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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (15 page)

—¿No?

—Mira, cuando camina, un vampiro deja rastros. Una especie de inmundicia en la tierra. Hace que a las cosas les cueste crecer donde ha pisado el vampiro. No percibo eso ahora.

—Vale, pues sería un medio muerto. Uno de los siervos medio muertos de ella.

—Puede que sí.

—No tiene importancia. Debemos presuponer que se trata de ella, que nos ha encontrado. ¿Vale?

Polder no se mostró en desacuerdo.

Ella quería realizar más preparativos, concentrarse más en la tarea inmediata. Sin embargo, había algo raro en el sótano de Urie Polder. Una sensación de paz que ella no sentía realmente, pero que le era… impuesta. No, no se trataba de eso. No era algo tan invasivo. Pero el signo hex tenía algo que la hacía sentir en calma cuando lo miraba.

—Este signo —dijo— está haciéndole algo a mi cabeza.

Urie Polder rió.

—No es nada tan siniestro. Éste es mi lugar seguro. No hay muchas cosas que puedan atravesar estas líneas. Ah, no pararán las balas, ni a un monstruo desbocado. Pero, hum, las preocupaciones cotidianas se quedan fuera, revoloteando en torno al borde porque quieren entrar pero no pueden.

—Eso tiene que ser agradable —dijo Caxton, aunque estaba pensando en lo peligroso que podría resultar algo así. La gente que no tenía magia usaba drogas para sentirse de ese modo. Sacudió la cabeza.

—Magia… Cuando era niña solía oír historias. Mi padre, que era sheriff del condado, me contó historias sobre cosas que él había visto en los oscuros caminos rurales. Pero nosotros nunca las creímos de verdad, ya sabes. —Pensó en quién era la persona con la que estaba hablando—. No, es imposible que lo sepas. Fuera de esta hondonada la gente cree en la ciencia. Aquí es diferente.

— Hum, siempre he sido un gran partidario de la ciencia.

—¿De verdad?

—La ciencia tiene algo de sentido, ¿no? Siempre funciona. Es respetable. La magia no funciona así. Cualquiera que practique la magia conoce esa frustración que se siente cuando un encantamiento que ha funcionado un millar de veces, deja de hacerlo de repente. Y uno no sabe por qué.

Caxton hizo una mueca.

—Yo cuento con tu magia para lo que se avecina.

—Pues eres tonta. —Pero sonreía.

—Pero ¿cómo funciona la magia, en realidad?

—Me encantaría saberlo. Nadie tiene ni la más remota idea, si quieres que te diga la verdad. —Polder se frotó la cara con los dedos de madera—. Es como un libro de cocina que pasa de madre a hijo durante generaciones. Tú sabes que las recetas sirven para algo. Y las pruebas tú mismo, y a lo mejor consigues lo que querías. Pero nadie sabe de dónde salieron esas recetas. Nadie sabe por qué funcionan. Simplemente tienes que confiar en que lo hacen. Y si a ti no te funcionan, no hay a quién recurrir.

—Tú pareces lograr que funcione de manera bastante fiable.

Polder meneó la cabeza.

—No es que no me haya costado. —Alzó el hombro de madera y lo dejó caer otra vez—. Los hay que pueden hacerlo mejor que otros, eso es todo. Mi Patience tiene un verdadero don. En La Hondonada, están Heather y Glynnis, ellas tienen magia de verdad. Pero si nos reúnes a todos, ni siquiera tenemos el poder que poseían en el dedo meñique Astarte Arkeley o mi Vesta, que en la paz de Dios esté.

Caxton asintió. No había llegado a conocer a Astarte Arkeley cuando estaba viva, sólo había hablado con ella por teléfono, pero por lo que había oído contar, Astarte había sido una maga poderosa. A Vesta Polder sí que la había conocido. Vesta había sido una buena amiga de Caxton, aunque la bruja la había hecho cagarse de miedo. Para Jameson Arkeley había sido algo más que una simple amiga, al menos cuando vivía. Vesta había sido una gran aliada contra los vampiros, y luego Jameson la había asesinado. Había ido a por todas las personas que alguna vez había amado cuando era humano. Había matado a su propia mujer, y a su amante.

Por primera vez, ella se dio cuenta de la conexión que existía entre ambas.

Jameson no había escogido a su esposa ni a su amante porque fueran hermosas, ni porque supieran cocinar, ni por ninguna otra razón normal. Las había elegido porque eran brujas. Al parecer, el hermano de él también había tenido talento, aunque no llegaba al nivel de Urie Polder. Y sus hijos habían sido iniciados en los círculos mágicos. Él se había asegurado de que así fuera.

Había intentado montar la misma trampa que ella estaba tendiendo. Jameson Arkeley, el muy hijo de puta. Había ido siempre muy por delante de ella. No sentía afecto por los brujetos, sino que los coleccionaba. Hacía que se quisieran los unos a los otros, hacía que se unieran como un ejército que pudiera luchar contra los vampiros.

Cuando se convirtió él mismo en vampiro, lo primero que hizo fue matar a toda la gente que había reunido. Por entonces, ella había pensado que sólo intentaba cortar los vínculos con su propia humanidad, que había ido a por su propia familia porque no podía soportar pensar en lo que se había convertido. Pero siempre había sido más inteligente que eso.

Había estado intentando eliminar una peligrosa amenaza. Las familias de brujetos —los Polder y los Arkeley— se contaban entre las pocas personas del mundo que podían acabar con él. Así que debían desaparecer.

—Te tienen miedo —dijo Caxton—. Los vampiros tienen miedo de la magia.

—Te he dicho que no sé quién escribió el libro de cocina —dijo Polder—, pero sí que sé por qué se escribió. Hum, para darnos una oportunidad contra ellos.

—Claro. Antes de que existieran las armas de fuego, necesitábamos algo que nos permitiera defendernos de los vampiros. Así que por eso se inventó la magia.

—La cosa es más complicada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

—¿Quién crees que fue el primero que escribió el libro de cocina?

Ella captó de inmediato lo que quería decir.

—Las oraciones que usas tú son iguales que sus hechizos —dijo, con un susurro—. Ay, Dios mío…

—Hasta la última pizca de magia que poseo, cada hechizo, cada encantamiento. Tardamos años en aprender, y el precio que pagamos es elevado. Y todo para hacer lo que ellos pueden hacer sin el más mínimo esfuerzo.

— Ay, la hostia —dijo Caxton—. Como Prometeo cuando les robó el fuego a los dioses. Vuestros antepasados les robaron la magia a los vampiros. —Entonces se le ocurrió algo—. Justinia Malvern es una maestra de los hechizos. Los otros vampiros a los que he conocido, incluso el viejo Alva Griest, decían que ella era cien veces mejor con los hechizos que cualquiera de ellos. No tienes la más remota posibilidad contra Malvern, ¿verdad?

Era algo cruel de decir, e incluso Urie Polder, el Urie Polder calmado, callado, cuyo talante era el de un monje zen, se sintió herido por las palabras de ella. Su rostro se ensombreció por un momento, como si fuera a responder con otra crueldad.

Pero el signo hex del suelo del sótano obró su magia y el enojo abandonó su semblante.

—Haré todo lo que pueda, ya verás cómo lo hago —respondió con una sonrisa triste.

—Lo… siento —dijo Caxton, aunque le costó tener ese sentimiento—. Mira, de todos modos tenemos otras defensas.

—Sí.

—La cueva —dijo Caxton, mientras se frotaba el caballete de la nariz—. Está preparada, ¿verdad? Todo lo preparada que puede estar. Es allí donde acabará la cosa. Tengo una… sensación.

—¿Estás desarrollando un don, precisamente ahora?

Ella negó con la cabeza.

—Es sólo una corazonada. —Y tenía otra—. Escucha —dijo—. Hace años, cuando te conocí… cuando Arkeley me llevó a conocerte, tú me enseñaste lo que tenías dentro del granero. Aquella noche, Vesta me echó las cartas y me regaló un pequeño amuleto para protegerme contra los vampiros. ¿Lo recuerdas?

—Hum…

—No lo hizo gratis. Cuando pidió que se le pagara, Arkeley te dio algo a ti, una bolsita…

—Todavía la tengo —dijo Polder. Se puso de pie y se acercó al banco de trabajo que tenía contra la pared opuesta. Sobre el banco había una piel de fantasma, un brillante trozo iridiscente de lo que podría haber sido cuero pero, decididamente, no lo era. Resultaba difícil mirarlo. Polder no le hizo el menor caso y metió una mano dentro de un cajón que había debajo. Sacó la bolsita, y luego vació el contenido en las manos ahuecadas de ella. Uno tras otro, cayeron de dentro de la bolsita, afilados y blancos.

Treinta y dos en total. Treinta y dos colmillos. Jameson Arkeley los había arrancado personalmente de la mandíbula del vampiro Congreve con un par de alicates. Congreve había sido el primer vampiro que Caxton había conocido. El primero que había ayudado a matar.

—Entonces, cuando te llevó esto, Vesta dijo que ya les encontrarías una utilidad. Pero nunca lo hiciste. Los guardaste para cuando los necesitáramos de verdad. Has estado esperando esto, ¿verdad? Igual que yo.

—Así es. Y sé exactamente qué hacer con ellos. No te preocupes más, muchacha. Estará listo a tiempo.

1972

Mientras huía de una muchedumbre de aspirantes a cazavampiros, ella reía y saltaba de un tejado a otro, esquivando con facilidad sus balas y sus espadas. Aquello de ser, por una vez, la presa en lugar de la cazadora, era una diversión agradable. En especial porque sabía que ellos nunca podrían vencer. Saltó desde lo alto de una posada para atravesar la calle volando con gracilidad, preparándose ya para aterrizar como un felino sobre el tejado del establo del otro lado
.

Debajo de ella, los caballos se volvieron locos, pateando dentro de los compartimentos, coceando las puertas para intentar escapar, para recuperar la libertad. Tal vez la distrajeron con sus irritantes ruidos, quizá simplemente calculó mal la distancia
.

Como fuera, el caso es que cayó
.

Continuó riendo durante toda la caída, mientras el suelo parecía ascender hacia ella a toda velocidad. ¿Y qué, si chocaba con la tierra? Su cuerpo se curaría. Incluso cuando se le rompió un fémur a causa del impacto, ella reía
.

Sintió que los fragmentos de hueso de su pierna volvían a unirse, a restablecerse. Se puso en pie de un salto…

… y volvió a caer. La pierna no estaba del todo curada. Sintió que se le rompían huesos nuevos. Entonces dejó de reír
.

Aquella noche logró escapar. Pero había estado muy a punto de no lograrlo. Su perfecto cuerpo de vampiro la había traicionado. No quería pensar en lo que eso significaba
.

A la noche siguiente, cuando se levantó del ataúd, tendió automáticamente una mano hacia su vestido. Pero antes de ponérselo se volvió y miró el espejo del rincón. No había estudiado su reflejo en años. No había vanidad en ella. Sin embargo, esa noche no pudo evitar mirar. Como alguien que se rasca una picadura de insecto, no pudo resistirse
.

Justinia miró el espejo y en él vio muerte. No fue una experiencia tan agradable como una vez había creído que sería
.

¿Dónde estaba la muchacha que no había tenido miedo?

Ahora era vieja. Sus pechos eran sacos vacíos que colgaban. Las arrugas de su cara eran como grietas de una máscara de porcelana. Sus brazos, en otros tiempos gráciles y fuertes, parecían palillos de los que colgaban flojos pliegues de carne blanca
.

Sangre. Lo único que necesitaba era más sangre. Seguro que unas pocas víctimas más bastarían para restablecerla. Tenía que salir a cazar, y beber en abundancia de la vida que se apiñaba en multitudes a su alrededor en aquella ciudad. Tantos corazones palpitantes allí fuera, tanta sangre…

Nunca iba a ser suficiente
.

Cerró los ojos y sollozó hasta que unos regueros de sangre del color de la herrumbre bajaron por sus mejillas y cayeron sobre sus rodillas. En otra época había sido impávida, había abrazado la gran apuesta del destino, la inevitabilidad de la muerte, el descanso y el consuelo que traería consigo. Eso era lo que había atraído a Vincombe hacia ella. Lo había convencido de que ella era digna de su don
.

Había sido un estúpido. Pero ella también
.

Ella no había temido a la muerte, porque su vida no había sido dulce. Ahora, con todo el poder de su nuevo cuerpo, con toda su fuerza, tenía algo que perder. No volver a salir nunca más por la noche, no volver a pasearse bajo la luna, rodeada por el olor de la sangre, por las venas que palpitaban y relumbraban en la oscuridad… no volver a saltar y correr por el bosque nunca más, cuando era una bestia más temible que cualquier tigre… No volver a sentir el sabor de la sangre nunca más…

Era aterrador
.

Abrió los ojos y volvió a mirarse. Tal vez, pensó, los estragos del tiempo le darían tanto asco que recuperaría la falta de miedo. Quizá aceptaría que ya había jugado todas sus cartas y que era hora de acabar. Entonces se arrancaría ella misma el corazón y gritaría, pero sólo durante un momento, y luego la arrasadora marea de oscuridad, de olvido…

Pero en el espejo no vio oscuridad, sino el blanco cremoso perfecto de su cara. Y allí, en el centro, su único ojo encarnado
.

Un as rojo en un campo blanco
.

El as de corazones
.

Una de las cartas más fuertes de la baraja. Siempre que tu mano tuviera el as de corazones, ninguna apuesta estaba realmente perdida, se dijo. Siempre se podía recurrir a un truco nuevo
.

Un as…

Podía continuar. Podría continuar para siempre. No como había sido, no tan fuerte. Pero había esperanza, con sólo un as bastaba para tener esperanza. Había un futuro, una continuación. Que tuviera que temerle a la muerte no significaba que no pudiera hacerle trampas
.

Sin embargo supo, por primera vez en su vida, que no iba a tener las fuerzas suficientes para ganar la partida en solitario. Supo que necesitaría ayuda. A fin de cuentas, si un as significaba esperanza, cuánto mejor no era tener un par de ellos…

22

Cuando Glauer salió del despacho de Fetlock, estaba blanco como el papel. Clara se encontraba sentada en una de las incómodas sillas que había fuera, esperando su turno. Le lanzó a Glauer una mirada significativa. Él se la mantuvo por un momento, y luego desvió la vista.

—¿Agente especial Hsu? Ya puede recibirla.

Clara levantó la mirada de pronto, como si no pudiera recordar dónde estaba. La ayudante de Getlock —ya no las llamaban secretarias— le dedicó una sonrisa compasiva. Clara intentó responder con una sonrisa chulesca. Y supo que había fracasado. Luego se levantó, se alisó la falda y entró en la guarida del león.

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