Read 32 colmillos Online

Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (20 page)

A veces temían a la muerte
.

La vida no es más que una partida de naipes, había pensado ella. La vida es una mano de cartas. No puedes escoger qué cartas te dan, sólo cómo jugarlas. Había parecido algo tan justo en el pasado… Cuando Vincombe la cazó a ella. Cuando tenía sólo una vida mortal que perder
.

Por primera vez en toda su existencia, Justinia Malvern sintió pena por una de sus víctimas. Alivió el dolor del muchacho rompiéndole el cuello mientras se alimentaba de sus arterias. ¡Había estado tan asustado! ¡Tan horrorizado de que el mundo funcionara a su manera…!

«Yo no le temo a la muerte, pensó. Yo soy la mismísima muerte. No le temo a la muerte. —Lo pensó una y otra vez, como una meditación, un rosario de su creencia más íntima—. No le temo a la muerte. No le temo a la muerte. No le temo a la muerte
.

»Pero… ¡Ay! Estoy tan asustada ahora, porque me hago vieja…»

27

Patience Polder gritó en la noche, y un estremecimiento recorrió el cuello de Caxton. Se sentó de golpe en la silla y llevó las manos hacia las pistolas.

Detrás de sí, dentro de la casa, Caxton oyó que Urie Polder daba traspiés, y luego el parpadeo amarillo de una lámpara de queroseno se encendió al otro lado de la ventana que tenía detrás, deslumbrándola. En el piso de arriba, Patience había dejado de gritar, pero Caxton continuaba sin saber muy bien qué hacer. Si dentro de la casa había algo que ya hacía presa en la muchacha, el movimiento de Caxton sería entrar a toda velocidad, disparando. Pero podría tratarse de una maniobra de diversión destinada a cubrir un asalto frontal contra la casa. Si entraba, podría verse atrapada allí, cercada por un ejército de medio muertos, sin poder escapar si…

—Ven aquí, soldado, y rápido —la llamó Urie Polder.

Caxton gruñó de frustración, pero abrió la puerta mosquitera y subió corriendo la escalera de la casa. Encontró a los dos Polder en el dormitorio de Patience. El padre, sin camisa y con los ojos desorbitados, se encontraba arrodillado junto a la cama de su hija, con la lámpara sujeta en alto. Patience estaba blanca como la cera, sentada muy tiesa en la cama y aferrando la gruesa tela de su camisón como si necesitara con desesperación algo a lo que agarrarse.

—Dime —dijo Caxton. Llevaba una pistola en cada mano. Con la derecha cubría la entrada y la escalera que se encontraba más allá, y con la mano izquierda y más débil cubría la ventana.

—Al despertar vi una cara en la ventana —explicó Patience. Sabía que no era necesario perder el tiempo hablando de lo mucho que se había asustado—. Una cara enmascarada. Pensé que habían venido a por mí. Sin embargo, cuando grité desapareció.

—Puede que sólo haya sido un sueño, hum —dijo Urie Polder, mientras acariciaba el pelo de su hija con los dedos de madera.

—Podría ser, claro —dijo Caxton, sin apartar los ojos de la ventana. Estaba abierta de par en par, y la oscuridad exterior era absoluta. La propia Justinia Malvern podría estar ahí fuera, y sería imposible verla desde aquella habitación iluminada por la lámpara—. Urie, cierra y asegura esa ventana. No los mantendrá fuera durante mucho tiempo, pero nos avisará. Patience, establece algún tipo de barrera protectora. Una protección mágica o algo parecido. No podemos permitirnos perderte.

Los Polder sabían que era mejor no esperar nada parecido a la empatía o el tacto por parte de su huésped. Hicieron lo que les decía, y se mantuvieron el uno cerca del otro para sentirse mejor. Caxton echó una rápida mirada escaleras abajo, luego bajó corriendo al porche y comprobó sus armas. Nadie había tocado nada.

«Una cara enmascarada
»
, pensó. Enmascarada. Un medio muerto podría llevar una máscara para ocultar su desfiguración. Pero nunca antes había tenido noticia de que alguno lo hiciera. Les gustaba asustar a la gente. Les gustaba aterrorizar a todo el mundo con su semblante horrible. Tal vez éste no quería que se viera que era el secuaz de un vampiro. Tal vez lo habían enviado para darle un mensaje a Patience, y había creído que la máscara evitaría que la muchacha gritara. Bueno, si ése era el caso, había fracasado en su misión.

Tal vez sólo tenía la misión de garantizar que Caxton permaneciera cerca de la casa.

Caxton saltó por encima de la barandilla del porche y se adentró en los matorrales que se extendían al lado de la casa. Se agachó para ponerse a cubierto, y luego dio la vuelta a la casa con rapidez, hasta la zona situada justo debajo de la ventana de Patience. No encontró ninguna huella allí, pero no esperaba encontrarla; estaba demasiado oscuro para distinguir huellas en la hierba. Tanteó la tierra con la punta de una bota en busca de los agujeros que habría podido dejar una escalera de mano, pero no encontró nada.

«Maldición.» No quería que aquel bastardo se marchara sin más, huyera noche adentro sin dejar pista ninguna detrás de sí. Quería perseguirlo, quería darle caza entre los árboles de lo alto de la cresta. Quería atraparlo y arrancarle los dedos hasta que le dijera lo que quería saber.

Pero Malvern sabría eso, por supuesto. Podría haber montado todo aquello para tenderle una trampa. Podría tener un centenar de medio muertos ocultos entre los árboles, esperando a que Caxton abandonara la luz y la seguridad de la casa.

Caxton sacudió la cabeza para aclarársela. No podía perder la frialdad de esa manera. No podía empezar a imaginar trampas, sobresaltándose ante cada sombra que viera. Había demasiadas posibilidades.

Se agachó, con las armas apuntando al suelo. Cerró los ojos y escuchó. Forzó cada fibra de su ser a concentrarse en oír lo que había a su alrededor.

Los grillos estaban volviéndose locos, como hacían todas las noches de verano. El coro de cricrís ascendía, descendía y volvía a ascender como un océano de sonido. Oyó una lechuza que ululaba en alguna parte del bosque. Abajo, en La Hondonada, alguien escuchaba una radio de transistores.

No muy lejos, mucho más cerca, de hecho, se rompió una ramita. Como si alguien la hubiera pisado.

Ella se volvió en esa dirección, tentada de abrir fuego con una descarga de disparos a bulto por si tenía suerte y le daba a algo. Pero las probabilidades de que así fuera eran demasiado escasas. Manteniendo la cabeza baja, avanzó en cuclillas hacia el sonido, con los ojos abiertos al máximo para intentar aprovechar al máximo la luz de las estrellas. El ruido había salido de un grupo de árboles situado justo al lado del huerto de Urie Polder. Al pasar junto a las hileras de pepinos y calabazas, vio tallos rotos y un tomate que alguien había pisado.

Aceleró para adentrarse entre los árboles, en dirección al lugar del que había llegado el sonido. Apoyó la espalda contra un tronco de árbol y volvió a escuchar, se obligó a dejar de respirar y sólo escuchar.

Estaba segura de haber oído unos pasos apagados entre los árboles. Pero nada más. Ni risitas sádicas, ni ruidos que indicaran que un ejército de medio muertos estaba al acecho.

Se apresuró a continuar, siguiendo aquellos pasos lo mejor que pudo. Pero cuando salió a un claro que había entre los árboles, a unos cuatrocientos metros de la casa, ya sabía que había perdido a su presa. Iba demasiado lenta porque tenía que detenerse cada cien metros, más o menos, para escuchar. El medio muerto al que perseguía se había marchado, ya estaba al otro lado del perímetro de teleplasma, fuera del contorno del círculo de cráneos de pájaros que ella había formado. Sabía que no le convenía seguirlo más allá, salir a una parte de la cresta que no había protegido adecuadamente.

Así pues, volvió atrás, en busca de alguna señal dejada por el intruso al pasar. La encontró con bastante rapidez. Uno de los cráneos de pájaro había sido reducido a astillas. Tenía que haber sido hecho con rapidez, y por la mano de alguien que supiera lo que hacía; lo habían destruido antes de que pudiera emitir ningún tipo de señal. Debería haber empezado a chillar al primer contacto.

Lo cual significaba que Malvern ya estaba al tanto de su primera línea de defensa… y sabía cómo evitarla.

—Mierda —dijo hacia la oscuridad.

No obtuvo respuesta.

28

Clara entrecerró los ojos al mirar a través del parabrisas.

—¿En serio? ¿Todavía hay alguien que tenga un negocio abierto por aquí?

Simon los había llevado a una zona comercial fantasma del condado de Chester, una gran extensión de hormigón, asfalto y malas hierbas. En otros tiempos había sido una zona comercial como cualquier otra de Pensilvania, pero la recesión la había golpeado con fuerza. Los escaparates de las tiendas estaban todos a oscuras, con los carteles que habían sido de brillantes colores desteñidos por el sol y la lluvia, hasta el punto de que resultaba difícil saber qué habían vendido en sus buenos tiempos. Parecía que había habido una tienda de dietética y alimentación, y una sucursal de la cadena Radio Shack. A través de los cristales de los escaparates, Clara veía estanterías vacías, y montones de revestimiento que se había podrido y caído del techo para acumularse en el suelo polvoriento.

Glauer entró en el aparcamiento sin hacer comentarios. Era difícil saber dónde habían estado las líneas pintadas que marcaban las plazas, pero en realidad eso no importaba. Se detuvo ante una hilera de tiendas y apagó el motor.

—Es en la parte de atrás. Bastante difícil de encontrar… hay un antiguo supermercado que lo oculta a la vista desde la carretera —dijo Simon mientras abría la puerta.

Clara intercambió una mirada suspicaz con Glauer, pero luego se encogió de hombros y salió al calor del verano.

—Tal vez deberías quedarte aquí —dijo—. Tienes demasiado aspecto de poli.

Él no se ofendió por el comentario.

—Vale. Ten cuidado.

—Lo tendré —dijo ella.

Simon ya cruzaba el aparcamiento a paso de marcha, dispuesto a girar en una esquina para ir hacia una pila de carritos de la compra retorcidos y pintados con aerosol. Ella pasó de largo ante la fachada del supermercado abandonado, que tenía los cristales de los escaparates cubiertos de pintura para que nadie pudiera ver el interior. Justo después de pasar ante las puertas cerradas con candado, vio la única tienda que aún estaba abierta en aquella olvidada zona comercial, aunque parecía sólo un poco más animada que los locales fantasma que tenía a su alrededor.

Cuatro vientos, decía, en español, el cartel que había encima de la puerta. Los escaparates delanteros estaban cubiertos con papel de estraza, sobre el cual alguien había escrito varios anuncios, también en español: «¡Artículos religiosos! ¡Consejos espirituales! ¡Se limpian maldiciones!»

Simon abrió la puerta, y sonó una campanilla. Al seguirlo, Clara se adentró en el perfume del incienso que quemaba en el interior, y en la luz de varias docenas de velas que daban más iluminación que el fluorescente que parpadeaba en lo alto.

El interior de la tienda de santería se parecía de un modo asombroso a cualquier tienda de todo a un dólar en la que Clara hubiese entrado. Los estantes estaban cubiertos de polvo y abarrotados, con muchas cosas metidas sin más en grandes contenedores donde los compradores tenían que rebuscar. Había algunas señales que indicaban que aquélla no era una tienda normal. Una pared estaba cubierta por una manta de los indios navajos, mientras que una vitrina de cristal protegía frascos llenos de patas de pollo desecadas, trozos de cactus que flotaban en alcohol, y lo que Clara estaba relativamente segura de que no eran auténticas cabezas reducidas. Aunque no podía tener la absoluta certeza.

—¿Señor Simon, de vuelta tan pronto? —preguntó la propietaria. Era una hispana de mediana edad, con largo pelo crespo color magenta. Llevaba docenas de cristales colgados del cuello mediante cadenas de plata, y sus manos estaban cubiertas de anillos con turquesas. Sus ojos eran agudos como navajas cuando miró a Clara de arriba abajo—. ¿Quién es su amiga?

—Ésta es Clara —dijo Simon—. Es legal.

—¿De verdad? —preguntó la propietaria. Miró fijamente los zapatos de Clara durante un largo momento, antes de hacer movimientos en el aire con sus largas uñas, para luego volver tras el mostrador en medio de un revuelo de faldas.

—Ésta es Nerea —le dijo Simon a Clara—. Me ayudó cuando necesité algo de material, hace poco. Es buena gente.

—Encantada de conocerla —dijo Clara.

—Usted es una poli —dijo Nerea, al tiempo que movía la cabeza—. Ya veo. Señor Simon, no esperaba que fuera a traicionarme siendo el hijo de su madre. Pero el mundo está lleno de combinaciones malignas. ¿Es una redada? Sólo lo pregunto porque me gustaría coger los cigarrillos antes de que me lleve a la comisaría, y no quiero que piense que voy a coger una pistola o algo parecido.

Clara se quedó boquiabierta.

—No… no, no es… quiero decir que no soy… —¿Cómo podía haberlo sabido? Había pasado una gran parte de su vida intentando convencer a sus compañeros de la policía de que ella era una poli de verdad y que debían tomarla en serio. Y ahora que ya no era poli, todo el mundo parecía ver de inmediato que lo era.

—Ha sido policía —admitió Simon, mientras se retorcía las manos—, pero ya no lo es. La despidieron.

—Hay dos ocupaciones a las que uno no puede renunciar nunca del todo —dijo Nerea, cuya boca se frunció como si acabara de morder un limón muy ácido—. El sacerdocio y la policía. ¿Por qué está aquí, poli?

Clara miró a Simon, pero él estaba contemplando el suelo. Se volvió otra vez hacia Nerea e intentó pensar qué iba a decirle.

Aquella mujer la hacía pensar en Vesta Polder. La bruja que había ayudado a Laura durante un tiempo, antes de que los vampiros acabaran con ella. Tal vez era por todos los anillos que llevaba en los dedos. Al final, se limitó a levantar las manos en un gesto de rendición.

—Usted tiene que ser una psíquica, ¿verdad? O algo parecido. Así que, ¿por qué no me dice usted por qué estoy aquí?

Nerea entrecerró los ojos. Luego asintió con la cabeza, y tamborileó con las uñas sobre el cristal del mostrador.

—Lista. Vale. Deme un momento. —Cerró los ojos y comenzó a murmurar algo que podría haber sido una salmodia. Luego cogió una de las velas y, sin abrir los ojos, la apagó de soplido. El último jirón de humo que manó del pabilo se dividió en dos y se enroscó alrededor de su rostro.

Entonces volvió a abrir los ojos y rió. No era una risa alegre ni particularmente cálida. En otras circunstancias, Clara habría podido describirla como un cacareo.

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