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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (46 page)

—La adulación no te llevará a ninguna parte —dijo Caxton.

—Te queda un cartucho. ¿Por qué no disparas? Mátame, muchacha. Haz lo que quieres hacer. Es lo que habría querido Jameson. Pero asegúrate de no darle a ésta, ¿eh? Asegúrate de no matar a tu amante.

No había tiempo para pensar. Si le daba a Malvern un segundo para idear un plan mejor, sería todo el tiempo que necesitaría la vampira. Caxton levantó el arma y apuntó directamente al corazón de Malvern.

Que estaba detrás del pecho de Clara.

La carne humana de Clara no frenaría los colmillos de vampiro. Atravesarían a Clara y matarían a Malvern. Lo único que tenía que hacer era apretar el gatillo.

Todo el mundo era prescindible. Se lo habría prometido a sí misma. Cuando el plan había incluido el sacrificio de su propia vida, ni siquiera había parpadeado ante la idea.

—Laura —dijo Clara.

—No lo hagas —le dijo Caxton—. No hagas que esto sea más difícil, no digas…

—Hazlo.

Caxton se quedó mirando a la otra mujer. No podía creer lo que acababa de oír.

—Merece la pena —dijo Clara—. ¡Si no disparas ahora mismo, nos matará a las dos! Hazlo.

—Niña —aulló Malvern—, ¿sabes lo que dices? ¿Lo sabes?

Caxton volvió a levantar el arma. Apuntó con cuidado. Sólo tenía que apretar el gatillo. Sólo tenía que disparar.

—No —dijo Malvern—. ¡No! ¡No puedes! ¡No puedes hacerlo!

Caxton estudió sus manos. Flexionó el dedo junto al gatillo.

Luego bajó la escopeta.

—Tienes razón. No puedo.

Malvern empezó a reír. Pero no rió mucho rato. Sujetar a Clara con un solo brazo significaba que no podía controlar lo que Clara hacía con las manos. Sin la más leve advertencia, Clara se apoderó del fusil que llevaba colgado y disparó hasta vaciar todo un cargador. No contra el cuerpo de Malvern, por supuesto, ya que eso habría sido un desperdicio de munición. Apuntó hacia lo alto y disparó al techo.

Los cristales de cuarzo que colgaban de él eran frágiles en el mejor de los casos. No podían soportar un trato semejante. Cayó una lluvia de grandes trozos de roca cristalizada. Cayeron estalactitas como lanzas justo sobre la cabeza de Clara. La cabeza de Clara, y de Malvern.

La vampira sintió pánico y la soltó. Malvern se alejó corriendo de las rocas que caían, mientras Clara era sepultada bajo una pila de cristales azules. Malvern empezó a reír otra vez mientras se apartaba de un salto.

—¿Pensabas que me aplastarían unas rocas, cariñito? —preguntó—. ¿Pensabas que…?

Malvern calló de repente. Había sentido la presencia de Caxton detrás de sí.

Caxton apoyó el cañón de la escopeta contra la espalda de Malvern, justo a la izquierda de su columna vertebral. Y disparó.

2008


¡No! —aulló Justinia—. ¡No!

Sintió como cada diente abría un túnel a través de su cuerpo. Sintió como excavaban pasadizos a través de su carne, sintió como la desgarraban, la hacían pedazos. Cuando le llegaron al corazón, empezó a chillar
.


¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No es justo! ¡Has trucado la baraja! ¡Has hecho trampa!

Pero así era como se jugaba la partida. Ella había hecho todas las trampas posibles con los triunfos que tenía en la mano, y los había jugado. Laura tenía mejores cartas, y nada más
.


¡No es posible! ¡Es trampa! —chilló Justinia al caer, golpeando el suelo con el puño, pateando con los pies la roca. No veía nada con el ojo que le quedaba. Todo se había vuelto negro. Pero podía sentir a Laura detrás de sí. La sentía moverse
.

Todos los jugadores saben que hay manos malas. Es algo que todos temen. A veces, tus cartas no valen nada. A veces, la suerte te da la espalda
.

Justinia no podía aceptarlo, ni siquiera cuando los últimos rastros de vida la abandonaban. Ni siquiera mientras agonizaba
.


No —lloriqueó—. No. No. No
.


Cállate, vieja arpía —dijo Caxton, y luego pisoteó la cabeza de Justinia. Hasta que todo hubo acabado
.

60

Clara no había sentido tanto dolor en su vida.

Se había roto huesos antes. La habían apuñalado, había recibido descargas eléctricas y sufrido otros muchos tipos de lesiones. Pero nunca antes le había caído una montaña sobre la espalda. La mayor parte de su cuerpo estaba enterrado bajo cristales azules que no eran pesados por sí solos, pero que entre todos sumaban un buen peso. No quería moverse. Ni siquiera quería respirar profundamente.

Estaba del todo segura de que tenía costillas rotas, y probablemente también una pierna y un brazo fracturados. Las rocas habían caído con fuerza.

Pero —y ahí estaba el quid de la cuestión—, seguía con vida.

Laura no le había disparado. Se había negado a matarla, aunque hacerlo significara matar a la vampira. Se había visto obligada, del modo más espantoso posible, a elegir entre Clara y Malvern. Y había elegido.

—Laura —dijo—. Laura, tesoro. Por favor. Necesito ayuda.

La otra mujer no respondió. Se quedó allí de pie, apenas visible en la escasa luz. De pie, con la escopeta en las manos, sin moverse en absoluto. Como si no pudiera creer lo que había hecho. Como si no supiera qué hacer a continuación.

—Vamos, Laura. Estoy hecha polvo —dijo Clara.

Nada.

Al final tuvo que recuperar la libertad por sus propios medios. No fue fácil. Usó el brazo que era probable que no tuviera roto para desplazar las rocas, unas cuantas por vez. Tardó una eternidad. Pero cuando por fin quedó libre se encontró con una sorpresa agradable. No tenía la pierna rota. Sólo un esguince grave. En caso de vida o muerte, probablemente podría caminar.

Aunque preferiría no intentarlo. Se arrastró hasta Laura y asió uno de sus tobillos. La intrépida cazavampiros apenas respingó.

—¡Laura, reacciona! —dijo Clara.

Laura se volvió a mirar detrás de sí como si no supiera muy bien quién le hablaba. Al fin bajó la mirada. Tiró la escopeta hacia atrás y extendió los brazos para ayudar a Clara a ponerse de pie. Clara saltó un poco a la pata coja, apoyada en Laura, hasta que le pilló el truco para no caerse y quedar tullida para siempre. Requirió mucho dolor, y muchas pruebas.

—Sigue muerta —dijo Laura.

Era lo primero que decía desde que había muerto Malvern.

—¿Qué? —preguntó Clara.

—Aún espero que vuelva a la vida, que se levante de un salto y nos ataque. Sería muy propio de ella.

Clara bajó la mirada hacia el cadáver de Malvern. «Cadáver» era la palabra, sin lugar a dudas. Las botas de Laura habían machacado la cabeza de Malvern, pero el verdadero daño estaba en el pecho. Los dientes de vampiro le habían abierto un agujero que le atravesaba el cuerpo. Quedaban unos pocos jirones del corazón de Malvern, pero no se movían. Así era como se mataba un vampiro. No podían sobrevivir sin el corazón. Sin cualquier otra cosa, tal vez, pero necesitaban el corazón.

—Te prometo —dijo Clara— que no va a volver.

Luego contuvo el aliento por si acaso se equivocaba. Pero el cadáver continuó allí tendido, inerte.

Laura no respondió nada.

—Vamos. Tenemos que salir de aquí —dijo Clara. Aun a sabiendas de que era más fácil decirlo que hacerlo.

Clara recogió la linterna. Luego fue a la pata coja, con ayuda de Laura, hacia la entrada de la cueva. Resultó que el hechizo de Urie Polder no surtía ningún efecto cuando uno intentaba salir de la cueva. Por primera vez, Clara vio lo estrecho que realmente era el arroyuelo, y lo ancho que era el túnel por el que había creído que no podría pasar. Pero cuando llegaron a la cámara más exterior, vio que la muralla de rocas continuaba allí, bloqueando la salida. Aún flotaba en el aire el polvo que había levantado la explosión. Tenía la sensación de que habían transcurrido horas.

—Joder, ¿qué vamos a hacer ahora? —preguntó Clara.

Laura no tenía respuesta. Nunca había tenido la intención de salir de la cueva. Había querido asegurarse de que Malvern tampoco pudiera salir. La cueva estaba sellada.

Clara se preguntó cuánto aire les quedaría. Probablemente era mejor no pensar demasiado en eso.

Intentó retirar las rocas que bloqueaban la entrada, pero la mayoría eran demasiado grandes para que pudiera levantarlas. Pensó que tal vez descansaría un minuto y volvería a intentarlo, por escasas que fuesen las esperanzas. ¿Qué más iba a hacer?

Así que se sentó sobre una roca grande, cerró los ojos e intentó descansar.

—Supongo que ahora me odias —dijo Laura.

—Tendría una buena razón para hacerlo —le respondió Clara, abriendo los ojos.

Laura asintió.

—Te has comportado como una absoluta gilipollas durante, ¿qué, dos años? Hará falta mucho para lograr que vuelva a confiar en ti. Eso lo entiendes, ¿verdad?

—Sí.

Clara meneó la cabeza. Los efectos de la adrenalina comenzaban a pasársele, y el dolor del brazo, en especial, empezaba a anunciar su presencia. Deseó tener aspirinas. O un martillo neumático, ya puestas.

—No sé si alguna vez podremos volver a ser como éramos antes. Y no es que llegáramos a tener la mucho… lo que yo quería que fuéramos. La verdad es que no sé lo que siento ahora por ti… Parece razonable, ¿verdad?

—No.

Clara apretó los dientes. Respirar empezaba a causarle dolor. Era probable que fuera a morir allí, y lo único que se le ocurría era hacerle pasar un mal rato a Laura.

A la mierda.

—Antes habrías podido dispararme. Probablemente deberías haberlo hecho.

Laura la miró con ojos inexpresivos.

—Todavía queda algo humano en ti. Los vampiros no se lo han llevado todo —señaló Clara—. Deberías haberme disparado, pero no lo hiciste. Vacilaste. Malvern podría habernos matado a las dos a causa de esa vacilación.

—Lo… lo siento —dijo Laura.

—¡No! Eso no es lo importante —insistió Clara—. Lo importante es que, cuando tuviste que escoger, cuando tuviste que hacer el sacrificio, hiciste la elección humana. No estás muerta por dentro. No del todo.

Se puso de pie, con cuidado, y fue a la pata coja hasta donde estaba Laura, con la vista fija en el muro de roca que tenía delante.

—Ven aquí —dijo cuando Laura no pareció captar la indirecta—. ¡Coño! Ven aquí y bésame.

Laura abrió más los ojos. Pero se inclinó y besó a Clara, un suave beso en los labios.

—Eso ha sido muy casto —dijo Clara. Luego rodeó a Laura por el cuello y le metió la lengua en la boca.

Laura se echó un poco hacia atrás.

—No… no tienes que hacer eso para animarme.

—Tal vez soy yo la que necesita animarse —replicó Clara—. Y, en cualquier caso, como ya te dije una vez, pienso que las cazavampiros son sexys.

—Yo no lo soy —replicó Laura, al tiempo que negaba con la cabeza—. Ya no soy una cazavampiros.

—Genial. Entonces, ¿qué vas a hacer a continuación?

Laura no tenía respuesta para eso. Clara volvió a la pata coja hasta la roca, y se sentó otra vez.

—¿Empieza a hacer calor aquí dentro, o estoy a punto de desmayarme y morir a causa de las heridas? —preguntó.

La verdad era que estaba haciendo más calor. Las rocas que tenían delante comenzaron a resplandecer. Se retiraron más adentro por el túnel, pues no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo. Pasado un rato tuvieron que trepar a una roca caída porque de la muralla que sellaba la boca de la cueva comenzó a caer un río de piedras fundidas.

Entonces algo cedió, las rocas se derrumbaron, y a través de un agujero entró aire fresco. El pálido semblante de Patience Polder las miró desde el exterior.

Laura pareció confundida.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.

—Un antiguo hechizo que me enseñó mi padre —explicó Patience.

—Pero… ¿por qué? Os dije que me dejarais aquí dentro. Os dije que iba a morir aquí, con ella —insistió Laura.

—Usted me dijo muchas cosas, señorita Caxton. Pero siempre parece olvidar que puedo ver el futuro. Sabía con total exactitud cómo iba a acabar esto. Ahora, salgan por aquí, por favor. Y con cuidado… estas rocas todavía están lo bastante calientes como para que se quemen.

Epílogo: 2012

En la casa de los Polder, Patience se subió a un taburete para dar cuerda al antiguo reloj de pie que había en el vestíbulo de la entrada principal.

—¿Sabes qué sucede si se detiene? —preguntó Laura.

—Lo sé —replicó Patience. Su rostro se ensombreció por un momento—. Pero no se detendrá, al menos durante nuestra vida. Siempre tendré mucho cuidado de darle cuerda cada día, hasta que sea vieja y muy frágil. Y entonces tendré hijos que lo harán por mí.

Laura se estremeció un poco. Incluso en ese entonces, después de tantos años, Patience Polder todavía le ponía un poco los pelos de punta.

En esa época, la muchacha vestía siempre de negro. Había cambiado los vestidos blancos y recatados sombreritos de tela por los informes vestidos negros que siempre había llevado su madre, Vesta. No parecía correcto que vistiera de negro, al menos ese día. Pero Laura no cuestionaba las decisiones de Patience.

Laura vestía unos pantalones holgados para ocultar el dispositivo de control electrónico que llevaba en torno a un tobillo. Pasarían seis meses más, con buen comportamiento, antes de que se lo quitaran. Era un rollo, pero sin duda mejor que volver a la prisión. Llevaba una camisa blanca de hombre, de vestir, una corbata alegre, y una levita. También lucía una de esas florecillas blancas llamadas «velo de novia» prendida en la solapa.

Así que tal vez no era la más indicada para criticar la ropa de los demás, pensó. El atuendo le había parecido apropiado para el papel que desempeñaría en los acontecimientos del día, aunque la mayoría de los habitantes de La Hondonada habrían preferido que llevara un vestido. Laura Caxton no era de ponerse muchos vestidos.

Tal vez llevaría uno para su propia boda.

Llevó a Patience por el largo sendero que descendía hasta La Hondonada, mientras un improvisado grupo musical tocaba la marcha nupcial. Le dio el brazo a Patience para recorrer el último trecho. Ya con diecinueve años de edad y bastante más alta que antes, no tuvo que ponerse de puntillas para sujetarse bien. Las dos caminaron con paso majestuoso al interior del claro, y Laura vio lo bien que se habían rehecho los brujetos. Ya no había rastro ninguno de los incendios ni de la batalla que habían tenido lugar allí, salvo por una cicatriz en el bosque de la cresta de enfrente, donde se había estrellado el helicóptero. Pero incluso eso acabaría por desaparecer.

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