Así fue. Los enjambres que servían de apoyo al Vigilante fueron hechos para defenderlo de intrusiones. Pero el tiempo realiza su labor incluso con las estólidas máquinas. Aquellas que se consumían eran reemplazadas, pero cada vez que las instrucciones básicas eran grabadas en la memoria de silicio o ferrita, existía una pequeña probabilidad de error. El peso de estos errores se acumulaba, como las hojas otoñales llevadas por el viento a una cavidad fortuita en el patio trasero, formando montones inverosímilmente densos.
Así pues, los asistentes del Vigilante habían involucionado. Eran lentos, tardos y necios en las letales artes de la guerra que la vida jamás podía menospreciar. La proclividad de la humanidad a la guerra rendía sus frutos ahora.
Les llevó horas abrirse paso a través del Vigilante. Había máquinas pequeñas que se abalanzaban contra cualquier figura en movimiento. Algunas estallaban, suicidas. Otras saltaban, emboscadas. Las minas detonaban, desgarrando piernas y pulmones.
Nigel jugó al gato y al ratón por los oscuros corredores. Utilizó el sigilo y las artimañas y, para su propia sorpresa, permaneció con vida.
Más hombres y mujeres partían en lanzaderas desde la base de Viruelas. Se deslizaban a bordo como piratas y se unían a la batalla.
Por último, las máquinas se batieron en retirada. Corriendo, eran incluso menos hábiles. Fueron destrozadas o quemadas con descargas de microondas. Cada máquina luchó hasta el final. Resultaba obvio que quien quiera que hubiese diseñado el Vigilante, no se había parado a pensar en la posibilidad de que fuese abordado. Después de todo, estaba previsto que la inmensa nave bombardeara planetas, quizás incluso que avivara soles hasta una rápida combustión. La lucha mano a mano no era su estilo.
No obstante, más de la mitad de los humanos que entraron en el Vigilante lo abandonaron como cadáveres. Muchos más gemían y sudaban con profundas heridas. Otros se mordisqueaban los labios de dolor e imprecaban con orgullo furibundo, airado. Las últimas máquinas que hallaron, agazapadas en lúgubres escondrijos, fueron reducidas, con gran júbilo, a fragmentos pequeños, retorcidos.
Nunca comprenderían buena parte del laberinto del Vigilante. Era un bosque de superficies vidriadas, cables apretujados, inexplicables amasijos de tecnología, ajena a todas las avenidas del pensamiento de la humanidad.
Pero comprendieron la nave pequeña que encontraron.
Estaba enterrada cerca del centro del vasto complejo. Tenía un curioso brillo blanquiazul, como si el metal estuviese fundido en algún horno inimaginablemente caliente. Pero abrió fácilmente al tocar un panel de control.
Carlos dijo:
—No es del mismo diseño que el resto del Vigilante. Parece más acabado. El Vigilante es sólido aunque tosco. Este ingenio...
Nigel asintió. El vehículo tenía cien metros de largo, aunque continuaba pareciendo minúsculo y valioso comparado con el monstruoso Vigilante. Y sus superficies de arabescos, su aire de ligereza y de veloz gracilidad, expresaban su función.
—Es una nave rápida —observó Nikka, pasando una mano por los circuitos, que se activaron con luz ambarina.
—Estoy de acuerdo —dijo Nigel—. El Vigilante es un trabuco. Esto es un estilete. O una flecha, quizás.
Carlos palpó sus duras superficies con un brillo mortecino de alabastro. Estaban en lo que debía ser una sala de control. Las pantallas florecieron en exposiciones ininteligibles cuando se aproximaron.
—Supongo que los robots volaron en ella —comentó Carlos—. El Vigilante debe haber sido construido alrededor de esto.
—Tal vez. —Nigel reflexionaba. Ya habían hallado evidencias de que el Vigilante era muy antiguo, quizás algo así como un billón de años. Las técnicas para la determinación de la antigüedad mediante isótopos radiactivos eran de gran exactitud, incluso para duraciones tan prolongadas. Si esta nave era más antigua, ello implicaba una civilización de máquinas en una edad remota.
—Me pregunto si podríamos utilizarla, si podríamos descifrar los controles —inquirió Nigel. Carlos se animó.
— ¿Hacerla viajar a la Tierra? ¡Dios mío! ¡Sí!
— ¿A la Tierra? —Nigel no había pensado en eso.
Todos eran intensamente conscientes de ser como pescadores engullidos por una ballena.
En alguna parte del enorme Vigilante se encontraba la inteligencia conductora. Al ser destruidos sus asistentes, se había retirado. Pero no se rendiría.
En algún momento hallaría un medio de devolver el golpe a los parásitos que le habían invadido. El Vigilante disponía de tiempo. Podía hacer movimientos sutiles, deliberados.
Los corredores componían una expresión cavilosa, expectante.
Nadie iba solo a ninguna parte.
Les llevó tres días encontrar el núcleo.
Un tripulante condujo a Nigel a la sala pequeña, compacta, ubicada cerca del centro geométrico de la enorme masa del Vigilante.
—Parece una galería de arte —aseveró Nigel tras inspeccionar durante largo rato las paredes curvadas.
Era un desatino de paredes enmarañadas. Nada se hallaba nivelado con respecto a las paredes. Las superficies pequeñas, ornadas, se topaban unas contra otras, cada una ondulada de detalles incrustados. Los dibujos nadaban, se mezclaban, rezumaban. Una vertiginosa sensación de vuelo recorrió a Nigel mientras contemplaba el deslizarse sin fin de la estructura que atravesaba la estancia.
— ¿Es aquí donde piensa?—preguntó. Un tripulante respondió a su lado.
—Puede ser. Las funciones parecen conducir hasta aquí.
— ¿Qué es eso? —Se abría allí un agujero que mostraba toscos soportes hechos pedazos.
—Un mecanismo de defensa. Acabó con Roselyn cuando entró. Lo reduje con un mezclador.
Nigel reparó en que algunos de los paneles mostraban secas manchas marrones. El Vigilante exigía un alto precio por cada uno de sus secretos. Suspiró y señaló:
— ¿Y eso?
El tripulante se encogió de hombros.
Una pauta iba y venía, como si se tratase de un inmenso naufragio oceánico hundido en las profundidades bajo olas que se desplazaban.
Primero era una línea, luego una elipse, ahora un círculo. Su superficie gorjeaba y se afanaba con tenues detalles. De alguna forma, las paredes parecían contenerlo como una imagen incrustada, persistente contra la lluvia pasajera de hechos menores. Nigel frunció el ceño. Un modo enigmático, extraño, de exhibir información. Si es que era eso.
La secuencia se produjo de nuevo. Línea, óvalo, círculo, óvalo, línea. Entonces, dio con ello.
—Es la galaxia.
— ¿Qué? —Nikka acababa de llegar—. ¿Qué es todo esto?
—Observa. —Señaló—. ¿Ves esta ancha línea de luces minúsculas? Ése es el aspecto que ofrece la galaxia lateralmente. De esa forma la vemos desde la Tierra, en un plano tomado sesgadamente. Ahora observa. —Sus manos arrugadas hendieron el aire.
La línea se ensanchaba, titilando en una cascada de luces. Se configuraba en un óvalo mientras otros datos cruzaban la imagen, como nubes que corrieran por encima de la faz de un continente adormecido. Se encendieron ruegos en el óvalo. Lo atravesaron algunas líneas, apareció un círculo. Los hilos de su interior se distendieron y desbordaron por efecto de la luz. Nigel dijo:
— ¿Percibes los brazos en forma de espiral? Allí. ¿Los tenues contornos sobre esos puntos brillantes?
—Bueno... —Ella parecía titubear—. Es posible.
— ¿Ves esos puntos azules? —Unos puntos de luz azul se destacaban contra el resto de los diminutos destellos. Evidentemente todos eran estrellas—. Pero... Me pregunto qué representan.
— ¿Otros Vigilantes? —inquirió Nikka.
—Podría ser. Pero, piensa. Esto es un mapa de toda la maldita galaxia. —Lo dijo apaciblemente, aunque causó un gran efecto en los demás, que se estaban congregando en la sala atestada—. Vista desde cada ángulo. Lo que significa que alguien, algo, lo ha realizado. Navegó muy por encima del disco y miró hacia abajo. Cartografió las ensenadas de gas, polvo y los viejos soles muertos. Lo vio todo.
En el silencio de la extraña habitación, contemplaron cómo rotaba la galaxia. Se movía con una lentitud constante. Había chispas que se encendían y apagaban, la hacían variar.
Toda una serie de movimientos, solemnes y fantasmales. Mortecinas presencias grises pasaban a través de su superficie. Se detenían. Desaparecían.
Luego, un especialista al que Nigel apenas conocía, un fornido astrónomo, dijo:
—Creo reconocer parte del dibujo.
— ¿Cuál?
— ¿Ves ese cuadrante? Creo que es el nuestro.
A Nigel, ahora que lo señalaba el astrónomo, le pareció un segmento de la galaxia ligeramente más poblado y luminoso que el resto. Frunció el ceño cuando dio la impresión de que se derramaran líquidamente por el segmento como un trozo de tarta.
— ¿Reconoces algunas estrellas?
—En cierto modo —repuso el astrónomo con remilgada precisión—. Estrellas ópticas, no. Pulsares.
— ¿Dónde?
— ¿Ves las de azul intenso?
—Sí, me estaba preguntando...
—Están donde deberían estar los pulsares.
Nigel recordó vagamente que las estrellas de neutrones que rotaban velozmente daban explicación al fenómeno pulsar. Mientras los núcleos compactos de estas densas estrellas giraban, liberaban torrentes de plasma. Tales enjambres luminosos ondeaban como banderas cuando abandonaban la estrella. Emitían ráfagas de ruido radial. Según rotaba una estrella, dirigía estos haces de emisión radial hacia afuera, como un faro proyectando su luz hasta un barco distante. Cuando alguno de aquellos haces intersectaba por casualidad la Tierra, los astrónomos lo veían y medían su frecuencia de barrido.
El astrónomo prosiguió:
—Son muy prominentes en este mapa. Mucho más luminosos de lo que son en realidad.
—Quizá sean importantes —aseveró Nikka.
—Hum. —El astrónomo frunció el ceño. Su cara estaba surcada de arrugas de cansancio, pero la fascinación que producía este lugar borraba el pasado. Incluso en medio de la tragedia, la curiosidad era una picazón que había que rascarse—. Podría ser. ¿Cómo luces de navegación, tal vez?
Nigel pensó en su analogía del faro. ¿Emitían señales a través del ciego abismo?
Aunque había medios más sencillos de hallar el camino entre las estrellas. Volvió a señalar.
— ¿Por qué hay esa gran mancha azul en el centro? El astrónomo pareció más intrigado.
—No hay ningún pulsar en el centro galáctico. Nikka preguntó:
— ¿Qué hay allí? ¿Sólo estrellas?
—Bueno, existe gran cantidad de gas, movimientos turbulentos, acaso un agujero negro. Es la región más activa de toda la galaxia, claro, pero...
Nikka preguntó:
— ¿Podría ser que el centro galáctico y los pulsares tuvieran algo en común?
El astrónomo frunció los labios, como si le disgustara extraer tales conclusiones.
—Bueno... hay gran cantidad de plasma. Nigel inquirió lentamente.
— ¿De qué clase?
—De todas clases —respondió el astrónomo con un tono condescendiente—. Gas caliente que se calienta todavía más. Hasta que los electrones se separan de los iones y todo el sistema se convierte en eléctricamente activo.
Nigel meneó la cabeza, sin saber él mismo a dónde quería ir a parar. Simplemente patinaba e iba hacia donde el hielo le quería llevar.
—Aunque eso no ocurre en torno a los pulsares. Eso lo recuerdo.
El astrónomo parpadeó. En su concentración, el peso de las últimas jornadas se disipó y su cara se suavizó.
— ¡Oh! ¡Oh! Tiene razón. Los pulsares emanan plasma realmente relativista. Sale disparado de la superficie de la estrella de neutrones a casi la velocidad de la luz.
Nigel no estaba de humor para una conferencia. Sin embargo, algo le espoleaba.
— ¿Qué clase de plasma?
—No hay ningún ion pesado, ningún protón digno de mención. Es un conjunto de electrones y sus partículas.
—Positrones —dijo Nigel.
—Exacto, positrones. Los electrones interactúan con los positrones de alguna manera y originan la emisión de radio. Nosotros...
— ¿Y en el centro galáctico? —insistió Nigel. El astrónomo parpadeó.
—Bueno, sí... Hubo un informe hace algún tiempo... Se detectaron positrones en el centro galáctico. —Su voz se quebró, inflamada luego por un maravillado entusiasmo—. Positrones. Si reducen la velocidad, se encuentran con los electrones y ambos se aniquilan. Despiden rayos gamma. Un telescopio de rayos gamma de la Tierra, del grupo de Jacobson creo que era, vio la línea de aniquilación.
Nigel sintió una certidumbre que aumentaba poco a poco.
—Esos puntos azules... Nikka dijo quedamente:
—El Vigilante rastrea la aparición natural de positrones en la galaxia.
El hecho hizo mella en ellos. La labor principal del Vigilante era erradicar la vida orgánica, eso estaba claro. Pero algo había indicado al arcaico artefacto que observara los pulsares y los plasmas de positrones que éstos propagaban por la galaxia. Un fenómeno que ocurría igualmente en el centro galáctico, aunque en una escala mucho mayor, aparentemente, a juzgar por la gran zona azul en el foco mismo del torbellino rotatorio.
El astrónomo dijo, desconcertado:
—Pero no puede haber tantos pulsares en el centro de la galaxia...
—No obstante, ahí está ese globo azul —repuso Nigel.
Algo estaba sucediendo en el centro galáctico. Algo importante.
Y la civilización de máquinas lo consideraba vital, quizá tan importante como la eliminación de la levadura orgánica que tanto aborrecían.
Nigel dijo quedamente, con una creciente certidumbre:
—Si hemos de habérnoslas alguna vez con estas cosas, con sus Vigilantes y
Snarks
y todo su condenado zoo mecánico... hemos de enfrentarnos a ellos.
Nikka entendió a qué se refería.
—Pero... ¡La Tierra! Ahora podemos regresar. Hay tanto que hacer.
Él meneó la cabeza. Recorrió la estancia con la mirada. Observó la miríada de láminas deslizantes de pensamiento alienígena y extraño diseño y contempló la luminiscencia reflejada sobre los rostros demacrados.
Rostros perseguidos por una inteligencia voraz e inflexible. Rostros llenos de arrugas y exhaustos por la silenciosa ansiedad que todos experimentaban con sólo estar aquí.
El Vigilante no les daría tregua. Tenían que partir. Seguir adelante.