—Espere —dijo.
Él no pronunció una sola palabra, sólo miró a lo lejos por encima de los árboles que cubrían la cresta.
—¿En serio?
—Hum…
—Ustedes ya lo sabían. Ya se habían preparado para esto. Mi llegada no les sirve para nada.
—Complica algunas cosas. Pero ha sido muy amable por su parte, de todos modos, que pensara en nosotros en este momento en que corremos peligro.
—Mierda —dijo Clara, que bajó corriendo del porche y se adentró entre los árboles.
No le resultó difícil encontrar a Laura. Había un sólo camino que descendía hasta La Hondonada. Laura bajaba a paso rápido de la colina, con largas zancadas para cubrir el terreno a buena velocidad. Clara no podía igualar esas zancadas, así que tuvo que echar a correr para darle alcance. Estaba sin aliento cuando por fin lo logró.
—Lo siento —dijo, mientras intentaba recuperar el aliento y explicarse al mismo tiempo.
—No he contactado contigo en dos años. ¿De verdad pensabas que quería verte ahora? —Laura ni siquiera la miraba. Simplemente continuaba caminando, y Clara tuvo que caminar hacia atrás a paso ligero para verle la cara y no quedar rezagada.
—En realidad no tenía intención de causar un problema. Glauer y yo nos marcharemos de inmediato, antes de que oscurezca. Sé que el hecho de que yo esté aquí es una carga para ti.
—Todos mis planes giran en torno al concepto de que cuando Malvern ataque, yo no tenga que preocuparme por nadie más. Si tú estás aquí, se apoderará de ti y te usará en mi contra. Igual que ha hecho siempre.
—Ya… lo sé —dijo Clara—. He estado intentando convertirme en alguien que no sea una carga de la que tengas que preocuparte. Pero supongo que ya no estamos en ese punto. Lo siento, Laura.
Entonces, Laura dejó de caminar y por fin la miró. Clara se ruborizó cuando aquellos ojos duros estudiaron su rostro.
—Hace poco Glauer dijo algo, algo que yo no quería oír —comentó Clara—. Dijo que habías tenido que escoger entre yo y los vampiros, y que habías escogido los vampiros. Y que tal vez había sido la elección correcta.
Laura no dijo nada.
—Es verdad… Lo que estás haciendo aquí es importante. Nunca tuve intención de interferir. Me marcharé ahora. Ha sido… bueno, iba a decir que ha sido agradable verte, pero entre lo incómoda que me siento por hacerte perder el tiempo, y lo mucho que me cabrea que pienses que puedes hablarme de esa manera, la verdad es que no ha sido nada agradable.
Comenzó a subir por el sendero para regresar a la casa, pero se detuvo cuando Laura la llamó por su nombre.
—Lo siento —dijo Laura. Lo decía como si tuviera que arrancarse la disculpa de dentro. Como si las palabras le provocaran dolor físico—. Lo siento. He trabajado mucho y durante mucho tiempo.
—Lo sé.
—No puedo permitir que nadie joda esto.
—Ya.
—No quiero volver a verte nunca más por aquí —continuó Laura.
—Eso ya lo he pillado bastante bien. —Clara volvió a ponerse en marcha sendero arriba. Habían terminado. Laura no volvió a llamarla.
Pero Clara no llegó muy lejos. Antes de que hubiera avanzado más de una docena de pasos, oyó un sonido como el de una cortadora de césped al arrancar, un ruido que resonó por encima de las crestas. No había visto ninguna en La Hondonada, y no podía imaginarse de qué se trataba. Sin embargo, mientras intentaba determinar dónde estaba, se hizo más potente e insistente, hasta que pareció cortar el aire en rebanadas. Alzó la mirada justo en el momento en que un helicóptero pasaba a toda velocidad, con los motores rugiendo de tal modo que bastó para ensordecerla. Los rotores levantaban un viento tan fuerte como para agitar los árboles en torno a ella y hacer caer hojas de los árboles.
Entonces oyó las sirenas y vio las luces destellantes, cuando una docena de vehículos policiales entraron a toda velocidad en La Hondonada.
Al final acondicionó un lugar para Justinia en el salón delantero, dentro de un ataúd forrado de satén rojo. Ella imaginaba que la esposa de él tenía que haber planteado objeciones, pero luego ya casi no se la vio por la plantación
.
A veces la alimentaba él mismo. Otras, cuando necesitaba castigar a un esclavo, lo enviaba a darle lo que ella necesitaba. Estaban muy aterrorizados, y eso era delicioso, pero lo que ella más saboreaba era la energía que le proporcionaba la sangre. Le dio el poder de envolverse en una ilusión, de transformar su apariencia de acuerdo con la criatura que él quería, y eso era casi tan placentero para ella como para él. Casi podía olvidar, cuando él le besaba los pechos, el vientre, entre las piernas, que lo que estaba acariciando era piel reseca que se descamaba, un ser que había llegado a parecerse a la odiosa criatura que era por dentro
.
A veces olvidaba incluso que era una asesina. A veces olvidaba sus pecados. Y entonces era solamente la querida, la amante, la concubina. Cuando le metía un dedo dentro de la boca y dejaba que ella lo mordisqueara y bebiera lo que necesitaba, era algo que se parecía un poquitín al amor
.
En el mundo había cosas peores que ser una mantenida. En especial cuando esas cosas peores incluían pudrirse hasta desaparecer, sola y olvidada, dentro de una caja de madera, en una habitación llena de huesos de dinosaurios. Ésa, según descubrió, había sido la pasión de él antes de encontrarla. Se había entusiasmado por la nueva teoría de la evolución y los fósiles que se desenterraban para demostrarla. Josiah Chess era una criatura de imaginación desbocada, capaz de mirar el esqueleto de una bestia titánica e imaginar cómo tenía que haber sido en vida, todo escamas, dientes y ojos destellantes
.
No costaba demasiado mostrarle la mujer que él quería ver, con cabello rojo, piel cremosa y redondos pechos turgentes
.
Ella observaba cómo se iba haciendo viejo, mientras que ella se conservaba joven. Si bien sólo en la imaginación de él. A veces, durante una partida de naipes, las cartas lo favorecían a uno durante bastante tiempo hasta que, al fin, la suerte tenía que cambiar
.
Luego llegó un momento, sin embargo, en el que apareció otro hombre. Uno más joven y fuerte. La sangre de Josiah había ido aguándose con el tiempo. Él había perdido su tez rubicunda, y la anemia es terrible de soportar para una persona vieja. Pero su hijo Zachariah se hizo más fuerte con el tiempo, sus hombros se ensancharon. El corazón le latía con tanta fuerza dentro del pecho que ella lo veía brillar como una luz en la oscuridad
.
Josiah no estaba enterado de las visitas que hacía su hijo al salón. Después de que el señor de la casa se hubiera marchado a dormir, debilitado por los esfuerzos realizados, ella recibía la visita de otro caballero. A veces. Al principio le tenía tanto miedo como los esclavos. Pero las cosas cambian con el tiempo y la familiaridad
.
Ella no sabía qué año era cuando él comenzó a pedirle lo que deseaba su corazón. Cuando comenzaron a conspirar juntos. Pero no fue mucho después de eso cuando, una noche, Josiah acudió a verla y ella vio lo arrugado y débil que estaba. Aquella noche él le acercó un demacrado dedo a los labios, y ella le susurró por última vez
.
Lo encontraron por la mañana, seco como una momia, la carne destrozada por todo el cuerpo, los ojos mirando fijamente hacia la nada con expresión de horror. Zachariah le dio decorosa sepultura, e hizo juzgar y condenar a algunos de sus esclavos por el asesinato
.
—
Ahora eres mía —dijo la noche después de los hechos, metiéndose en el ataúd con ella, acurrucándose contra sus desnudos huesos—. Mía para siempre
.
—
Ah, sí —prometió ella, mientras pensaba que tendría que alejar a la mujer de Zachariah, tal y como había hecho con su madre. Pero todavía no. No hasta que le diera un hijo. Un buen hijo fuerte con un corazón como una lámpara
.
A veces, las cartas no dejaban de favorecerte cada vez más
.
Si continuaba así, si jugaba bien, tal vez un día podría volver a caminar. Caminar por su propia cuenta… y cazar otra vez
.
—Mierda —gritó Caxton. Se volvió a mirar a Clara, pensando por un momento en culpar a su antigua amante por aquello. Pero sabía que era un disparate. Por muy enfadada que pudiera estar con Clara porque hubiera ido a la cresta y desbaratado sus planes tan cuidadosamente trazados, no podía creer de verdad que Clara fuera capaz de conducir a la policía hasta su mismísima puerta.
—¿Quiénes son? ¿La policía local? ¿La estatal? —preguntó Clara, estirando el cuello para ver mejor a través de las ramas de los árboles.
—Baja la cabeza —le susurró Caxton, y empujó a Clara para meterla entre la maleza. Ella avanzó para tener una mejor vista, pero no le gustó mucho lo que vio.
Ocho coches de policía camuflados habían entrado en La Hondonada y formado un círculo protector en torno al claro del centro del pequeño pueblo. El mismo espacio abierto donde la comunidad cenaba en las noches cálidas. Ahora estaba oculto bajo una nube de polvo mientras de los coches salían hombres con chaleco antibalas y cazadoras azules, con las armas a punto y en posición preparada para disparar. Ante ellos, otros cuatro vehículos se detuvieron dentro del círculo que habían formado los coches. Dos de ellos eran vehículos blindados, uno coronado por las antenas y platos de radio que distinguían a los centros móviles de mando, y el otro era un furgón celular blindado, un transporte para presos. Los otros dos vehículos eran jeeps cargados de polis ataviados con todo el equipo de las unidades del SWAT, acorazados y enmascarados, armados con fusiles de asalto.
—Joder, deben estar esperando que aquí se repita la matanza de Waco —susurró Caxton. Se agachó cuando el helicóptero efectuó otra pasada por encima de La Hondonada, haciéndole pedazos los pensamientos con el ruido y las ondas de aire bajo presión.
Desde donde estaba, Caxton podía ver que la gente de La Hondonada se preparaba para un combate con armas de fuego. Se ocultaron detrás de las casas prefabricadas, de espaldas contra las paredes de metal. Algunos hombres tenían armas, fusiles de caza, sobre todo, pero ella contó cuatro pistolas de las que no había tenido noticia. Había hecho más de un recuento de armas en La Hondonada, pero daba la impresión de que algunos de los hombres no le habían dicho la verdad.
Las mujeres, vestidas con sus sencillas ropas y tocadas con sus gorritos de tela, iban desarmadas. Pero podían ser mucho más peligrosas. Dos de ellas estaban ocupadas en dibujar un elaborado signo hex en la tierra de detrás de una de las chozas. Caxton había pasado años con ellas, pero no sabía con exactitud qué esperaban conseguir. Heather, la madre soltera que había coqueteado con Simon, estaba sentada en la posición del loto, encima de una de las casas prefabricadas, con las manos unidas en actitud de plegaria. Estaba muy expuesta allí arriba, y era probable que fuese la primera en recibir un disparo si las cosas salían mal.
No. Caxton tuvo que revisar esta primera impresión. La primera en recibir un disparo sería Glynnis. Porque Glynnis, la de la cabeza afeitada que llevaba tatuajes por todo el cuerpo, estaba a punto de desatar los infiernos.
La mujer tenía los ojos cerrados mientras avanzaba hacia el círculo de policías. Mantenía las manos a los lados como un pistolero que se encaminara hacia un tiroteo. Sobre su espalda se propagó una ondulación de luz a través de los tatuajes, como si cobraran vida. En torno a Glynnis, el aire ondulaba como si ella estuviese generando una enorme cantidad de calor.
—¿Qué demonios creen que van a conseguir? —preguntó Clara, que al menos mantuvo la voz baja.
—El objetivo para el que los entrené. Salvo…
—¿Los has entrenado para luchar contra una redada policial de esta envergadura?
Caxton frunció el ceño.
—Salvo que yo los entrené para luchar contra vampiros. No contra polis. —Caxton negó con la cabeza—. No son la gente más equilibrada del mundo. Están defendiendo su modo de vida, Clara. Es posible que no vean una gran diferencia entre unos vampiros y unos polis.
—¡Tienes que detenerlos!
Puede que Laura hubiese respondido, pero justo entonces se oyó una especie de mugido, el ruido de acoplamiento de un megáfono al encenderse, y ella hizo una mueca de dolor. Reconoció la voz amplificada que habló a continuación:
—¡Somos agentes federales! —declamó Fetlock—. Se rendirán todos ustedes, o mis hombres abrirán fuego. ¡Tenemos autorización para emplear fuerza letal!
—¡Ese hijo de puta! —bramó Caxton—. Maldición. Os ha seguido hasta aquí. —No pudo resistirse. La furia hirvió en su pecho, y añadió—: Muchas gracias por esta encantadora visita, Clara.
—No —insistió Clara—. No pudo habernos seguido. Hemos sido realmente cuidadosos.
—¿De verdad? ¿Cómo de cuidadosos? Porque ese tipo es un marshal que ha pasado años buscándome. ¿Y no te parece que lo habrá intentado con toda su alma? Tiene acceso a los satélites, Clara. Tiene algunos de los mejores rastreadores del mundo en su nómina. Tiene a todo el gobierno de Estados Unidos de su parte. Pero tú, tú y Glauer, habéis sido muy, muy cuidadosos.
—¿Piensas que yo no sabía todo eso? Solía trabajar para ese gilipollas. Sé cómo trabaja, y te digo que tomamos todas las precauciones necesarias para…
—Cállate —dijo Caxton—. Mira… allí.
Abajo, en La Hondonada, Glynnis estaba a punto de atacar.
Los tatuajes de su piel desnuda se retorcían y hervían con luz propia. Se encontraba a no más de una docena de pasos del círculo de policías cuando se detuvo. Levantó ambos brazos hacia el cielo y volvió a bajar las manos con un movimiento grácil. Detuvo los brazos cuando estaban paralelos al suelo, con las manos levantadas de modo que las palmas apuntaran a los coches de policía.
Entre ella y los atacantes no sucedió nada visible. Pero Caxton percibió la energía que manaba de las manos de Glynnis. Le causó dentera. El aire pareció cuajarse en frente de Glynnis, y los policías empezaron a gritar.
Uno a uno dejaron caer las armas, o las arrojaron lejos, como si de repente se dieran cuenta de que tenían en las manos víboras venenosas. Algunos de los hombres se pusieron a luchar con su chaleco antibalas, intentando con desesperación desabrochar las hebillas, como si los tuvieran en llamas. Un policía que había estado apoyado contra el lateral de un coche, gritó como si el vehículo se hubiese puesto al rojo vivo y le hubiese quemado toda la zona del cuerpo que estaba en contacto con él.