Clara tuvo que dejar de discutir con Laura porque, de repente, no pudo respirar.
Era sólo el hechizo. No dejaba de recordarse ese hecho. Lo que veía, lo que sentía, todo lo que le decía su cuerpo era irreal.
El aire entraba y salía con precipitación de sus pulmones. Empezaba a sudarle la espalda, tenía la sensación de que las paredes de piedra que la rodeaban se cerraban sobre ella. Por delante, el túnel levemente iluminado por la linterna de Caxton se estrechaba hasta no tener más que treinta centímetros de ancho, y menos aún de altura. No había manera de que pudiera meter los hombros por ese pasadizo. Ni quería imaginarse intentándolo.
Sin embargo, cuando volvió la cabeza para mirar atrás estuvo a punto de gritar. Detrás de ella no había pasillo ninguno, sólo una lisa pared de roca.
Clara se mordió el labio e intentó dominarse. Había llegado por allí. Sabía a ciencia cierta que el pasadizo estaba abierto por ese lado y conducía hasta la cámara en forma de burbuja. Lo que veía en ese momento era sólo una ilusión, sólo un truco… repetirse eso una y otra vez pareció ayudarla un poco.
—Vamos —dijo Caxton—. El trozo peor está justo delante. Ya casi hemos llegado.
Entonces, Caxton comenzó a arrastrarse sobre el abdomen, impulsándose hacia delante con manos y pies, a través de una parte imposiblemente estrecha del túnel. Parecía absurdo. Caxton pareció encogerse ante los ojos de Clara, su cuerpo pareció disminuir al avanzar con la luz. Cuando Caxton se metió del todo en el estrecho espacio, dio la impresión de no tener más que la mitad de su tamaño original.
«Es sólo un truco —se repitió Clara—. Es el hechizo de Urie Polder, y no estoy atascada. No me he quedado encajada aquí, bajo toda una montaña de roca. El techo no va a derrumbarse. No voy a quedarme atrapada aquí hasta morir de deshidratación. No voy a perder el control. No voy a…»
La luz de la linterna de Caxton desapareció al otro lado de un recodo, y Clara se quedó en la oscuridad total.
Entonces sí que gritó un poco. Pero se tapó la boca con una mano y se negó a hacer más ruido.
La luz volvió al cabo de un segundo. Una mano enorme apareció a través del túnel que tenía por delante, una gigantesca mano blanca con dedos tan gruesos como los brazos de Clara. La sujetó y tiró de ella hacia delante, hacia la abertura de treinta centímetros de ancho, y Clara tuvo la certeza de que continuaría tirando de ella y que sus huesos se romperían hasta que pasara al otro lado. Estiró los brazos hacia delante para afianzarse y palpó la roca que la rodeaba, cosa que fue todavía peor. Sintió lo sólida que era, lo maciza e implacable y… y entonces…
Se encontró al otro lado. Ni siquiera se raspó la piel contra la piedra cuando la mano la hizo pasar por la abertura. Vio que era una mano de Laura, una mano de tamaño perfectamente normal que la había sujetado y tirado de ella. Cerró los ojos hasta que dejó de tener ganas de dejarse llevar por el pánico y morir allí mismo.
El túnel desembocaba en una caverna descomunal, mucho más grande que cualquier cosa que Clara esperase encontrar debajo de la cresta. Daba la impresión de que toda la elevación estaba hueca por dentro, y que la mayor parte del espacio lo ocupaba aquella cámara increíble. De lo alto colgaban estalactitas de decenas de metros de largo, tal estrechas en la punta como punzones para picar hielo. Un ancho río torrentoso corría entre afloramientos de piedra que parecían agujas de catedrales, velas de cumpleaños, o sonrientes diablos con afilados tridentes. Clara bajó la mirada hacia el agua del río subterráneo y vio que debía de tener diez metros de profundidad. La corriente pasaba a una velocidad increíble. Clara tuvo la certeza de que si ponía los pies dentro de esas aguas, sería arrastrada, llevada hacia las entrañas de la tierra, absorbida para siempre al interior de cuevas inconmensurables y estrellada infinitamente contra rocas sumergidas, hasta no ser más que sangre y pasta de carne.
Luego vio los peces y retrocedió de un salto, presa de un terror completamente nuevo. Eran enormes, grandes como tiburones y blancos como vampiros. Tenían la boca ribeteada de tentáculos que apuntaban hacia atrás, pero eso no era lo más aterrador. No tenían ojos. Su cara no eran más que unas enormes fauces sonrientes, con dientes tan crueles y afilados como jamás lo habían sido los de Malvern.
Clara se preguntó qué la mataría primero si caía al agua, si la corriente o los peces. Las probabilidades estarían muy igualadas.
—Salta por encima del arroyuelo —dijo Laura, barriendo con la luz la superficie del agua, que brilló como un espejo de plata que reflejara el haz de un potente faro—. Vamos hacia esa zona de la izquierda. Allí hay una cámara natural donde prepararemos la emboscada.
—Pero… ¿tengo que cruzar por el agua? —preguntó Clara.
Laura se quedó mirándola.
—Puedes salvarlo con un solo paso. Ni siquiera es necesario que saltes. —Señaló un lugar en que el río describía un meandro en torno a un enorme grupo de estalagmitas, formando espuma y rugiendo al girar. El agua parecía hervir y chasquear los dientes como un ser vivo.
Clara sacudió la cabeza.
—¿Qué anchura tiene? —preguntó. Daba la impresión de que tenía que medir seis metros de una orilla a otra. Seis metros como mínimo—. Yo sé lo que estoy viendo. ¿Qué anchura tiene en realidad?
Laura gimió, descontenta.
—¿Ahí mismo? Más o menos medio metro.
—¿Y esos peces? ¿Qué tamaño tienen, en verdad?
—¿Esas cositas? —preguntó Laura. Rió y dirigió la luz hacia ellos. Los animales no reaccionaron en absoluto, pero Clara pudo verlos aún mejor con la luz, y ya no parecían peces. Parecían monstruos prehistóricos, el tipo de criatura marina que saltaría del agua y arrastraría antílopes hacia la muerte. —Unos peces de colores podrían con ellos en una pelea. No tengo tiempo para esto, Clara. No es real. Tú lo sabes.
—Lo sé. Y también sé qué estoy viendo ahora mismo.
—¡A la mierda! O vienes conmigo ya, o te dejo atrás. Sin luz. No tengo tiempo para cuidar de ti. Si te matan aquí abajo, es porque te has puesto a correr detrás de mí cuando te había dicho, muy claramente, que no te quería aquí.
Clara apretó los dientes. Tenía ganas de decirle a Laura que se fuera a la mierda.
Pero, en realidad, no era el momento más indicado para eso.
Laura saltó entonces por encima del río. Pareció quedarse suspendida en el aire durante largos segundos al describir un arco por encima del agua, con un pie extendido ante sí para llegar a la orilla opuesta. Clara tuvo la impresión de que daría el salto con facilidad.
Entonces, un viento frío atravesó la cabeza de Clara, que se dobló por la mitad de dolor. Oyó una voz como si surgiera a través de un megáfono y sonara directamente dentro de su cerebro.
«Laura —dijo la voz—. No estoy muy satisfecha con tu hospitalidad.»
Caxton tropezó en medio del aire y cayó con un pie dentro del río. Los blancos peces sin ojos se apiñaron en torno a su tobillo como si fueran a devorarla entera. Ella sacó el pie del agua con indiferencia, y lo sacudió para secarlo.
—Mierda —dijo Caxton.
—Supongo que has oído eso —dijo Clara, gritando para que su voz llegara hasta la otra orilla del río y pudiera oírse por encima del fragor de la corriente.
—¿Qué, Malvern? Sí. La he oído. Y sé lo que eso significa. Ya ha logrado desenterrarse. Ya no nos queda tiempo. Ven ahora mismo, o quédate ahí y muere. Me da igual. —Caxton le dio la espalda al río y empezó a caminar, llevándose la luz de la linterna, y dejó la gigantesca caverna sumida en una oscuridad casi total.
Clara cerró los ojos y saltó. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron cuando voló por encima del enorme río, y luego se negaron a relajarse cuando aterrizó al otro lado, ya muy lejos del agua. Tuvo que obligar a su cuerpo a erguirse. Al abrir los ojos y mirar hacia atrás, vio que el río no había sido nada más que un arroyuelo que no superaba los treinta centímetros de profundidad.
No le pidió a Laura que la esperara, sino que la siguió pegada a sus talones.
Una gran parte de la prisión estaba en llamas. Las internas gritaban en el patio, amotinadas, mientras que en el exterior la policía golpeaba la puerta con un ariete. Nunca se había parecido tanto a un castillo medieval asediado
.
En lo alto de la muralla, Justinia observaba a su doble pelear con Laura Caxton, y deseaba poder ser ella
.
Ah, era un deseo estúpido, y lo sabía. El objetivo de aquel plan había sido conseguir que Caxton matara a su doble. La directora de la prisión —una pequeña humana particularmente vil— había sido transformada para que fuese exactamente igual que Justinia, o al menos lo bastante parecida como para que superara una inspección rápida. Justinia le había arrancado un ojo a la mujer con sus propios dedos. Le había puesto el camisón de color malva que Justinia había llevado durante muchísimos años. Le había dicho que su única posibilidad de sobrevivir a esa noche era derrotar a Laura Caxton en combate singular
.
No sería rival para Caxton, por supuesto. Y una vez que la directora hubiese muerto, Fetlock y sus compinches pensarían que Justinia había sido derrotada. Abandonarían la cruzada contra ella
.
Pero Caxton no lo haría. No. Caxton sabría la verdad. Se daría cuenta del engaño. Y entonces se enfrentaría con un dilema. Tendría la oportunidad perfecta, la única, de escapar de la prisión en ese momento. Tendría el motivo perfecto para hacerlo, y sería la única persona que creería que Justinia aún estaba viva. La única otra opción que le quedaría sería la de regresar a su pequeña celda como una buena chica, y cumplir la sentencia hasta el final
.
Si lo hacía, había decidido Justinia, dejaría a Caxton en paz para siempre. Huiría al oeste y se ocultaría durante cien o mil años, en espera de que se presentara una nueva Némesis, fuera hombre o mujer
.
Pero si Caxton seguía a Justinia por encima de la muralla, bueno, la partida volvería a retomarse. Se barajarían las cartas y se repartiría una nueva mano
.
Justinia sabía que debía ejecutar su huida con la debida rapidez. El plan se estropearía si alguien la veía encima del muro. Pero no podía evitarlo; quería mirar sólo un ratito más. Ver vencer a Caxton. Saber qué elección hacía Caxton, si continuaba con la persecución o renunciaba a ella
.
«Vamos, Laura —pensó—. No me decepciones ahora.»
—Sólo tardará unos minutos en encontrar este sitio —dijo Caxton—. Incluso con el hechizo de Urie Polder, irá rápida. Es necesario que estemos preparadas.
Llevó a Clara a la cámara de ejecución, y la luz de la linterna recorrió las paredes. Junto a ella, el cuerpo de Clara se tensó y Caxton sintió que se estremecía. El hechizo no abarcaba esa parte de la cueva. Tal vez sólo sentía cómo se extinguían sus efectos.
O tal vez veía lo que Caxton había visto la primera vez que había entrado en aquella caverna. Tenía que admitir que era impresionante. Incluso hermosa, si uno todavía era capaz de apreciar ese tipo de cosas.
El sistema de cuevas acababa allí, en una enorme geoda natural de seis metros de diámetro. Una burbuja en la roca, con todo el interior de las paredes forrado de cristales purpúreos y azules que destellaban con la luz. Colgaban del techo como un millar de gigantescas estalactitas, y hacían que el suelo fuese irregular, salvo en la zona de la que habían sido meticulosamente eliminados.
Tal vez para Clara era como meterse dentro de un zafiro inmenso. Quizá era como encontrar una cueva del tesoro sin genio guardián. Puede que sólo fuese deslumbrante al mirar cómo la luz se descomponía y difundía, brillando por todo el espacio, reflejándose y refractándose en un abanico prismático. Era posible que para Clara fuese como algo salido de un cuento de hadas.
Para Caxton era la trampa perfecta.
Suelo desigual. Una entrada. Muchos sitios naturales donde ponerse a cubierto. Justinia Malvern no tendría más elección que la de entrar rugiendo a través de la estrecha abertura, el único punto de acceso desde la caverna del largo arroyuelo. Caxton ya había calculado el mejor sitio en el que estar cuando eso sucediera. El mejor lugar desde el que disparar. Tal vez el único disparo que efectuaría.
—Vete allí —dijo Caxton, señalando un punto situado fuera del camino—. Escóndete si puedes. Mantente fuera de mi camino. Eso puedes hacerlo, ¿verdad?
Clara la miró con el ceño fruncido.
—Tengo un arma. Puedo proporcionarte fuego de cobertura.
Laura negó con la cabeza.
—Ya has visto lo bien que funciona eso. Las balas de tu fusil de asalto ni siquiera la distraerán. No. Es toda mía.
—Por supuesto que lo es —dijo Clara.
Laura cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. De repente se sintió muy, muy, cansada. Los últimos dos años empezaban a hacerse sentir de golpe, todas las noches de dormir poco, todos los días pasados trabajando tan duramente…
—El plan —dijo, suspirando profundamente— era que yo estuviese aquí, sola con ella, al final. Así era como se suponía que debía suceder. Las dos encerradas aquí dentro. Para siempre.
Los ojos de Clara brillaron por la luz refractada.
—¿Para siempre? Pero ¿qué pasará después de que la mates? ¿Cómo se supone que vas a salir?
Caxton se encogió de hombros.
—Ya… veo —dijo Clara—. No vas a salir. En ningún momento tuviste la intención de abandonar este lugar.
Caxton estaba demasiado cansada para explicárselo. Dejó que Clara lo dedujera por su cuenta.
—Todavía llevas la maldición dentro. Desde la vez en que Reyes… desde que te la implantó dentro de la cabeza —dijo Clara—. Él quería convertirte en vampira. Te implantó dentro la maldición, pero eso no fue suficiente. Tenías que suicidarte. Ésa es la única manera para crear un vampiro. Tenías que suicidarte y él hizo todo lo posible por empujarte a eso, pero no funcionó. Aunque, por supuesto, no es algo que se extinga, ¿verdad?
—No.
—Así que si mueres aquí, si te matas tú misma, regresarás como vampira. —Clara se tapó la boca con una mano. Luego negó con la cabeza—. Pero si Malvern te mata, no es un suicidio —señaló.
—¿Estás segura? Las víctimas de los vampiros no se matan sólo porque estén deprimidas, Clara. La maldición las impulsa a hacerlo. Les hace creer que la muerte será maravillosa, una liberación fantástica. O tal vez saben qué los aguarda al otro lado, y no pueden esperar a que las cosas sucedan cuando deben. No es el acto de cortarte las venas de las muñecas o de tomar demasiadas píldoras lo que sella el trato. Es el deseo de morir.