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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (35 page)

—¿Qué plan es ése? —preguntó Darnell.

—Mataros a todos.

Darnell gruñó. Tal vez al pensar que él también estaba marcado para morir. O quizá porque eso ya lo había supuesto y quería más información.

—¿Y luego? ¿Luego, qué? Ella tiene que saber que no vamos a detenernos. Si nos mata a todos, la perseguirá el ejército hasta el fin del mundo.

—Mataros a todos… y luego… luego… hibernar. Como un oso. Meterse bajo tierra, ji, ji, literalmente, encerrarse en una tumba. Esperar cincuenta años. Esperar cien años, hasta que la gente… hasta que vuestros descendientes olviden… Olviden lo que puede hacer un vampiro. Pero primero tiene que matar a Caxton. Matar a la cazadora, evitar que transmita sus secretos.

—Eso es lo que quería saber —dijo Darnell—. ¿Alguno de ustedes tiene alguna pregunta que quiera que responda este asqueroso, antes de que ponga fin a su sufrimiento?

—Yo tengo unas cuantas para usted —dijo Glauer.

—No hay problema. Espere un segundo.

Clara apartó la mirada cuando Darnell le pisó la cabeza al medio muerto. Intentó suplicar por su vida, pero sus palabras quedaron interrumpidas de un modo bastante brusco.

—Ahora tengo que ir a informar al marshal —dijo Darnell. Su ojo de serpiente ardía como una antorcha bajo la luz roja del fusil de Clara.

—¿A Fetlock? Ese cobarde se ha encerrado a cal y canto. Está acabado. Darnell, nos vendría bien su ayuda —señaló Glauer—. Necesitaremos contar con todos los hombres que podamos para cuando ataque Malvern. Cosa que va a suceder en cualquier momento.

—Yo trabajo para el marshal.

Glauer negó con la cabeza.

—Estoy diciéndole que se ha encerrado…

—Que era lo que tenía intención de hacer. ¿Cree que ha abortado la operación por esta pelea de nada? ¿Cree que está acabado? Todavía tiene sorpresas, y…

Darnell dejó de hablar porque alguien había gritado en el claro.

Al parecer, había llegado Malvern.

1991

Sus manos recorrían el teclado para hablar por ella ahora que carecía de fuerza para mover la lengua y los dientes. Letra a letra, escribió el mensaje, como siempre, encantada por el modo en que los caracteres negros aparecían en la pantalla que tenía delante. Como si fuera una imprenta mágica, aquel aparato, aquel nuevo ordenador que le habían dado. Facilitaba mucho las cosas
.

¿Jugamos a nuestro juego habitual, querido mío?

¿Qué aspecto puedo adoptar hoy?

Gerald, el querido doctor Armonk, su mascota, su juguete, el científico que el estado había designado para estudiarla, el hombre al que había acabado estudiando con tanta atención como él a ella, se sonrojó en la luz mortecina de la celda que ocupaba Malvern en el sanatorio abandonado. En las manos llevaba una revista enrollada cuyas satinadas páginas reflejaban las luces del techo. Se acercó a ella con vacilación, como si ella pudiera rechazarlo. Desplegó la revista abierta, y se lamió los labios al enseñarle la fotografía de una mujer abierta de piernas y brazos sobre un banco acolchado, en un gimnasio. ¡Qué gustos tan simples tenían estos hombres del siglo veinte! Habían eliminado todos los viejos prejuicios y los moralismos puritanos de los tiempos pasados, se habían abierto a ellos mundos enteros de posibilidades eróticas, y sin embargo, sin embargo, en sus fantasías querían lo mismo de siempre
.

Justinia cerró los ojos para trabajar en el hechizo que le daría el cabello rubio, los labios carnosos y unos enormes pechos imposibles. Oyó cómo se aceleraba el corazón de Armonk. ¡Cuánto le gustaba jugar con ella!

Nunca la tocaba cuando ella se convertía en las chicas de sus sueños. Siempre se mantenía a buena distancia del ataúd hasta que acababa lo que había ido a hacer. A menudo, ella le suplicaba que le hiciera una pequeña caricia, que le diera un sólo beso. Le imploraba que la violase, que la hicieran sentir otra vez como una mujer. Hasta el momento, él había sido capaz de resistirse, y ella nunca había cometido el error de insistir demasiado
.

Se tardaba más tiempo en ganar algunas partidas
.

Deslizó la mano otra vez por el teclado
.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vino a verme el amo Jameson
.


¿Qué? ¿Arkeley? Ese hombre… ese hombre es una lata. Seguro que te alegras de que esté dejándote en paz —insistió Armonk, mientras abría la hebilla de su cinturón—. Con sus amenazas vanas y sus exigencias de información. Honradamente, pienso que se ha aburrido. Solía vociferarnos continuamente sobre lo peligrosa que eres, pero tú nunca le has hecho daño a nadie desde que llegaste aquí, y ya nadie se lo toma en serio. La última vez que lo vi, estaba hablando de buscar a alguien que se hiciera cargo de tu caso. Ha estado buscando otros vampiros durante todo este tiempo, y no ha encontrado ninguno. Creo que está a punto de admitir su derrota
.

Hmmmm. Interesante
.

Pero eso no era aceptable
.

Sus dedos pulsaron letras. Retrocedió para borrar lo que había empezado a escribir. Comenzó otra vez, dando forma a sus pensamientos mientras Armonk la miraba fijamente con aquellos ojos muy abiertos y necesitados
.

Ella tenía un plan. Un plan muy simple pero que se desarrollaría a lo largo de muchos años, y que requería que ciertas cosas sucedieran en momentos determinados. Un plan que requería que ciertas personas actuaran de un modo predecible. Jameson era una parte muy importante de ese plan. La esfera de influencia de ella era ahora muy reducida, y si él iba a salir de esa esfera, a abandonarla por algún otro interés…

No. Eso no era aceptable
.

Tenía que hacer que él volviera a encontrarla muy interesante. Darle una nueva razón para que no quisiera apartarse de su lado
.

Amante, tengo que sentir tu contacto. Eres el mundo para mí
.


Justinia, ya sabes el cariño que te tengo, pero…

No me amas. Nunca me has dado un beso siquiera
.


No digas eso. —Se mordió el labio—. Por favor. Ni siquiera sugieras algo semejante. Simplemente no es verdad, y…

Este juego se vuelve tedioso.
.

Consume demasiado mis fuerzas
.

No voy a jugar más, porque la diversión es toda para ti
.


No —dijo él—. No. Por favor, te lo imploro. Necesito esto, yo… yo no puedo vivir sin nuestro… sin nuestros juegos —le dijo él. El corazón le golpeaba con fuerza dentro del pecho. ¡Qué fácil resultaba hacer que tuvieran miedo! A veces hasta demasiado fácil—. Por favor, dime que no lo has dicho en serio. Dime que siempre tendremos… siempre tendremos esto
.

¿Había realmente lágrimas en los ojos de él?

Aflojó un poco el hechizo, sólo un poco. Dejó que el pelo se le volviera rojo, dejó que uno de sus ojos se oscureciera y desapareciera de la cuenca. Suficiente como para asustarlo, pero no lo bastante como para que sintiera repulsión
.


Por favor —rogó él, incapaz de formar otras palabras. Hacía ya casi diez años que ella era su amante. Había llegado a creer sus halagos, a creer en su afecto. Los seres humanos eran tan vulnerables al amor…


Por favor —repitió, pero ella no cedió
.

Él hizo, con total exactitud, lo que ella había previsto. No tenía elección, no si quería conservarla. Corrió a su lado, retorciéndose las manos y sudando profusamente. Se inclinó sobre el ataúd y se le acercó tanto que ella sintió el calor de la sangre que llevaba dentro. Posó los labios sobre los de ella
.

Justinia mordió con fuerza. Cuando él empezó a gritar, cuando empezó a agitar las extremidades de un lado a otro, ella usó las últimas reservas de sus fuerzas para sujetarlo, para evitar que se soltara. Cuando la sangre empezó a correr, le resultó mucho más fácil
.

«Esto debería llamar la atención de Jameson», pensó. Preveía que dentro de poco él encontraría tiempo para visitarla
.

47

Estaba demasiado oscuro. Clara no podía ver nada de lo que sucedía en el claro. Sólo oía gritos. Luego salieron algunas figuras de la oscuridad, y alzó el fusil pensando que Malvern tenía que haber llevado refuerzos, más medio muertos que acabaran con la poca resistencia que quedara. Estuvo a punto de disparar a bulto contra la multitud de formas oscuras, cosa que habría constituido un terrible error. No eran medio muertos los que iban hacia ella, sino brujetos.

—¡Está aquí! —gritó una mujer con sombrerito de tela. Llevaba contra el pecho un bebé que berreaba—. ¿Qué hacemos?

Glauer se puso de puntillas para ver el interior del claro, para ver qué estaba sucediendo.

—Vayan a los vehículos. Llévense cualquier coche que puedan. Si no pueden encontrar un coche, huyan corriendo por la carretera… oiga —dijo, al tiempo que sujetaba por un brazo a un hombre que llevaba un sombrero de paja—. ¿Dónde está Urie Polder? ¿Dónde está esa mujer… Cómo se llamaba…? La que sabía hacer magia de verdad.

—Heather —dijo Clara.

—Eso. ¿Dónde están esos dos?

El hombre se rascó como loco la barba, con los ojos desorbitados en la luz roja del fusil de Clara.

—No lo sé con seguridad… estaban… nos dijeron que huyéramos hacia aquí. Ellos…

—Maldición, Polder va a intentar luchar contra ella —dijo Glauer, al tiempo que se volvía a mirar a Clara. Apartó de un empujón al brujeto y lo envió hacia el círculo de coches de policía que estaban aparcados, a pesar de que eso significaba volver en dirección al claro, volver al peligro—. Clara, ahí atrás hay niños. Polder tiene que estar conteniéndola lo mejor posible para darles una oportunidad de escapar.

—Ya —dijo ella—. Supongo que vas a ir a ayudarlos.

Glauer asintió. Sus propios ojos estaban apenas un poco menos desorbitados que los ojos de los brujetos.

—Pero tú no. Sal de aquí. Ayuda a esta gente a llegar a un sitio seguro.

—No me marcharé.

—No tengo tiempo para discutir contigo —dijo Glauer—. Darnell, llévesela de aquí. No me importa lo mucho que ella se resista.

—Lo siento, compañero. Ni hablar —dijo Darnell. Se colgó el fusil de un hombro y echó a andar hacia el claro—. Tengo otras órdenes.

—¡Maldición! —dijo Glauer, y asió a Clara por un brazo—. Tienes una posibilidad de sobrevivir. Tienes una posibilidad de vivir.

—No me marcho —insistió ella.

Él se encrespó y se irguió en toda su estatura. Si la cosa llegaba a los golpes, ella perdería sin remedio. Pero nunca llegaría a eso.

—No voy a marcharme sin Laura —anunció ella—. ¿Lo entiendes?

—No, maldición —le dijo él—. No lo entiendo en absoluto. No después de cómo te ha tratado. No después de los dos últimos años. —Ella se disponía a hablar, pero él levantó una mano, pidiendo paz—. Pero sé que lo dices en serio. Ven, entonces, si has tomado la decisión.

Partió con rapidez tras Darnell, y ella lo siguió pegada a sus talones.

No estaban a mucha distancia del claro. Sin embargo, bastante antes de llegar vieron el caos que se había apoderado de La Hondonada. Por todas partes corrían brujetos, algunos en dirección a sus cabañas y casas prefabricadas, otros cargando en los coches a personas que no querían marcharse, que gritaban llamando a sus seres queridos. Algunos de los hombres se habían armado lo mejor posible y estaban sacando los cadáveres de dentro de las trincheras, evidentemente con la intención de probar la misma estrategia que había acabado con los policías muertos. Algunas mujeres dibujaban con prisa signos hex en la tierra, aunque su trabajo quedaba estropeado cada vez que alguien atravesaba corriendo las líneas de harina de maíz o betún que habían trazado.

En medio de todo aquello se encontraba de pie Patience Polder, con el rubio cabello ahora descubierto, su piel blanca casi relumbrante en la oscuridad. Gritaba órdenes a todos los que quisieran escucharla. Algunos lo hacían y se encaminaban hacia los coches, o corrían sin más hacia la carretera. La mayoría no le prestaban atención y hacían lo que pensaban que era mejor.

Tenía que ser difícil mantener la cabeza serena cuando la muerte misma descendía de la montaña en línea recta hacia ti.

Reinaba la oscuridad en la senda que subía hasta la casa de Urie Polder, situada en la cima. Los árboles impedían el paso de la luz lunar, y pintaban el suelo de un absoluto negro intenso. Pero Justinia Malvern, al acercarse, brilló como una lámpara en las tinieblas. Su piel, mucho más pálida que la de Patience, parecía iluminada por un resplandor espectral, como si la apuntara un foco. Llevaba un vestido blanco que rielaba como si lo lamieran suaves llamas, y la enorme peluca que llevaba en la cabeza brillaba como si estuviera hecha de hilo de plata. Un parche le cubría la cuenca vacía, un triángulo negro de seda blasonado con un corazón rojo. Su único ojo parecía un rayo láser dirigido hacia el claro.

No tocaba el suelo. Sus pies descalzos quedaban a unos buenos cuarenta y cinco centímetros por encima de la tierra. Descendía de la montaña flotando, con las manos a los lados, ligeramente extendidas.

En sus labios había una sonrisa de absoluta benevolencia, de compasión pura.

Y caminando detrás de ella, con aire cohibido, iba Simon Arkeley.

«Simon —pensó Clara—. ¿Qué cojones estás haciendo?» Ella había tenido razón: debía de haber estado en la casa de arriba durante todo aquel tiempo. Cuando había oído los disparos y los gritos, sin duda se había retraído y entrado en uno de los estados de fuga en los que no podía interactuar con el mundo que lo rodeaba. Muy probablemente había entrado corriendo en la casa y se había acurrucado en posición fetal sobre el primer sofá o la primera cama que había encontrado.

Malvern debía de haberlo encontrado allí, asustado del caos que ella había desencadenado. Habría podido matarle sin esfuerzo. Pero, por alguna razón, le había perdonado la vida.

Lo más probable era que el brujeto que Glauer había enviado a buscarle no hubiese tenido tanta suerte.

Clara estaba tan confundida que no sabía qué hacer.

Glauer levantó el arma y apuntó a Malvern, a pesar de que estaba demasiado lejos.

—Tiene un aspecto algo mejor del que tenía la última vez que la vi —dijo Clara—. Glauer, si ha bebido tanta sangre… si se ha comido a toda esa gente…

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