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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (23 page)

—Todo eso está muy bien. Pero, ¿qué dicen?

—Que llegará un hombre con el que ya habéis participado en grandes aventuras y emprenderéis juntos una arriesgada empresa.

—¡Juan de la Cosa! —exclamó Ojeda incapaz de contenerse—. Es mi mejor amigo, y ahora está en Sevilla convenciendo al Obispo Fonseca…

—¡No me deis detalles! —le interrumpió Gertrudis Avendaño con sequedad—. Saber demasiado suele condicionarme. De momento no me interesa conocer vuestro nombre ni el de vuestros amigos. Tan sólo sé que uno vendrá y que emprenderéis un viaje al confín del mundo conocido, pero que él nunca llegará.

—¿Por qué?

—No lo sé —admitió la otra con naturalidad—. Estoy leyendo en vuestras manos, no en las suyas.

—¿Y yo llegaré?

—Sí. Llegaréis, pero ese lugar se convertirá para Vos en un infierno.

—¿Qué clase de infierno?

—Cada cual tiene su propio infierno de acuerdo a sus temores. El mío sería no alcanzar a ver más allá de lo que ven mis ojos. Ignoro cuál es el vuestro.

—El fracaso.

—En ese caso el fracaso os acompañará dondequiera que vayáis como una nueva sombra. Plantaréis un gran árbol que dará hermosos frutos, pero será alguien a quien aborrecéis quien recoja esos frutos.

—No es muy halagüeño lo que auguráis —se lamentó el de Cuenca con evidente amargura.

—La verdad casi nunca lo es —admitió Gertrudis Avendaño—. Cuando estaba en la corte me veía obligada a ocultar muchas cosas porque aquella gente no pretendía conocer su destino, sino que les confirmara el que querían que fuese. —Sonrió con aquella especie de mueca que la hacía aún más repelente—. Aquí todo será distinto —añadió—. Aquí encontraré hombres que no temen la verdad. —Le apretó la mano con fuerza—. ¡Vos habéis sido el primero!

—¡Dudoso honor, si tan negro me lo pintáis! —masculló Ojeda con desgana—. ¿Qué me podéis aclarar sobre mi muerte?

—Jamás hablo de muerte. Todas las manos son diferentes, pero la muerte alcanza por igual a reinas y prostitutas. Y es además algo tan íntimo que ni siquiera yo puedo interferir. —El tono de su voz se suavizó, como si por alguna extraña razón se humanizase al añadir—: Lo que sí puedo deciros, es que vuestra fama perdurará durante siglos, e incluso habrá quien asegure que fuisteis el más querido y admirado y estuvisteis a punto de ser el más grande entre los grandes.

—Estar a punto es peor que no haber iniciado el camino.

—Os equivocáis. Lo que importa es la voluntad de recorrer ese camino. Llegar o no al final tan sólo depende de la suerte, y por desgracia malgastasteis la que os correspondía.

—Eso es muy cierto —admitió el de Cuenca—. Permitirme salir con bien de tantos lances debe haber dejado sin recursos a mi diosa de la fortuna si es que aún existe.

—Sois Ojeda, ¿verdad? —inquirió ella—. ¿El Capitán Alonso de Ojeda, al que llaman El Caballero de la Virgen?

—Creí que lo sabíais desde el principio.

—No podía saberlo puesto que os suponía en «Tierra Firme». —La mujeruca agitó su rala cabellera descuidada—. Razón tenía mi sueño —añadió—. Llego a este lugar y casi la primera persona con la que me relaciono, es Alonso de Ojeda. ¡Me esperan grandes cosas! —añadió, al tiempo que abría las manos y le mostraba las palmas como si con ello estuviese aclarándolo todo—. ¡Mirad mis manos! —exclamó exaltada—. En ellas está escrito que viviré cien años y conoceré a todos aquellos que construirán la Historia.

—¿Seré yo también parte de esa Historia?

Gertrudis Avendaño lanzó una despectiva mirada a Francisco Pizarro, que era quien había hecho la pregunta aproximándose de nuevo con su bayeta en la mano, y aunque por un momento pareció a punto de responder agriamente mandándole al infierno, concluyó por encoger los escuálidos hombros con más conmiseración que condescendencia.

—¿Por qué no? —replicó desganada—. ¡Nunca se sabe!

—¿Me leeréis también las manos?

—¿Esas?

—No tengo otras —le hizo notar el trujillano—. Pero puedo lavármelas. —Hizo una corta pausa y su mirada dijo más que sus palabras—. ¡Por favor!

La otra lanzó un suspiro que era casi un reniego, dudó un instante, pero al fin hizo un gesto para que se aproximara.

—¡Está bien! —aceptó a regañadientes—. ¡Veamos qué encontramos ahí!

El otro se apresuró a lavárselas en una palangana, se las secó a conciencia y avanzó con ellas extendidas como un niño que acude a recibir el más maravilloso de los regalos.

—Será mejor que espere fuera —dijo Alonso de Ojeda poniéndose en pie, pero Gertrudis Avendaño le retuvo por el brazo, en un ademán que pretendía señalar que no merecía la pena tal esfuerzo.

Instantes después había cambiado de opinión, pues se quedó mirando las manos de Francisco Pizarro como quien ve visiones; se inclinó sobre ellas intentando asegurarse que las líneas que allí aparecían marcadas eran naturales y no estaban dibujadas, y por último alzó estupefacta los ojos para clavarlos en el cetrino rostro del trujillano.

Se diría que hasta la punta del descolorido cabello se le erizaba, y cuando volvió a concentrarse en el estudio se agitó en la silla y palideció como si estuviera en trance de sufrir un síncope.

—¡Dejadnos, por favor…! —musitó en un tono que sorprendió a Ojeda, pese a lo cual éste se puso en pie y se encaminó al ventanal, desde el que se dedicó a observar a los escasos transeúntes que iban y venían por la plaza.

Tras un silencio en el que se podía escuchar el vuelo de las moscas, la quiromántica abulense aspiró muy hondo, y con un leve murmullo que contrastaba con su vozarrón de siempre, susurró convencida:

—Son las manos de un rey. Las manos que se adueñarán de las mayores riquezas que jamás haya soñado el ser humano; las manos que conquistarán un imperio, y que conseguirán la más fantástica victoria que nadie haya logrado.

—¿Cómo decís? —inquirió Pizarro inclinándose hacia delante y torciendo el cuello temiendo haber oído mal.

—Que tenéis las manos de un semidiós —fue la firme respuesta.

—¡Pues serán las manos! —exclamó burlón—. Porque el resto pertenece a un pobre diablo.

—Os estoy hablando en serio —replicó la quiromántica, molesta—. Al leer las manos de Ojeda creía haber descubierto algo excepcional, pero las vuestras superan todo lo imaginable. ¡Mirad esto! —añadió, siguiendo con su afilada uña una de las líneas—. Pasaréis hambre y penalidades; sufriréis todos los tormentos del infierno, y llegaréis al límite de cuanto puede soportar un ser humano, pero al final de vuestra vida cuando hayáis perdido ya toda esperanza, llevaréis a cabo la más inconcebible de las hazañas; algo que os convertirá en uno de los hombres más poderosos del planeta y os hará pasar a la Historia como el más audaz general que jamás haya existido.

—¿General? —repitió Pizarro pasándose el dedo por la nariz y sorbiéndose los mocos—. Me conformaría con llegar a sargento, y ya el grado de capitán se me antoja un sueño inalcanzable.

—¡Pues seréis el capitán de todos los capitanes! —insistió la mujeruca—. El general que derrotará a un ejército mil veces más poderoso; un pequeño David que vencerá a un gigantesco Goliat.

—¡Anda ya!

—Os lo aseguro. Está escrito aquí, en vuestras manos.

—Pues no sé quién lo habrá escrito, porque lo que es yo, soy analfabeto —replicó socarrón el de Trujillo. La tomó por la barbilla y le obligó a mirarle a los ojos—. ¿Seguro que no me confundís con otro? —quiso saber.

—Son vuestras manos.

—Manos de cuidador de cerdos —le hizo notar—. Y de mozo de taberna que no puede pagaros por decirle cosas tan absurdas. ¿Qué ganáis con mentirme?

—Yo nunca miento —puntualizó Gertrudis Avendaño—. Si algo es muy amargo, lo disimulo; incluso a veces oculto por completo la verdad, pero jamás he dicho una mentira. ¡Seréis más que un rey aunque por poco tiempo!

—¿Por qué?

—Os traicionarán.

—¿Me matarán?

Gertrudis Avendaño, que podía leer con absoluta claridad la forma en que su interlocutor sería asesinado, tardó en responder y cuando lo hizo mantuvo la cabeza gacha avergonzada de sí misma.

—Jamás hablo de la muerte —murmuró—. Tan sólo puedo deciros que seréis víctima de una gran traición.

Francisco Pizarro no respondió. Meditó unos instantes, se puso en pie, fue hasta la palangana, se lavó las manos a conciencia y, tras secárselas en un paño limpio, regresó para colocarlas una vez más sobre la mesa.

—¡Empezad de nuevo! —pidió—. Y decidme algo agradable —añadió—. No tengo el menor interés en pasar una vida de perros para acabar siendo un glorioso general o un virrey traicionado. Quiero que me aclaréis si conoceré el amor, tendré una mujer y seré feliz con ella.

—No puedo saberlo —fue la sincera respuesta—. Es como si me pidierais que mirara al sol y os dijera si hay una estrella a sus espaldas. Su resplandor no me permitiría verla.

—¡Paparruchadas!

La exclamación tuvo la virtud de ofender a la mujeruca, que estuvo a punto de ponerse en pie y marcharse, pero las manos de Pizarro parecían hipnotizarla, obligándola a permanecer en su silla, sin apartar ni un instante los ojos de sus líneas.

—Jamás consentí qué nadie me hablara en ese tono —dijo al fin—. He tardado casi cuarenta años en perfeccionar una ciencia tan antigua como el hombre, soy la más respetada y la mejor, y allá en Avila alguien como Vos ni tan siquiera hubiese traspasado el umbral de mi puerta —le miró de frente, casi retándole para añadir desabrida—. Ni os he pedido nada, ni os cobro nada. Habéis acudido a mí rogando que os atienda y os digo lo que veo sin pretensión alguna de obtener beneficio. Estáis en vuestro derecho de creerme o no, pero lo menos que podéis hacer es respetarme.

—¡Y os respeto! —se apresuró a replicar Pizarro en un sincero deseo de calmarla—. Os respeto muchísimo, pero no podéis impedir que cuanto acabáis de decir me deje alelado. ¿Yo general y casi rey? ¡Por Dios, señora!

La otra le observó de arriba abajo; estudió su flaca figura, su desgarbado aspecto, su rostro vulgar y poco agraciado y la rudeza de sus gestos, y acabó por encogerse de hombros como aceptando a desgana la realidad más evidente:

—Los caminos del Señor son a menudo inescrutables —masculló—. Y he leído miles de manos de hombres magníficos que no me decían nada.

Fue a añadir algo más, pero en el umbral acababa de recortarse la silueta de Vasco Núñez de Balboa, que aparecía más sucio, desaliñado y hediondo que de costumbre, y al que le costaba un tremendo esfuerzo mantener una perfecta verticalidad, pues sin estar lo que se dice borracho, acusaba los efectos de una agitada noche que para él aún no había concluido.

—¡Buenos días! —tartajeó con esfuerzo—. ¿Hay alguien aquí que se compadezca de un extremeño realmente famélico?

No obtuvo respuesta, y cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo distinguir con claridad las figuras de Pizarro y la abulense sentados frente a frente y cogidos de las manos en un rincón de la taberna, se volvió interrogante a Alonso de Ojeda.

—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿Acaso nuestro buen amigo Pizarro ha encontrado novia?

—Es Gertrudis Avendaño —señaló el de Cuenca como si ese nombre lo explicara todo—. La quiromántica.

—¡Gertrudis Avendaño! —exclamó el otro avanzando tambaleante para apoyarse en la mesa, inclinarse hacia delante con las piernas abiertas y observarla muy de cerca, como si estuviera contemplando un monstruo marino—. ¡Cielo Santo! —añadió—. ¿Y a qué debemos tal honor en semejante isla de mierda? Aquí no hay príncipes ni marquesas.

—Pero por lo visto habrá reyes —puntualizó Pizarro con aire de fastidio—. Y os he dicho mil veces que no aparezcáis por aquí borracho.

—¡No estoy borracho! —Fue la firme respuesta—. Lo que tengo es fatiga. Hace tres días que no pruebo bocado y ese cerdo de Diego Escobar me ofreció un trago de ron. ¡Dios qué mal me siento! —gruñó, dejándose caer en una silla como un fardo—. Estoy enfermo; enfermo de miseria y de asco, y cansado de la vida.

—Lo que estáis es tan sucio que ni los cerdos de mi padre os soportarían. —Pizarro se metió detrás del mostrador y le lanzó una de las malolientes pastillas de jabón de Diego de Salcedo—. Id al río, daos un buen baño y si cuando volváis me satisface vuestro aspecto os prestaré ropa y os daré algo de comer. —Le apuntó con el dedo—. Pero será la última vez.

El otro dudó unos instantes y por fin lanzó un sonoro suspiro.

—¡De acuerdo! —dijo—. A la fuerza ahorcan. —Hizo ademán de ir a ponerse en pie, pero se lo pensó mejor, observó a la mujer y de improviso extendió la mano colocándosela ante los ojos—. ¡Decidme si veis algo! —suplicó—. Dadme alguna esperanza en un futuro mejor, porque si mi vida ha de seguir siendo esta basura, es preferible dejar que me arrastre la corriente y me devoren de una vez los tiburones. ¿Qué veis?

—Mugre.

—Evidentemente sois buena en vuestro oficio. —Rió el otro al tiempo que se restregaba las palmas de las manos en la destrozada camisa cubierta de lamparones—. ¿Y ahora?

Gertrudis Avendaño lanzó una distraída mirada a las sucias manos y todo su cuerpo se envaró como si una descarga eléctrica la hubiese recorrido de punta a punta. Dejó escapar un sonoro sollozo y podría creerse que de improviso todo un mundo asentado en sólidos cimientos, se derrumbaba.

—¿Qué pasa? —se alarmó Balboa—. ¿Qué veis además de la mugre?

—Veo que me estoy volviendo loca —fue la amarga respuesta—. Veo que todo lo que creía saber no me sirve de nada, pues está claro que a este lado del mar los hombres siguen siendo iguales, pero sus manos son diferentes.

—¿Por qué?

—Porque aquí dice que conquistaréis un reino, atravesaréis enormes montañas, descubriréis el mayor de los océanos y seréis uno de los más grandes entre los grandes. —Hizo una significativa pausa. Y añadió convencida—: ¡Y no me lo creo!

—¿Y eso? —se sorprendió el extremeño—. ¡Pues vaya una gracia! Si ni Vos misma creéis en vuestras predicciones, ¿quién diantres va a hacerlo?

—Nadie —aceptó ella derrotada por la evidencia—. ¡Tanto tiempo malgastado! —se lamentó sin tratar de evitar que las lágrimas corrieran libremente por su ajado rostro—. ¡Tantas noches de insomnio y tantos años de estudio imaginando que estaba a punto de alcanzar «La Gran Verdad», y en menos de una hora todo se viene abajo!

—No deberíais tomároslo tan a la tremenda —le hizo notar Alonso de Ojeda que se había aproximado y la observaba entre perplejo y apenado—. Puede que todo se deba a que aún no os habéis recuperado del largo viaje y eso os obliga a confundiros. —Le dio unas afectuosas palmaditas en la espalda intentando tranquilizarla—. En cuanto os aclimatéis a la isla, todo volverá a su cauce, tenedlo por seguro.

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