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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (39 page)

A Clara no le cupo ninguna duda de que estaba muerto antes de caer de rodillas. Había sido lo mejor que podía ser un hombre: valiente, sabio y dispuesto a hacer algo absolutamente estúpido si eso significaba ayudar a otros, si con ello ganaba para el resto de ellos un segundo de gracia.

Al llegar a la entrada de la cueva y cruzarla a la carrera, Clara tomó nota mental de rendirle honores adecuados en algún día futuro. Suponiendo que sobreviviera a esa noche.

2004

A veces —sólo a veces—, se destapaban las cartas y el triunfo que necesitaba el jugador aparecía entre ellas
.

Un centenar de vampiros. Un ejército de ellos esperando dentro de la tierra como bulbos de flores venenosas, sólo aguardando el momento de brotar. El mismo ejército de vampiros que Justinia había creado para el ejército de la Unión, un siglo y medio antes, no utilizado nunca pero escondido para protegerlo de la luz del sol, se había levantado para acosar a las buenas gentes de Gettysburg
.

Y contra ellos formaron Laura Caxton y cualquier escoria humana que ella había podido reunir en un solo día
.

Caxton no tenía la más ligera posibilidad
.

Mientras Justinia yacía dentro de su ataúd, en el sótano de algún lúgubre museo, escuchando con Jameson Arkeley los informes que llegaban a través de la radio de la policía, no podía evitar regodearse. Si no hacía nada, si dejaba que el curso de los acontecimientos transcurriera como estaba destinado a hacerlo, Caxton moriría. La más reciente espina que se le había clavado en su costado sería arrancada por Alva Griest y su legión de los muertos. Justinia no tenía ninguna duda de que Griest y sus compañeros serían eliminados al cabo de poco. Estaban debilitados por el tiempo pasado dentro de la tierra, y los perseguirían, los cercarían por todas partes, los sacarían al exterior durante las horas de luz diurna y los matarían, uno a uno
.

Pero no antes de que Caxton hubiese perecido. ¡Qué delicioso!

Por supuesto, eso sería en caso de que ella no hiciera nada
.

Pero tenía más que ganar. Dejó que sus débiles dedos se movieran por el teclado del ordenador
.

Puedes salvarla si quieres

Jameson cerró con brusquedad la tapa del portátil, y casi le pilló las puntas de los dedos. No quería saber de nada de lo que le decía
.

Por suerte para ella, no fue necesario decir nada más. La idea ya estaba sembrada. La maldición ya estaba dentro de Jameson, desde hacía largos años. Con que sólo volviera su mano contra sí mismo en ese momento, bastaría
.

Y, ¡ay, qué tentador tenía que ser! Su cuerpo mortal, heredero de todos los deterioros de la carne, estaba ya tullido y encorvado. Una de sus manos era poco más que una cachiporra. Su espina dorsal tenía varias vértebras fusionadas entre sí, y los músculos se le habían atrofiado por falta de uso. ¡Qué bajo había caído el poderoso matavampiros!

La fuerza podía ser suya. Un poder como ninguno que hubiese conocido jamás. Podría correr hasta la pequeña ciudad y luchar por la vida de Caxton. Ser su protector. Su salvador. Justinia Malvern sabía lo seductor que era para un hombre el hecho de que lo necesitaran. ¡Con cuánta desesperación deseaba aquel hombre salvar a la muchacha que consideraba su hija espiritual!

Él se volvió y la miró fijamente con ojos desesperados, mientras la radio emitía crepitaciones y detonaciones. Mientras llegaban informes, uno tras otro, de hombres asesinados, de vampiros que pululaban por las calles de la ciudad de Gettysburg
.


Podría arrancarte el corazón ahora mismo —dijo él, apretando los labios en una dura línea—. Podría hacer una buena obra, al fin. Podría poner fin a esto. Podría acabar con nuestro juego
.

Podía hacerlo. A pesar de lo débil que estaba, aún tenía los miembros más fuertes que Justinia, y más resuello. Podía acabar con ella cuando le diera la gana
.

Pero cuando se levantó del asiento, cuando fue en busca de un escalpelo… no se sintió demasiado preocupada
.

Ella misma se había echado muchos faroles, en sus tiempos
.

51

Mientras corría a través del claro hacia la cueva, Caxton vio montones de sangre y cadáveres. Se negó a permitir que eso la afectara. No importaba que Urie Polder estuviera sacrificando su vida detrás de ella. No importaba que Fetlock estuviese muerto.

No debería importar que Clara y Glauer estuviesen por ahí, dando vueltas y con aspecto indefenso. Esperando la muerte.

No debería importar en absoluto. Se había endurecido contra esa posibilidad. Durante los dos últimos años se había esforzado mucho, había puesto muchísimo empeño en desentenderse de todo lo que le importaba. Todos los fragmentos de su vida anterior podían ser utilizados como armas contra ella. Malvern era una experta manipulando a las personas, en aprovecharse de los seres amados. Caxton no podía permitirse vacilar en ese momento, ni siquiera por un instante.

Cuando había comenzado a preparar aquella trampa, ya sabía que Malvern atacaría con todo lo que tuviera. Que no se andaría con medias tintas. Una de ellas, si no las dos, iba a morir allí, esa noche. Al hacer correr el rumor de que iba a fundar un clan de matavampiros, que Patience y Simon Arkeley criarían toda una pandilla de niños a los que educarían sólo para destruir a Malvern, se había asegurado de que ésta acudiera para arrancar el mal de raíz. Había maquinado una sólida posibilidad, una oportunidad única de acabar con los vampiros para siempre.

Pero sólo si todo iba de acuerdo con lo planeado.

Fetlock había estado a punto de arruinarlo todo. Si Caxton aún hubiese estado esposada y engrilletada cuando Malvern había llegado, si hubiera estado incapacitada para luchar, todo habría acabado. Si Fetlock se hubiera llevado a los brujetos de La Hondonada antes de la puesta de sol, si hubiera enviado a Urie Polder a la cárcel… todo se habría desmoronado.

Sólo a la suerte podía agradecer que aún estuviera respirando. Que aún tuviera esta última oportunidad de acabar con Malvern.

A la suerte y, por supuesto, a Clara, que le había enviado escondida la llave de las esposas.

Le estaba agradecida por eso. Pero no tanto como para permitirse sentir nada al pasar corriendo por su lado, no tan agradecida como para ralentizar siquiera la carrera para hacer un gesto con la cabeza en dirección a su antigua amante.

Al llegar a la entrada de la cueva, apartó a un lado la improvisada red de camuflaje que la había ocultado a la vista. El interior estaba negro como la brea y no tenía nada con lo que generar luz, pero no importaba. Había ensayado tantas veces la siguiente parte del plan que podría ejecutarlo con los ojos vendados. Recogió la bolsa de nailon que Urie Polder había dejado para ella justo a la entrada. La abrió de un tirón, dentro encontró el detonador, y unió con rapidez las mechas al cable de detonación. Malvern ya estaría, como máximo, a unos segundos de distancia. Necesitaba aprovechar al máximo cada uno de esos segundos.

Había un lugar situado en el interior, a unos diez metros de la entrada de la cueva, donde podría situarse sin correr peligro. Patience había demostrado ser claramente útil por una vez al señalarlo. Patience había visto todo aquello, todo lo que estaba sucediendo esa noche, todo lo que sucedería. Se había mostrado parca con los detalles, como solía hacer, pero cuando Caxton estaba colocando la dinamita, Patience se había vuelto muy comunicativa. Caxton sabía con total exactitud cómo sería la explosión, y dónde caerían todas las rocas.

—¿Laura? —llamó alguien junto a la entrada de la cueva.

Eso era algo que Patience no había mencionado.

—¿Clara? ¿Eres tú? ¡Lárgate de aquí cagando leches!

—No —replicó Clara. Apareció en la entrada de la cueva, silueteada por los fuegos que ardían en el exterior—. No. No vas a hacer esto tú sola.

—Clara, te lo advierto…

Clara entró en la cueva y pegó la espalda a la pared. Mantuvo la cara vuelta hacia la entrada, con el arma preparada para disparar contra cualquier cosa que se presentara.

Era una buena posición desde la que disparar, con mucha cobertura. También estaba justo en medio de la zona de explosión.

—Somos muchísimos los que hemos trabajado para esto. Muchísimos de nosotros lo hemos sacrificado todo. No solamente tú. Así que… que te jodan, que no me marcho. Te ayudaré con esto o moriré en el intento.

«Dentro de unos tres segundos, pensó Caxton, tendrás la oportunidad de hacer eso último

Miró hacia arriba, por encima de la cabeza de Clara, y comprobó los cartuchos de dinamita que estaban pegados con cinta aislante a la parte superior de la entrada de la cueva.

—No tengo tiempo para explicaciones. ¡Simplemente mueve el culo! —gritó Caxton.

—No voy a ir a ninguna parte.

Caxton bajó la mirada hacia el detonador que sujetaba. Lo único que tenía que hacer era bajar el asa. El espiral del interior generaría una chispa eléctrica que descendería por el cable hasta las mechas. La dinamita explotaría y derrumbaría el techo de la cueva. Sellándola y aislándola del mundo exterior. Se suponía que Malvern debía quedar atrapada en la explosión, enterrada bajo las rocas.

La explosión no bastaría para matarla. Patience había sido clara al respecto. Pero la retrasaría mientras se dedicara a desenterrarse de debajo de toneladas de roca. Esto le daría tiempo a Caxton para adentrarse en las profundidades de la cueva y llegar a la cámara de ejecución que había preparado.

Patience le había prometido que funcionaría.

La muchacha no había mencionado que Caxton tendría que dejar caer toda la roca sobre la cabeza de Clara para lograrlo.

Durante dos años, Caxton había trabajado mucho en purgarse de todo rastro de preocupación, compasión y amor que jamás hubiese sentido por otro ser humano. Se había entrenado para pensar en todo el mundo, incluida ella misma, como prescindible. Aferró el detonador. No había tiempo para discutir con Clara. Malvern ya iría lanzada hacia la entrada de la cueva. Iba a tener que calcular el momento en milésimas de segundo.

Todo el mundo era prescindible.

Todo el mundo.

Caxton dejó caer el detonador y echó a correr hacia la zona de la explosión. Había la luz suficiente para que pudiera ver que los ojos de Clara se abrían de par en par. Caxton aferró a su antigua pareja por los brazos y tiró de ella con fuerza. Clara intentó afianzar los pies, pero Caxton era más grande que Clara y considerablemente más fuerte.

—Vamos —gimió Caxton, y empujó a Clara hacia el interior de la cueva—. ¡No hay tiempo para esto!

Y realmente no lo había.

Los vampiros, al ser criaturas antinaturales, hacían que el tejido mismo de la realidad se cuajara dondequiera que iban. Cuando pasaban de largo, las vacas dejaban de dar leche. Los perros se ponían a aullar. Todo el fino vello de los brazos de Caxton se erizaba cuando se le acercaba uno.

Y en ese preciso momento, todos esos pelillos parecían pequeños soldados en posición de firmes.

—¡Ay, mierda! —dijo, y al volverse vio una franja blanca que corría hacia la cueva. Era como observar un rayo hender el aire en línea recta hacia la propia cara.

Demasiado tarde. Dentro de medio segundo Malvern estaría dentro de la cueva, en la zona de la explosión. No había manera de que Caxton pudiera llegar a tiempo hasta el detonador, no había manera de que pudiera derribar el techo sobre Justinia Malvern. Había fallado el plan, y ella había perdido su única oportunidad. Y ahora iba a morir porque se había negado a matar a la mujer que había amado más que a nadie en el mundo.

«Mamona estúpida —pensó—. No has podido ser lo bastante dura. No has podido hacer lo que realmente era importante.»

Y sin embargo… había una cosa con la que podía contar siempre y cuando se trataba de las visiones de Patience Polder. Siempre se hacían realidad. Aunque por lo general no del modo que uno esperaba. Pero estaban predestinadas, hasta la última de ellas.

Cuando Malvern iba a la velocidad del rayo hacia la entrada de la cueva, otra forma corrió aceleradamente en una ruta de intersección con ella. Una forma con deslumbrantes luces rojas y azules, cuyas sirenas ensordecían con su estridente ulular. Un coche de policía salió de la noche y se estrelló a la máxima velocidad contra Malvern.

2004

De todos los vampiros que Malvern había conocido, de todos los mortales a quienes les había dado la maldición, ninguno le había parecido tan odioso como Jameson Arkeley
.

El propósito de él, por supuesto, había sido sólo salvar el día, y luego dejar que lo mataran. Había sido muy sincero respecto a que deseaba el poder sólo por las mejores intenciones. Pero cuando luego lo entendió, cuando ya supo de verdad el poder que podía darle la sangre, cambió de opinión, como era natural. Sin embargo, no parecía reconciliarse con ese hecho. Se negaba a aceptar que quería vivir. Que quería algo que no fuera el estúpido heroísmo y la despreciable nobleza de espíritu
.

Y sin embargo, lo quería. Quería la sangre tanto como cualquier borracho quería beber. Más aún. No había en el mundo ninguna droga más atractiva, ningún alivio de la tristeza podía compararse con la sensación, ¡ay, esa exquisita sensación!, que se experimentaba cuando la sangre golpeaba el fondo de la garganta seca
.

Ella la conocía muy bien. Sabía que cada noche que pasaba, cada noche en que él persistía, el deseo se hacía más fuerte. Tanto si se permitía expresar en voz alta su sed de sangre, como si no
.

Había regresado a por ella después de salvar a Caxton y la ciudad de Gettysburg. Ella había sabido que lo haría. La había amenazado interminablemente, incluso mientras le exigía información; le había contado con gráficos detalles, una y otra vez, cómo le arrancaría el corazón cuando dejara de serle útil. Cuando le hubiese extraído todo lo que tenía en el cerebro
.

Justinia sabía cómo jugar esa partida. Prometía secretos que no poseía. Lo tentaba con el conocimiento de los hechizos, le susurraba secretos de conocimiento vampírico, una gran parte de los cuales se inventaba sobre la marcha. Él, por supuesto, sabía que algunas cosas que le decía eran mentiras, pero no podía saber cuántas. A cambio de las pocas verdades que permitía que salieran de sus labios, ella exigía que le llevara sangre. Que le hiciera un hogar seguro y la protegiera de todos los que quisieran destruirla
.

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