Estaban rodeados. Los medio muertos se acercaban a ellos desde todas partes, con cuchillos en sus huesudas manos. Había al menos una docena que iba en línea recta hacia Clara y Glauer. Ella aún oía algún disparo, de vez en cuando, pero sonaban a lo lejos, demasiado lejos para abrigar alguna esperanza de recibir refuerzos.
—¿Cómo estás de munición? —preguntó Glauer.
—Ni idea, y no tengo tiempo de comprobarlo. Pero no debe quedarme mucha. ¿Y tú?
Le enseñó las manos vacías.
—Ese bastardo me ha quitado el arma.
—Mierda —dijo Clara.
—Caeremos luchando, ¿vale? No nos rendiremos.
—Es mejor que permitir que nos mate Malvern.
—Sí —convino Glauer—. Es lo mejor.
Clara miró lo que él señalaba, un medio muerto armado con un machete. Aferraba el arma con ambas manos y la alzaba por encima de la cabeza. Ella apuntó con la pistola y le disparó a los bíceps. Los brazos se le cayeron de los hombros pero no soltaron el machete. Le volvió a disparar, esta vez al pecho. Giró hacia un lado, pero luego se recobró y avanzó un paso hacia ella. Clara preparó el siguiente disparo, esta vez apuntando a la frente, y…
La pistola chasqueó. Se había quedado sin balas.
Los medio muertos rieron como locos y echaron a correr hacia ellos, pues sabían que ya no tenían nada que temer. Clara le lanzó la pistola al que tenía más cerca, y luego flexionó las piernas para adoptar una posición de lucha, con los puños cerrados.
Ya había estado antes en situaciones cercanas a la muerte. Muchas veces. En ocasiones se apoderaba de ella una calma escalofriante. Otras se sentía como si estuviese fuera de su propio cuerpo, observando lo que sucedía con crítico distanciamiento.
Esta vez simplemente sentía pavor.
—Me alegro de haberte conocido —gritó Glauer, y a continuación se lanzó contra los medio muertos que se acercaban a la carrera.
—¡No! —gritó Clara.
Oyó que algo de madera se rompía detrás de su cabeza, con una detonación parecida a la de un disparo apagado. No tenía ni idea de qué había hecho ese ruido, ni le importaba. Pero sí que logró gritar cuando la puerta de la casa prefabricada se abrió de golpe.
Urie Polder salió con paso tambaleante. Su brazo de madera estaba roto cerca del hombro. Su otra mano se alzó hacia el rostro, y a la luz que salía por la puerta de la casa Clara vio que tenía la palma llena de una especie de polvo destellante.
Inspiró profundamente, luego sopló con fuerza el polvo y lo hizo volar hacia fuera en una nube de luz chispeante. En su mano no podía haber habido más de quince gramos de polvo, pero la nube que se formó fue creciendo y creciendo, hinchándose al flotar hacia los medio muertos.
Cuando el polvo brillante los tocó, empezaron a gritar. Dejaron caer las armas y se pusieron a rascarse como maníacos la piel que llevaban al descubierto, arrancándose la que les quedaba, rascando hasta que los huesos de los dedos atravesaron correosos músculos rosados, rascando hasta hacerse pedazos ellos mismos. Continuaban gritando mucho después de haber caído. Parecía que no iban a dejar de gritar nunca.
Glauer había estado trabado en una llave de lucha con uno de los medio muertos. El polvo no pareció afectarlo a él en lo más mínimo, pero sus ojos se abrieron de par en par cuando la criatura que sujetaba se hizo pedazos entre sus manos. La arrojó lejos de sí, y luego volvió corriendo a la casa prefabricada y le hizo un gesto de asentimiento a Urie Polder.
—Hum… con eso bastará —dijo Polder.
El hombre estaba empapado, y tan helado que su sangre circulaba como hielo por sus venas. Estaba herido, con los huesos golpeados y astillados, la cara convertida en una máscara de agonía. Sin embargo, aquel hombre tenía algo… algo que asustaba a Justinia hasta la médula, una resolución desesperada que sabía que haría de él un enemigo temible
.
Para empezar, sujetaba el corazón de Lares en la mano izquierda como si fuera una manzana negra, como si fuera a darle un mordisco en cualquier momento. Lares cayó hacia atrás, golpeando contra el suelo del barco como un martillo, y sus talones tamborilearon sobre la madera
.
Los otros, los viejos, se arrastraron fuera de los ataúdes, pensando en nada más que en matar al humano y beber su sangre. ¡Y qué premio sería aquella criatura que había matado al defensor de todos ellos!
Justinia no sentía congoja ninguna por Lares. Al igual que todos sus caballeros protectores, no había sabido protegerse él mismo. No merecía para nada su congoja. Se limitó a observar con ojos calculadores mientras los otros se arrastraban hacia el humano, y supo que aquello no era lo adecuado, que no había manera de que aquello acabara bien
.
El hombre los apartó a patadas mientras las mandíbulas de ellos chasqueaban en el aire que rodeaba sus pies. En el estado de debilidad en que se encontraban no podían hacer nada para detenerlo. Un solo hombre que prevalecía contra media docena de vampiros… era una vergüenza. ¡Qué bajo habían caído! El hombre derramó combustible por la bodega del barco, un hedor terrible que ofendió el recuperado sentido del olfato de Justinia. Y luego les prendió fuego a todos y los dejó. Su obra había concluido
.
Los otros gritaban dentro de la cabeza de ella
.
«¡Sangre!»
«Sin sangre no podemos… »
«… tenemos que beber la suya… »
«¡Me quemo! ¡Me quemo! »
«¡Bebed su sangre, traédmela! »
Se manoteaban unos a otros… manos en llamas se tendían hacia los demás… en busca de esperanza, de una ayuda que no llegaría… Las llamas estallaron en el espacio cerrado mientras ellos intentaban desesperadamente arrastrarse de vuelta a los ataúdes, a alguna ilusión de seguridad
.
Justinia trabajó en su hechizo, el que le había enseñado Vincombe. Sólo ella parecía tener la presencia de ánimo necesaria para protegerse, para actuar de modo racional
.
Para, tal vez, sobrevivir
.
El ataúd más cercano no era el suyo. Pertenecía a un arrugado vampiro parecido a un murciélago, una criatura de la Ilustración, tan vanidosa que había obligado a Lares a ponerle una peluca sobre la marchita cabeza, aunque no hubiera nadie para verla. Justinia se arrastró por el suelo con un esquelético brazo para llegar hasta ese ataúd. Durante los veinte años pasados bajo los cuidados de Lares había recuperado un rastro de fuerza. Iba a tener que bastar
.
Sintió que unos dedos huesudos le aferraban un tobillo desde detrás. Dedicó la energía suficiente a mirar detrás de sí y ver a otro de los protegidos de Lares (uno que se atrevía a afirmar que había visto caer Roma), que tiraba de ella hacia las llamas
.
«Consigue sangre para mí —le dijo con el pensamiento—. Necesito sangre.»
«
Consíguetela tú mismo, pedazo de pagano», respondió ella, de igual modo, y lo apartó de una patada. Se metió en el ataúd cuando las llamas ya lamían sus laterales, mientras crepitaba la marchita carne del vampiro que había dejado atrás
.
Luego cerró bien la tapa sobre sí, cerró los ojos con fuerza y abrigó la esperanza de que bastara con eso
.
Las llamas rugieron y luego, de modo muy repentino, fueron reemplazadas por un terrible siseo, como si una serpiente gigante se hubiera tragado entero su ataúd. Sintió que el suelo se hundía bajo ella, sintió que el agua presionaba por todos lados al desmoronarse y hundirse el barco. Un agua gélida empezó a entrar a chorros por los bordes de la tapa del ataúd, pero ella no podía hacer nada para impedirlo, sólo era capaz de sujetar la tapa con las últimas fuerzas que le quedaban, mantener cerrado el ataúd mientras se hundía en las profundidades sin luz
.
Era todo lo que podía hacer. Tendría que bastar
.
Sintió como los otros morían, uno a uno. Sintió que sus mentes se desvanecían como pesadillas terribles al despertar, sintió sus últimos gritos. Y continuó hundiéndose. El sol estaba saliendo en el mundo de arriba. Ya casi había amanecido. No iba a poder sujetar la tapa durante mucho más tiempo cuando saliera el sol. El agua entraría como un torrente, y quizá esparciría sus huesos. Aquélla podría ser la última trampa que hiciera, las últimas cartas repartidas por el tapete verde. Podría ser el fin
.
Podría ser. Podría ser su muerte
.
Durante casi trescientos años había esperado aquello. A veces lo había anhelado. A veces había luchado con uñas y dientes contra esa posibilidad. Se aferraba a la tapa porque no podía hacer nada más. Y entonces…
El sol salió, aunque ella no pudiera verlo, y su mente desapareció, como hacía cada mañana, arrastrada por la luz
.
Nunca sabría qué había sucedido aquel día. Cómo la habían encontrado, ni cómo habían sacado sus huesos del fondo del río. A la noche siguiente despertó rodeada por el ruido de una maquinaria que bombeaba y parecía chillar. Sobre sábanas frescas almidonadas. Al despertar vio hombres a su alrededor. Y vio la sangre que corría por las venas de todos ellos. Corría rápido… Le tenían miedo
.
Ella habría querido sonreír, pero carecía de fuerzas para hacerlo
.
Una cara se inclinó sobre ella. Una cara que conocía aunque la había visto sólo una vez antes. La cara del hombre medio ahogado que había matado a Lares
.
—
Me llamo Jameson Arkeley —le dijo—. El tribunal ha dictaminado que no tengo permiso para matarte. Que no puede relacionársete con ningún delito, así que no se te puede ejecutar. Pero el tribunal no ha especificado que tenga que ser amable contigo. No ha dicho que no pueda torturarte para conseguir información. No ha dicho que no pueda convertir tu vida en un infierno
.
«Pregunta lo que quieras saber, y hablaré —le contestó Justinia—. Aunque la información tendrá un precio.» Estaba más que dispuesta a cambiar todos sus secretos por otra gota de sangre
.
Él no pareció oírla
.
—
Me trae sin cuidado quién eres y quién has sido —prosiguió él—. Han muerto muchos hombres buenos, y tú no. Te odio por eso. A partir de este momento, perra, eres mía
.
La bravuconada de él no logró asustarla. Porque había visto algo en sus ojos… una oscuridad que conocía bien. Una oscuridad que habían compartido todos sus hombres
.
«¿Lo soy? —se preguntó—. ¿Soy tuya, mi querido Jameson? ¿Seré tu amante, entonces?»
Tal vez… tal vez no. Pero al mirar a los hombres que la rodeaban, a los médicos y policías que habían ido a observarla, lo supo. Lo supo con certeza: uno de ellos la serviría. Daba la impresión de que tendría la suerte de jugar una última mano, de repartir cartas otra vez
.
Clara se volvió en busca de amenazas… y no halló ninguna. Todos los medio muertos de los alrededores habían caído; sus huesos aún se estremecían, sus gritos se habían convertido en lastimeros gemidos. Uno a uno fueron callando.
—Eh… gracias —dijo Clara—. ¿Qué demonios era eso?
—Polvo de
goofer
—dijo Urie Polder—. Tierra de sepultura y piel de víbora de cascabel, básicamente. —Como si eso lo explicara todo—. Ésta es la casa de Heather. Es una suerte que estuviera un poco preparado. Ojalá tuviera un poco más.
—Sí —dijo Clara, y se volvió otra vez a observar la oscuridad. No pudo ver mucho, pero decididamente había más medio muertos por ahí, moviéndose entre las sombras. Pero se dio cuenta de que no todas esas sombras eran enemigos.
Algunos de ellos eran brujetos. Estaba claro que habían decidido que los policías no podían protegerles, y habían tomado el asunto en sus manos. Clara podía distinguir a Heather que, con las manos alzadas, hacía complicados gestos que causaban el estallido de los medio muertos cuando pasaba a su lado. Vio a una mujer con sombrerito que sujetaba una vara fina. Cuando apuntaba a un medio muerto con ella, la criatura se ponía rígida y quedaba inmóvil, con las manos a los costados. Eso le daba tiempo a un hombre que llevaba una sotabarba a volarle la cabeza con una escopeta.
Otros brujetos registraban los cuerpos que sembraban el claro, ayudaban a los pocos policías supervivientes a levantarse, o les prestaban los primeros auxilios a los que no eran capaces de ponerse de pie.
Había acabado. La batalla había terminado… tan de repente que el cuerpo de Clara no parecía poder creerlo. Sus brazos continuaban contrayéndose, intentando desenfundar. Los policías habían sufrido una derrota aplastante, con bajas terribles. Pero había acabado. No salían más medio muertos gritando del bosque. No aparecieron más suicidas con bombas. De los árboles no cayeron más maníacos entre risitas ahogadas.
Los brujetos habían salvado el día. Al menos por el momento.
—Me alegro de que estéis de nuestra parte —dijo Clara.
—Los medio muertos son un tipo de ser antinatural —le dijo Urie Polder—. Nuestro arte es bien efectivo contra ese tipo de cosas. Bastante más que contra sus amigos policías. Hum… y ninguno de nosotros es rival para Malvern.
—Tal vez ya no vendrá ahora que hemos derrotado a sus soldados —señaló Clara. Pero incluso mientras lo decía sabía que era una vana ilusión.
—Ya viene —replicó Polder con un suspiro triste—. Lo percibo.
—¿Puede percibirla?
—Yo no tengo la visión mágica de Patience. Pero la percibo de todos modos. La cosa que mató a mi esposa… la reconocería en cualquier parte.
Clara sólo pudo quedarse mirándolo con terror.
Polder cerró los ojos y asintió.
—Ha atravesado el cordón de teleplasma, hum… Ni siquiera va más lenta. Tenemos diez minutos, quizás, antes de que llegue. Será mejor prepararse.
Clara se mordió el labio e intentó no pensar en lo que se avecinaba. Miró a Urie Polder de arriba abajo y vio, como si fuera la primera vez, el tocón que era cuanto quedaba de su brazo de madera.
—Está herido —dijo Clara.
—Parecía la mejor manera de quitarse esas esposas —respondió Polder.
—Joder, ¿usted… usted se rompió su propio brazo para soltarse?
—Dolió un poco. Patience aún está dentro, todavía esposada. ¿Quiere ayudarme soltándola? —preguntó Polder.
Clara corrió al interior y encontró a la adolescente aún esposada a la pequeña mesa.