esfuerzo, mientras lo desprendía. Y había rememorado la jardinería en la remota Pasadena, toda la broza cálida de la vida que perfumaba el aire de la Tierra. El trabajo le había sanado de nuevo. Su cojera se esfumó. Su pulso se hizo firme. Se sentía diez años más joven. No, veinte.
Entonces, despegaron.
—
La bola de limo se estáaproximando al Vigilante
—
emitió alguien.
Nigel se protegió, luego se relajó, sintiéndose ridículo.
En la pantalla, la salpicadura gris giraba hacia el horizonte curvo, unos cuantos minutos por delante de ellos en la órbita. Y, en un instante, como en respuesta al globo lleno de vida, la silueta del Vigilante se cerniría sobre la redondez uniforme de Viruelas. Los segundos eran cruciales.
El Vigilante les vería pronto. Estaban indefensos contra él. Aunque, primero...
Tock.
La carga detonó en el extremo delantero del globo. El sonido del globo dividiéndose llegó hasta Nigel por el comunicador. Un sonido tenue, apagado.
— ¡
Vamos, bola de limo!
Por delante de ellos, la masa gris se expandió. Un disparo orgánico explosivo en...
El accidentado casco del Vigilante descolló sobre Viruelas. Grises dedos se extendieron tanteando hacia él..., lo tocaron... y hormiguearon por la superficie delantera, ahogando al Vigilante en una marea succionadora, hambrienta.
— ¡
Lo consiguió!
— ¡De pleno!
— ¡Cómetelo, bola de limo!
Nigel sonrió. Sintió las fuerzas que fluían en su interior procedentes de alguna fuente enterrada.
Es bastante agradable estar abstractamente en lo cierto. Ello se había dado sobradamente en los años a bordo del Lancer, gracias. Era mucho más apetecible actuar y ganar. Había adelantado la idea de las algas a los demás, casi esperando que la descartaran. Estaba convencido de que, a pesar de todo, seguirían prefiriendo tener a Ted como líder. Al bueno y juicioso Ted. Pero estaban desesperados.
La idea había arraigado.
Al igual que las algas mismas arraigaban ahora, reptaban y se deslizaban por los ojos y oídos del Vigilante. Devorando los delicados sensores. Cegándolos.
Por consiguiente, cuando los humanos en su frágil aparato se aproximaron ningún rayo les respondió.
Nikka emitió.
—
No me gustaría tener sobre míun poco de esa borra comedora de hielo.
—
Toda la vida es un aliado —murmuró Nigel. No todas las respuestas de la vida eran inadecuadas.
Se aprestaba ya para la batalla.
El Vigilante era un laberinto. No resultaba fácil entrar, incluso con los sensores externos cubiertos por las sedientas algas. Tuvieron que quemarlas en el casco para encontrar un camino hacia dentro.
Después de haber conseguido una entrada en una voluminosa compuerta, el grupo de doce se encontró flotando por sinuosos corredores como espaguetis. Algunos se estrechaban hasta apenas una mano de anchura. Otros se ensanchaban hasta dar cabida a un elefante.
Un extraño zumbido se filtraba a través de las paredes lacadas. Tonos fugaces atravesaban el espectro. Nigel siguió a Carlos por un conducto que parecía descender hasta el infinito. Rojos paneles salpicaban de centelleos azarosos los mamparos y el complejo equipamiento. Nigel intentó inferir una pauta en la iluminación, pero en su mayoría, parecía dilapidarse sobre el metal pelado, liso, y sobre la piedra.
El Vigilante era un semiasteroide, como lo fuera el antiguo Ícaro. En el metal y el carbón en bruto de un planeta menor, algo había montado una elaborada tecnología.
Y lo que quiera que hiciese funcionar al Vigilante estaba escondido en algún lugar cercano. Nigel atrajo a Nikka y siguió a Carlos. El silencio del lugar pendía como una admonición. No tuvieron que esperar mucho.
De los agujeros salieron cosas alargadas y parecidas a serpientes. Máquinas más grandes, tubulares y desmañadas bajaron en tropel por algunos corredores laterales.
Muchas de ellas eran inverosímiles. Los humanos abrieron fuego contra las máquinas que se aproximaban con inevitable desespero. Los rayos láser y los haces partieron hacia adelante.
Casi se sorprendieron al ver que sus disparos alcanzaban, certeros y rotundos, a las máquinas. Estallaban los componentes. Los arcos eléctricos refulgían en azul y blanco, luego se esfumaban. Las máquinas se desplomaron hacia delante, fuera de control, y golpearon las paredes.
—
Son tantos
—
exclamó Carlos. Tenía un proyector láser en cada mano y dos reservas de energía ceñidos a él con unas correas.
—
Gírate de costado, asíofrecerás un blanco menor
—
respondió Nikka. —
Por aquí—
indicó Nigel.
Pusieron en fuga a las hordas. Nigel rebotó en tres paredes en rápida sucesión y se precipitó por un tubo angosto. La ingravidez le devolvió los diestros reflejos que había perdido hacía demasiado tiempo. Tan pronto como Carlos y Nikka se sumaron a él, torció por un pasaje lateral. Dos máquinas esbeltas, espejeantes de cerámica vidriada, vinieron a por él. Alcanzó a cada una con un rayo de electrones estrechamente ligados. Carlos empezó a decir:
— ¿
Quéson...?
Nigel emitió una señal por el pasaje que habían abandonado. Una luz carmesí estalló sobre ellos. Un retumbar de muerte electromagnética repercutió en sus líneas de comunicación.
—
Son artilugios implosivos que he fabricado
—
repuso Nigel—.
Difunden ruido electromagnético. Los he estado depositando cada cien metros.
Nikka dijo:
—
Entiendo.
¿Harán explotar a estas criaturas?
—Eso espero.