Debía de estar intentando decirle algo en concreto. Y ella estaba demasiado alterada para conjeturar de qué podía tratarse.
—Por supuesto, ella no empezó siendo así. Yo no la conocí hasta que fue a Gettysburg, para entonces ya estaba bastante acelerada. Pero todavía había un ser humano debajo de su disfraz de chica dura. Tú la conociste antes de eso. Tuviste que ver algo tierno en su interior. Algo que poder atesorar.
«Tantas cosas
…»
, pensó Clara. Ella había sido… Laura había sido bondadosa, y, y, las personas le importaban, había querido salvarlas, a todas. Había querido protegerlas. En algún punto del camino había cambiado. Había pasado de querer salvar a la gente a querer matar vampiros. Punto.
—Fue Jameson Arkeley quien la volvió dura como una piedra. Le enseñó cómo dejarlo todo a un lado y concentrarse. Concentrarse de verdad en patear culos. Cada día se volvía un poco más como él.
—Tuvo que hacerlo —dijo Clara.
—¿De verdad? —Glauer se encogió de hombros. No parecía interesado en discutir ese punto—. Tú todavía tienes una posibilidad —dijo—. Creo que Fetlock tuvo razón al despedirte.
Ella se irguió, con la espalda muy recta, y lo miró fijamente a la cara. Él le devolvió la mirada sin la más leve expresión en el rostro. Tenía ganas de abofetearlo.
—Arkeley luchó contra los vampiros hasta que se convirtió en un monstruo. Caxton luchó contra ellos hasta convertirse en una delincuente. Ahora tú les quitas importancia a las heridas. Estás persiguiendo muertos a través de medio estado, intentando arrancarles respuestas por el medio que sea. Ahora tú estás convirtiéndote en algo que podrías acabar odiando.
—Tal vez… tal vez Laura volverá a quererme si me parezco más a ella.
—No. Eso no hará que te quiera. Podrías, pasado mucho tiempo, ganarte una especie de reacio respeto por parte de ella. Igual que ella consiguió un poquitín por parte de Arkeley. Pero él nunca la quiso por volverse como él. Él nunca quiso a nadie. Sólo se alegraba de que hubiera alguien que continuaría luchando cuando él hubiese desaparecido.
Clara asintió. Glauer tenía razón. Había visto cómo se comportaban Laura y Arkeley cuando estaban el uno con el otro. Había sentido celos. Que Dios la perdonara.
Glauer sacó un bloc de notas de un bolsillo, y un bolígrafo de otro. Escribió algo, luego arrancó la hoja y la dejó sobre el asiento, junto a ella.
—¿Qué es eso? —preguntó Clara.
—La dirección de Simon Arkeley. Ahora márchate, y, si quieres, cógela. O puedes dejarla donde está y marcharte a tener una vida aceptable. Sé que voy a lamentar haberte ofrecido esta alternativa. Pero es necesario que decidas por ti misma. Déjalo ya. Deja que los polis se ocupen de los vampiros, y márchate a hacer lo que te apetezca. Cualquier cosa que te guste hacer. Trabaja como experto forense, si quieres, pero hazlo en otra parte.
—¿O?
—O recoge este papelito.
Clara se puso de pie. Se apartó los mechones de pelo de la cara.
—Esto no es justo. No puedes hacerme decidir así.
—Yo no estoy haciéndote hacer nada.
Ella salió entonces de la consulta sin mirarlo a los ojos. No le dijo adiós ni vete a tomar por el culo. Aunque más o menos era lo que quería hacer. No hizo nada.
Salvo coger el papelito.
Se llamaba Thomas Easling y era esclavo de la arpía de su mujer
.
Para Justinia, él era el futuro. Era la vida
.
No era un hombre guapo. Tendía a la gordura, y a medida que lo observaba envejecer (porque era una partida muy larga la que ella estaba jugando, y tardó años en estar segura de que era el hombre correcto), los carrillos se le descolgaban cada vez más, hasta darle el aire de un perro bulldog melancólico
.
Si él hubiera sido sólo un inútil, un perdedor, puede que lo hubiera rechazado y escogido a otro. Pero en aquel rostro que suspiraba había dos ojos en los que ardía otra cosa. Un odio acumulado y relumbrante. Un ansia de desgarrar y destruir
.
Una noche se sentó en el tejado de su casa, cerró los ojos y escuchó la disputa que tenía lugar en el interior
.
Era sobre dinero, por supuesto. El dinero. ¡Cómo se obsesionaban los vivos con él¡ ¡Como si pudiera comprar todo lo valioso! Al parecer, Thomas Easling había gastado demasiado en un regalo para un colega de la casa comercial donde trabajaba. Había intentado allanarse el camino hacia un ascenso, pero el colega se había limitado a devolverle el regalo, en forma de una botella de vino. Y la mujer de Easling, una metodista devota, ni siquiera bebía
.
Lo que siguió no fue tanto una discusión como una enumeración de todos los aspectos en los que él le había fallado. Él no dijo gran cosa a modo de réplica, aparte de mostrarse de acuerdo con los argumentos de ella. Uno tras otro
.
Al fin, todo acabó. La mujer salió como una tromba de la casa con la intención de ir a la bodega del barrio. Quería vender la botella por lo que quisieran darle
.
Era lo que Justinia había estado esperando
.
Se deslizó al interior a través de la ventana del segundo piso de la casa. Se encontró, como había esperado, en el dormitorio de Easling. Como muchos casados de la época, tenían habitaciones separadas. Si se hubieran visto obligados a compartir la cama, se habrían asesinado el uno al otro hacía tiempo
.
Justinia oyó que Easling subía la escalera. Tenía que moverse con rapidez. Tras quitarse el vestido, entonó las palabras de un hechizo que le había enseñado Vincombe. Difícilmente podría tentar a un hombre con su propio aspecto, ni siquiera a uno que odiara tanto a las mujeres como Easling. Al hacer efecto el hechizo, sintió que se transformaba. La piel se le rellenó, los pechos se le inflaron como un bizcocho dentro de un horno. Un tono rosáceo coloreó su carne blanca. Le creció pelo en la cabeza, un largo pelo de un rojo espléndido que le hizo cosquillas en los hombros
.
Había sido puta durante el tiempo suficiente para saber qué quería un hombre como Easling. Cuando la puerta se abrió y él entró, no fue recibido por un súcubo ni por un ángel, sino por una mujer en apuros. Sujeta a la cama con cuerdas tirantes, tan ilusorias como su cabello, yacía abierta de brazos y piernas. Una fina tela había sido atada sobre su boca a modo de mordaza
.
Miró a Easling con dos ojos que le suplicaban que recordara su moral más elevada, que rememorara todos los sermones que había escuchado en la iglesia
.
La expresión de la cara de él mereció la pena. La sorpresa cedió paso a un momento de horror. Y luego, su cara volvió a cambiar. Se alzaron las comisuras de su boca. Sus ojos se entrecerraron. Su ceño se frunció, como si no pudiera creer en su propia suerte
.
A continuación cerró la puerta tras de sí y se quitó el cinturón. Mientras se lo enrollaba en una mano, se acercó a ella. Había muchas preguntas en sus ojos, pero no era del tipo de hombre que le miraba el dentado a un caballo regalado
.
Clara había estado presente la noche en que había muerto la madre de Simon Arkeley. Y Glauer y Laura. Sólo habían llegado un poco demasiado tarde para impedirlo. Habían caído en una emboscada y por poco no habían resultado muertos. Un montón de policías habían muerto aquella noche. Y no había servido para nada.
Sucedió en Bellefonte, una pequeña ciudad situada justo al lado de la universidad principal del estado de Pensilvania. Un lugar que Clara siempre había asociado con casas victorianas bien conservadas, con los paseos, los cenadores y los pintorescos encantos de las poblaciones pequeñas. Astarte Arkeley vivía en una de las casas más oscuras y espeluznantes de Bellefonte, un edificio que probablemente los críos del pueblo consideraban como la Casa de la Bruja, y la evitaban.
Y no se habrían equivocado mucho. Astarte se había ganado la vida como médium, celebrando sesiones para gente que estaba tan desesperada por hablar con sus seres queridos muertos que creía que era posible. Por lo que Laura le había contado a Clara, tal vez lo era.
En el jardín delantero de la casa, Clara sintió que el pelo de la nuca se le erizaba.
Era una casa abandonada. Un lugar en el que no debería vivir nadie. El césped no estaba cortado, y crecían malas hierbas. La pintura de la fachada había empezado a descascarillarse con el sol estival. Un par de ventanas laterales tenían los cristales rotos. Tal vez habían entrado drogadictos, quizá dormían vagabundos sobre las tablas podridas del suelo, pero ningún adulto que se respetara la llamaría «hogar».
El coche de Simon Arkeley estaba aparcado en el sendero de la entrada. Aquélla era la dirección que había conseguido Glauer. El UDC de Simon, su último domicilio conocido.
Cuando Clara llamó a la puerta, aún no tenía ni idea de lo que iba a decir o hacer si él abría. Por suerte, no tuvo que decidirlo. Llamó y llamó con los nudillos, y pulsó el botón del timbre una y otra vez, aunque no oía que sonara en el interior. Fue hasta una ventana que daba al porche y miró a través del cristal, donde la lluvia había dejado regueros, para intentar ver si había alguien dentro. No vio ni rastro de vida. Tal vez Simon había salido, quizá a dar un paseo, o de compras, o quién sabía a qué. A lo mejor debería sentarse en una de las mohosas sillas de junquillo que había en el porche, y esperar hasta que volviera a casa. O quizá debería marcharse sin más.
Entonces oyó un estrépito procedente del interior. Ruido de cristales rotos. Tenía suficiente instinto de policía como para buscar su arma al oír aquello. Por supuesto, ahora no llevaba una pistola junto a la cadera. Fetlock se la había quitado.
Oyó una maldición susurrada en el interior, justo al otro lado de la ventana, y luego unos pasos que corrían alejándose de ella. Quienquiera que estuviese dentro pretendía escapar por la parte de atrás. Si Glauer hubiese estado con ella, ya estaría en la parte posterior, esperando para atrapar al prófugo. Pero Glauer no estaba con ella. Se había lavado las manos.
Rodeó la casa corriendo, con la cabeza inclinada por debajo del nivel de las ventanas. En la parte posterior había un pequeño jardín con un reloj de sol y enrejados para los rosales. En ese momento, lo único que tenía eran unas pocas ramas de hiedra cuyas hojas estaban secas y polvorientas por el calor del verano. No era un gran escondite, pero serviría. Clara se acuclilló detrás, y esperó sin apartar los ojos de la puerta trasera.
Se abrió con un crujido muy leve. Luego, un par de centímetros por vez. Simon asomó la cabeza y echó una buena mirada por los alrededores. Lo recordaba vagamente del juicio de Laura. Él había prestado declaración contra ella, aunque no dejó de decirle al juez, una y otra vez, que Laura lo había salvado, que le había salvado la vida. El juez no se había dejado impresionar.
Simon salió por la puerta y se encaminó hacia el fondo del jardín, caminando de esa manera exagerada, con las piernas rígidas, típica de las personas que no saben moverse silenciosamente pero quieren intentarlo muy en serio. El jardín acababa en una cerca alta de estacas de madera que separaban la parcela de Astarte del jardín de la casa de al lado. No era de las que resultaba fácil escalar, y Simon no tenía aspecto de haber sido el tipo de crío que disfruta con las clases de gimnasia. Clara observó durante un rato cómo gruñía e intentaba izarse, hasta que se compadeció de él.
—Quieto ahí —dijo, y salió de detrás de los enrejados.
Él le dedicó una larga mirada de confusión, y volvió corriendo hacia la casa. La puerta se abrió al máximo y luego comenzó a cerrarse tras él. Clara se lanzó hacia ella, la abrió otra vez y entró corriendo.
Cosa que era bastante estúpida, por supuesto, como ella misma se diría más tarde.
Simon estaba esperándola en el interior, justo a un lado de la puerta. Sujetaba con ambas manos una vieja sartén de hierro colado por encima de la cabeza. La descargó sobre la cabeza de ella en cuanto entró. Habría podido abrirle el cráneo, pero no tenía intención de matarla. Así pues, la golpeó sólo con la fuerza suficiente como para que todo se le volviera blanco a Clara a causa del dolor.
Ella cayó con una rodilla en el suelo de la cocina de la casa, con los ojos fijos en el linóleo que cubría el suelo. Se obligó a respirar, a superar el dolor. No podía oír gran cosa por encima de los latidos de su propio corazón, pero tuvo la sensación de que él volvía a alejarse corriendo.
«Levántate», se dijo.
Aquello era de lo que había estado hablándole Glauer. Una persona normal, una persona cuerda, se quedaría en el suelo. O huiría.
«Levántate. No estás herida de verdad. Es sólo dolor, y el dolor está únicamente en tu cabeza.»
Eso casi la hizo reír. Por supuesto que estaba en su cabeza. Allí era donde la había golpeado. El aturdimiento era uno de los síntomas de una conmoción grave.
«Levántate.»
Logró apoyar los dos pies. El mundo se balanceaba mientras ella se mantenía erguida, totalmente inmóvil. O tal vez era al revés.
«¡Muévete! ¡Ve tras él!»
Entonces se dio cuenta de que no era su propia voz la que oía dentro de la cabeza. Era la voz de Laura. Se preguntó si Laura había oído a Arkeley vociferándole a ella de esa manera, incluso después de que Arkeley muriera.
Habría sido difícil desobedecer a esa voz. Ella ni siquiera lo intentó. Corrió tras el muchacho, adentrándose más en la casa. La puerta de la cocina daba a un corto pasillo paralelo a la escalera principal, y al fondo se encontraba el salón delantero. Vio muchos muebles rotos. El suelo estaba sembrado de cristales. Pensó en el estrépito que había oído. Tenía que haberse acercado a la ventana para ver quién era, y tropezado con los trozos de un sillón roto o algo parecido.
Aquel lugar era un desastre. ¿De verdad vivía allí? Daba la impresión de que se había producido una pelea de todos los demonios.
Luego reparó en que los muebles rotos estaban cubiertos de polvo. La pelea había tenido lugar hacía mucho tiempo.
—¡Joder, lárguese ya! —le gritó Simon desde arriba. Ella alzó la mirada hacia la escalera. Un rastro de sangre hasta media escalera manchaba la estrecha alfombra que cubría la parte central de los escalones. Ella corrió a examinarlo para ver si el muchacho se había hecho daño. Tal vez quería suicidarse. Pero no, la sangre era vieja. Vieja de verdad, seca y costrosa, estaba allí desde hacía semanas, tal vez más.