—El medio muerto al que torturé esta mañana se mostró muy servicial —dijo Arkeley.
—¿Eso fue antes o después de desayunar? ¿O durante el desayuno?
Aquello no tenía ningún sentido. Nunca había sucedido nada parecido.
«Podría haber sucedido —le dijo Malvern a Caxton—. Habría podido ser. Si tú hubieras sido menos testaruda.»
«¿De qué estás hablando? ¿Por qué iba a estar Clara aquí, y no yo, si…?
»Ay, demonios, no.»
Malvern rió dentro de la cabeza de Caxton. «Mira. Mira lo que habría podido ser.»
Clara dirigió la linterna hacia una puerta que había en la pared que tenía delante. Una puerta que tenía un ventanuco con cristal. Cuando la luz tocó el ventanuco, Caxton sintió que su cuerpo regresaba, que volvía a formarse en torno a su consciencia. Salvo por el hecho de que no era su cuerpo. No era como ella lo recordaba.
Ese cuerpo era más fuerte. Mucho más fuerte. Sus manos eran zarpas blancas. Era lampiño, con orejas puntiagudas y ojos rojos.
Y estaba desesperado por beber sangre.
«No. No. No me hagas ver esto», imploró Caxton.
«No tienes elección.»
Clara dio un paso hacia la puerta. Otro. Levantó el arma y apuntó con ella al ventanuco.
El cuerpo de Caxton se movió entonces, a una velocidad que ella jamás habría creído posible. Había júbilo, una ola de placer casi sexual en la forma en que su cuerpo se movía, en su velocidad, su potencia. Atravesó la puerta como si estuviera hecha de papel. Salió disparada al corredor como si fuera una bala. Sin embargo, no atacó a Clara, como temía. Pasó de largo ante Clara, y fue directamente hacia Jameson Arkeley.
Sus zarpas aferraron a aquel viejo enclenque. El débil tullido… sintió el corazón de él latiendo junto al suyo al abrazarlo contra su cuerpo. Latiendo a gran velocidad, la sangre bombeando a las extremidades. Era embriagador. Era insoportable. Echó atrás la cabeza y sonrió, dejando a la vista los dientes afiladísimos.
—¿A qué estás esperando? ¡Dispárale, pequeña idiota! —bramó Arkeley.
Clara se volvió con la Beretta que sujetaba con las dos manos. Su linterna cayó al suelo, a cámara lenta, flotando hacia el suelo como si fuera una pluma.
—¡Dispárale! —gritó Arkeley.
Las manos de Clara temblaron al apuntar.
—No puedo —dijo—. Es Laura. Es… es Laura. Estoy segura de que lo es.
—Laura lleva meses muerta —protestó Arkeley—. ¡Lo sabes! La viste morir en Arabella Furnace. ¡Viste lo que Deanna le hizo! ¡No cometas el mismo error!
Pero Clara no disparó.
Caxton clavó los dientes en el cuello de Arkeley. La sangre manó con rapidez, caliente, entrando como un torrente en su boca, derramándose sobre su piel blanca. Arkeley murió un momento después, pero antes tuvo tiempo de decir una última frase.
—Siempre supe que eras demasiado débil para este trabajo.
Caxton no permitió que le afectara. Dejó caer el cadáver cuando quedó satisfecha. Sabía que si quería, podía hacerlo volver como medio muerto. Hacerle decir lo que ella quisiera que dijese, mientras se arrancaba la piel de su propia cara.
Pero no era para eso que estaba allí esa noche. No había ido a matar. Había ido a dar nueva vida.
—Clara —dijo, y para sus propios oídos su voz era un gruñido, un grave ronquido de amenaza—. Clara, se ha terminado. No te quedan más opciones.
A Clara le tembló todo el cuerpo. No dijo nada.
Detrás de ella, por la puerta rota, otros dos vampiros salieron con precipitación al corredor. Malvern y Deanna. Se quedaron detrás de Clara, preparadas para asirla y sujetarla contra el suelo en caso necesario, si Caxton no lograba convencerla.
—Podemos volver a estar juntas —gruñó Caxton. Avanzó un paso hacia Clara. Uno. Clara volvió a alzar la pistola, pero Caxton se la quitó sin más de la mano y la arrojó lejos—. Podremos ser amantes si dices que sí. Nunca antes tuvimos la oportunidad. Nunca llegué a hacerte el amor. Pero ahora puedo.
—Laura —dijo Clara. Había algo raro en su voz.
—Seremos una familia. Tú y yo. Deanna y Malvern. Ellas están dispuestas a compartirme. Ellas también serán tus amantes. Amantes, hermanas y madres, eso es una familia, ¿verdad? Sólo tienes que decir sí. Sé que estás asustada. Yo también lo estaba.
—¡Laura, joder, vamos, Laura! ¡Venga, despierta ya! —dijo Clara.
Caxton no sabía de qué estaba hablando. Detrás de Clara, sin embargo, Malvern se puso rígida como si entendiera. ¿Qué estaba pasando? Este sueño no tenía tanto sentido como los otros. Y tampoco era tan sólido. Los bordes parecían borrosos. La luz no era normal.
No importaba. Caxton no tenía control sobre su propia voz. Estaba leyendo un guión escrito por Malvern. No tenía más elección que continuar.
—Es bueno, Clara. La sensación es muy buena. Y es para siempre. Podremos estar juntas para siempre.
Clara la abofeteó.
No debería haberle dolido. No debería haber hecho que la cabeza de Caxton girara hacia el lado contrario. Los vampiros eran más fuertes que eso. Mucho más fuertes.
Clara volvió a abofetearla.
—¡Despierta, jodida idiota! ¡Despierta! ¡Ella está aquí!
La luz volvió a cambiar, esta vez de modo radical. El rostro de Clara continuaba suspendido ante ella, pero las vampiras que habían estado detrás de Clara habían desaparecido, al igual que el pasillo, y sólo había oscuridad, oscuridad y algo azul, algo…
—¡Despierta!
Caxton boqueó al inspirar y se quedó mirando el techo de la cueva, con los ojos fijos en los cristales de cuarzo azul y verde que había allí arriba. Mirando la cueva… la cueva que estaba debajo de la cresta, el lugar…
El sueño había acabado.
—Mierda —dijo Caxton.
Malvern gateaba por el techo. No la Malvern de sus sueños. La Malvern de la realidad, la Malvern que había matado a tantos en La Hondonada, la Malvern que en ese momento estaba atrapada con ellas dentro de la cueva. Esa Malvern había abandonado toda pretensión ilusoria. No iba vestida con nada más que unos pocos restos de uniforme antidisturbios quemados. Su único ojo encarnado ardía con sangre.
Y caminaba por el techo como una araña.
—¡Mierda! —repitió Caxton. Estaba tumbada en el suelo, con Clara inclinada sobre ella, preparada para darle otra bofetada. Malvern estaba a punto de caer sobre las dos.
Caxton bajó una mano y palpó la bolsa de nailon que había llevado consigo. Encontró la escopeta y la levantó con tanta rapidez que no tuvo tiempo de apuntar, pero no importaba, tenía que disparar… entonces entendió, entendió lo que Malvern había estado intentando hacer.
La escopeta disparó con un retroceso peor de lo que ella recordaba. El cartucho atravesó los cristales del techo a apenas unos centímetros del lugar en que estaba Malvern, y sobre los hombros y el pelo de Clara cayeron esquirlas de cuarzo.
«Mierda…» Uno de los cuatro preciosos cartuchos, y había errado.
Malvern rió.
Maldición, Malvern no había tenido ninguna intención de hablar con ella. El sueño no había estado destinado a convencer a Caxton de que se convirtiera en vampira. Sólo había sido una distracción. Malvern sólo lo había utilizado para ganar tiempo mientras encontraba el camino, a través del hechizo de Urie Polder, hasta la geoda.
«Mierda —pensó Caxton—, mierda mierda mierda
»
, mientras arrancaba un cartucho de la culata del arma y lo cargaba. ¡Mierda! No había previsto eso en sus planes, había olvidado lo que podía hacer un vampiro, había olvidado que Malvern sería capaz de penetrar en su mente de esa manera.
—De verdad, Laura —dijo Malvern desde el techo, por donde correteaba, aproximándose más. Se encontraba ya a menos de seis metros de distancia—. De verdad, tu pequeño trabuco no puede hacerme daño ahora. He bebido tanta sangre que soy invulnerable a todas las armas que tienes.
Caxton se obligó a apuntar con cuidado. Con una escopeta nunca se podía contar con una verdadera precisión. Pero a veces no era necesaria.
Volvió a disparar, en el mismo momento en que Malvern se ponía a reír una vez más.
Esa risa no duró mucho.
La munición del interior del cartucho salió disparada hacia lo alto, contra la pierna izquierda de Malvern, y le acertó en la parte superior del muslo. La munición especial atravesó músculo y hueso, rompió el fémur de Malvern y destrozó su carne.
La vampira lanzó un alarido y cayó del techo, estrellándose como un fardo contra el suelo.
—Inmune, ¿eh? —dijo Caxton.
Los alaridos de los mortales que la rodeaban apenas si llegaban a los oídos de Justinia
.
—
Más —dijo, y los medio muertos cumplieron con su voluntad, arrastrando hacia ella más cautivos. Ella abría tajos, desgarraba y clavaba los colmillos en ellos, mientras su sangre le bañaba el cuerpo y se solidificaba en grandes cantidades coaguladas sobre su piel—. ¡Más!
Era la última, el único vampiro que quedaba. Tenía intención de presentar un buen espectáculo al llegar la mañana
.
—
Más —gruñó. Con cada gota de sangre que se deslizaba por su garganta, se hacía más fuerte. Su piel se volvía más dura, sus huesos más resistentes. Se volvía más rápida y fuerte. La sangre palpitaba en su interior, la colmaba de energía. Era casi demasiado para soportarlo. Se llenó por primera vez en siglos, se sintió saciada como nunca antes—. Más. —Se hinchó de sangre como una garrapata, se sintió como si fuera a explotar—. ¡Más!
Durante muchísimo tiempo se había sometido al hambre. Había racionado la sangre que bebía para minimizar las pruebas que dejaba detrás de sí. Había demasiados humanos buscándola con la intención de destruirla. Había logrado sobrevivir sólo porque había sido discreta. Pero ya no. Ahora bebería toda la que pudiera. Y más aún
.
Todo estaba en su sitio. Todos sus enemigos se reunirían, tal y como ella había planeado. Opondrían tanta resistencia como pudieran. Ella poseería un pequeño ejército de medio muertos, y el poder de su propio cuerpo, de su propia mente
.
Si moría en La Hondonada, si Caxton acababa con ella, sería el fin de su raza. Justinia no sentía ningún remordimiento al respecto. Era apropiado, pensaba, que ella, la más brillante, la más artera de los vampiros que habían existido jamás, fuera la última. Pero si vivía, si los mataba a todos…
Entonces no habría quien la detuviera
.
—
¡Más!
Malvern se puso de pie, no sin dificultad. Tenía la pierna destrozada, un amasijo de fibroso tejido blanco que apenas colgaba de un hueso roto. Bajó hacia él su único ojo, y por sus labios escapó un siseo. Intentó dar un paso hacia Caxton, y la pierna se le dobló. Volvió a caer al suelo, aullando, y agitó los brazos frenéticamente al intentar levantarse otra vez.
Caxton esperaba que le doliese como los mismos fuegos del Infierno.
Había ganado unos preciosos segundos. Los aprovechó para cargar otra vez el arma, una serie de movimientos que había practicado una y otra vez hasta poder hacerlos a una velocidad inhumana. Abrió la escopeta y expulsó el cartucho vacío. Despegó otro de la culata, lo encajó en su sitio y subió el cañón. Malvern levantó la mirada y avanzó con paso tambaleante hacia ella, a una velocidad no superior a la de un atleta olímpico a la carrera.
Caxton apuntó con el arma y apretó el gatillo. La precisión de la escopeta fue desastrosa, peor que cualquiera de las veces en que había practicado con ella a lo largo de los años. Aun así, no erró.
La munición atravesó el hombro izquierdo de Malvern. No llegó a darle en el corazón, pero le causó daños. El tejido se abrió y cayó, los huesos se hicieron pedazos. El brazo de Malvern se desprendió e impactó contra el suelo de la cueva con el golpe sordo de algo mojado.
La carne de la pierna ya estaba cicatrizando, uniéndose otra vez. Caxton ya no veía el fémur. La piel ya se había cerrado sobre la herida.
—¿Qué has hecho? —preguntó Malvern con voz ronca.
Caxton abrió la escopeta y extrajo el cartucho gastado.
—Le he puesto lo más afilado del mundo —dijo—. Lo único que ahora mismo podría herirte de verdad, supongo.
—¡No! —dijo Malvern.
Caxton despegó el último cartucho. El que tenía que contar.
—¿Qué es? —preguntó Clara.
—Dientes de vampiro —replicó Caxton, sin apartar los ojos de Malvern—. Los dientes de un vampiro llamado Congreve, para ser exactos, cargados dentro de un cartucho de escopeta. Fue una idea de Jameson Arkeley. Él sabía que los vampiros podíais haceros daño los unos a los otros. Pensó que vuestros dientes tal vez retendrían una parte de su poder después de morir vosotros.
Acabó de cargar el cartucho. Luego avanzó un paso hacia Malvern. Nada había acabado aún. Y no lo haría a menos que pudiera disparar limpiamente al corazón de Malvern. Ése era su único punto vulnerable. La única manera de matarla. Avanzó otro paso.
Malvern se movió entonces a la máxima velocidad que Caxton hubiese visto jamás, y Laura tuvo la certeza de que ya estaba muerta. Había contado con que la sorpresa, la conmoción de verse herida de verdad, volvería a Malvern más lenta.
La conjetura fue errónea.
Todo habría podido acabar justo allí y en ese preciso momento. Malvern habría podido caer sobre ella antes de que lograra efectuar el último disparo. Habría podido hacer pedazos a Caxton allí mismo. Pero Justinia Malvern nunca había sido de las que atacan de forma directa.
Por el contrario, le gustaba hacer cosas asquerosas. Obrar taimadamente.
Fue a por Clara.
Sucedió con tal rapidez que Caxton apenas pudo seguirla. Malvern se convirtió en una franja blanca sobre el suelo de la cueva, y a continuación estaba de pie, sujetando a Clara ante sí con el brazo que le quedaba, usándola como escudo humano.
Clara, la persona a la que Caxton había amado más que a nada en el mundo. Clara, su amante. Clara, su pareja.
Laura se acorazó. Había pasado dos años intentando olvidar todo eso.
—Tal vez —dijo Malvern—, deberíamos discutir esto.
Caxton aferró la escopeta con ambas manos. No se encontraban a más de un metro y medio de ella. La distancia de un disparo a quemarropa, incluso para un arma tan birriosa como aquélla.
—Puedes matarme, desde luego que sí, las dos lo sabemos. Has sido lista, Laura. Condenadamente lista… Me has superado en ingenio.