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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (18 page)

Salvo los seis tripulantes, curtidos en mil vicisitudes y que tenían muy claro a dónde iban, el resto de los futuros colonos no eran más que un puñado de apocados hombres, mujeres y niños a los que aquel exótico paisaje y aquella selva espesa de la que surgía un excitante olor desconocido parecía atraer y atemorizar al propio tiempo, y que se apiñaron en la borda a ver llegar a quienes habían de ser sus guías y mentores en el difícil camino que el futuro les ofrecía.

Ingrid,
Cienfuegos
, Haitiké, Araya y Bonifacio Cabrera los fueron saludando uno por uno, y por último el cabrero ascendió hasta el castillo de popa y tras aguardar a que se acallaran los rumores, señaló:

—Ante todo quiero daros la bienvenida a Las Indias, y desearos toda la felicidad posible en este Nuevo Mundo, —Carraspeó un tanto nervioso, pues no estaba acostumbrado a los discursos, pero al poco añadió—: Y aprovecho la ocasión para ofreceros la última oportunidad de cambiar de opinión en el caso de que alguien abrigue dudas sobre la conveniencia de seguir adelante en esta aventura…

La mayoría de los presentes se observaron un tanto confusos, y por último una mujer que apretaba a dos chicuelos contra sus piernas, inquirió con un leve tono de inquietud:

—¿Por qué habríamos de cambiar de opinión, Señor? ¿Acaso hay algo más sobre este viaje que no nos hayan dicho? ¿Algún peligro oculto?

—Ninguno que yo sepa —se apresuró a responder el gomero con franqueza—. Pero aquella línea que se divisa en el horizonte es la isla de La Española, donde hay algunos pueblos y un puerto desde el que, en el peor de los casos, se puede regresar a casa.

—Ninguno de nosotros tiene casa a la que regresar —aclaró una voz anónima.

—Eso es bueno —reconoció
Cienfuegos
—. En situaciones como ésta, la nostalgia se convierte en el peor enemigo, —Hizo una nueva pausa—. Lo que pretendo que comprendáis, es que ahí enfrente la gente intenta hacerse rica buscando oro y perlas, o traficando con esclavos y caña de azúcar… —Los observó de nuevo uno por uno, como tratando de estudiar sus reacciones—. Pero donde nosotros estaremos, el oro y las perlas carecen de valor, la caña tan sólo servirá para hacer dulces y jamás se implantará la esclavitud bajo ninguna circunstancia. Cada cual tendrá que hacer las cosas por sí mismo, y contribuir en las de todos.

—¿Tendremos tierras? —quiso saber la mujer que había hablado en primer lugar y que parecía la más decidida del grupo.

—Todas las que podáis abarcar con la mirada.

—¿Y agua?

—Más de la que hayáis visto en vuestra vida.

—En la bodega hay simientes. Y cerdos, patos y gallinas —puntualizó la mujer que tenía aspecto de haber trabajado toda su vida de sol a sol sin obtener apenas fruto—. ¿Qué más podemos necesitar?

—Nada —replicó
Cienfuegos
con naturalidad—. Mi familia y yo no necesitamos nada más para iniciar una nueva vida, pero lo que pretendo, es que cada uno de vosotros abrigue el convencimiento de que es así. Luego será ya demasiado tarde.

—¿Cuánto tiempo tenemos para pensarlo?

—Tres días —fue la respuesta—. Podéis desembarcar y empezar a tomar contacto con lo que es esta tierra, sus animales, su clima y su vegetación. Luego dejaremos a los que se quieran quedar en Santo Domingo y seguiremos viaje.

—¿A dónde?

—A donde decidamos de común acuerdo. —Alzó el brazo hacia el Oeste—. Ahí delante existen cientos de islas deshabitadas que reúnen todos los requisitos que necesitamos sin tener que arrebatárselas a nadie. Buscaremos sin prisas la que más nos convenga.

—¿Nos garantiza que no habrá lucha? —quiso saber otra mujer.

—Unicamente lucharemos cuando tengamos que defender lo que es nuestro —puntualizó el canario—. Si nos atacan no nos cruzaremos de brazos, podéis tenerlo por seguro.

Se dio por concluida la reunión, en parte porque no había mucho más que decir, y en parte porque los recién llegados llevaban más de un mes embarcados y estaban deseando poner pie en tierra para ver de cerca el maravilloso mundo que tenían al alcance de la mano.

Esa noche, cuando ya el campamento permanecía en silencio, el canario y
Doña Mariana
fueron a tomar asiento sobre la arena, a contemplar la luna que comenzaba a alzarse en el horizonte.

—¿Qué opinas? —inquirió ella—. ¿Crees que están en disposición de conseguirlo?

—¿Por qué no? —replicó
Cienfuegos
—. No parece que la vida les haya tratado demasiado bien, y ahora tienen la oportunidad de trabajar por algo suyo. Los primeros años serán duros, pero la tierra es buena, y lo que en verdad importa es controlar las ambiciones. Es el sueño del oro o la riqueza fácil lo que suele perder a cuantos llegan a «Las Indias» impidiéndoles apreciar cuanto se les ofrece, y cegándoles con absurdas quimeras.

—No todos son así.

—La mayoría —le hizo notar—. Incluso los más inteligentes. Si el Almirante hubiese aceptado desde el primer momento que esto no era más que una tierra acogedora y generosa, su propio destino hubiese cambiado y no estaría agonizando en estos momentos en una isla perdida. —Se tumbó en la arena acomodando la cabeza sobre su regazo—. ¡Quería mucho más! —añadió—. Quería el Cipango, los palacios del Gran Kan, minas de oro inagotables y sacos de perlas como huevos de paloma. Salió a buscar una ruta hacia el Oeste, encontró un Nuevo Mundo, pero no le bastó. Y es que la ambición humana no suele tener límite.

—¿Lo tiene la tuya?

El gomero alzó la mano y le acarició dulcemente la mejilla.

—Esta es mi única ambición —replicó con firmeza—. Estar siempre a tu lado, quererte, y que me quieras. Nada más he deseado desde el día en que te conocí, ni nada más desearé nunca.

—¿Y qué ocurrirá cuando sea vieja? ¿Mucho más vieja?

—No lo sé —admitió él—. Nadie puede saberlo, pero lo que sí sé es que ahí duermen un puñado de hombres, mujeres y niños que han cruzado el mayor de los océanos para confiarnos sus vidas. ¿Qué crees que sentirían si sospecharan que lo único que nos preocupa en vísperas de emprender semejante odisea, es el hecho de que cuando te hagas vieja deje de quererte?

—Regresarían a España —admitió ella con una leve sonrisa—. Y no les culparía. Pero eso no desvanece mis temores.

El le tomó con suavidad una mano y se la llevó a la entrepierna.

—¡Siente! —musitó muy quedamente—. El día que el solo hecho de oír tu voz o percibir tu aroma deje de causarme este efecto, podrás empezar a preocuparte. —La empujó suavemente obligándola a que se tumbara sobre la arena, comenzó a desnudarla con estudiada lentitud, y la acarició con profunda ternura—. Te quiero, te deseo, te respeto y te admiro —susurró en el momento en que entraba en ella obligándole a lanzar un lamento de placer y sorpresa porque por años que pasaran jamás conseguiría acostumbrarse a su tamaño y su potencia—. El tiempo puede acabar, destruyendo muchas cosas —concluyó seguro de sí mismo—. Pero te juro por mi vida que jamás destruirá mis sentimientos.

El Capitán Alonso de Ojeda había tomado la costumbre de acudir cada mañana a la «Taberna de los Cuatro Vientos», a escribir sus Memorias en el rincón más apartado del enorme salón principal.

Lo hacía por tres importantes razones: en su humilde cabaña no tenía ni siquiera una mesa; el oscuro mesón era sin lugar a dudas el lugar más fresco de la ciudad, y su ya buen amigo Francisco Pizarro solía aprovechar que Catalina Barrancas, la viuda del recientemente fallecido Justo Camejo aún no se había levantado, para proporcionarle un abundante desayuno a base de queso, pan y una jarra de vino.

Para el analfabeto trujillano, el sincero afecto que al parecer le profesaba el Gobernador electo de la Provincia de Coquibacoa constituía sin lugar a dudas su más preciado tesoro, y a ello se unía ahora la desmesurada admiración que experimentaba por un hombre que era capaz de pasarse horas y horas escribiendo, lo que a él se le antojaba cosa de brujería.

—¿Tanto tenéis que contar? —inquirió una mañana tomando asiento frente a él y hojeando asombrado el grueso mamotreto que el otro guardaba en una vieja bolsa.

—Toda mi vida —fue la respuesta—. Y he vivido mucho.

—¿Habláis de vuestros duelos?

—Sólo de algunos, porque la mayoría se me olvidaron. He mandado al cementerio a tanta gente sin motivo que escribir sobre ello no merece la pena.

—Algunos de esos muertos os agradecerían que les dedicarais al menos una línea. ¿Quién más se va a acordar de ellos?

—Los muertos tan sólo agradecerían que les devolviera la vida —sentenció el de Cuenca convencido—. Y la oportunidad de no volver a cruzarse en mi camino. Muchos me provocaron por el simple hecho de que era Alonso de Ojeda, y si conseguían matarme pasarían a ser famosos de la noche a la mañana. —Bebió un corto sorbo de vino y agitó la cabeza negativamente—. Y ese tipo de fama acaba convirtiéndose en una carga muy pesada, os lo aseguro. Insoportable a veces.

—¿Por qué la alimentasteis?

—Porque era joven. Y alocado. Y porque nunca imaginé que llegaría un momento en que todos esos muertos se pondrían de acuerdo para formar un corro en torno a mi cama impidiéndome pegar ojo.

—¿Eso hacen? —se asombró el otro.

—Al menos a mí me lo parece, que es lo que importa. Por su parte, Vasco Núñez de Balboa solía acudir bien entrada la mañana, a gorronear un vaso de vino y un pedazo de queso, pero ni Ojeda ni Pizarro conseguían congeniar con un hombre que había perdido todo respeto por sí mismo, y más parecía un auténtico pordiosero que un hidalgo español sediento de gloria.

Balboa no era estúpido y tenía una cultura muy superior a la de Pizarro y casi a la del propio Ojeda, pero se había abandonado de tal forma, que incluso los indígenas le despreciaban por su aspecto.

—¡Apestáis a demonios! —le solía increpar el conquense—. ¿Tanto os cuesta meteros en el río de vez en cuando?

—Huelo a miseria —era siempre la respuesta—. Y eso no se quita con agua y jabón. Cuando mi suerte cambie, cambiará mi olor.

—En ese caso temo que tendremos que sufrirlo largos años —contestaba el otro—. No veo que hagáis nada por mejorar vuestra situación.

—¡Llevadme a Coquibacoa!

—¡Antes muerto! Hay docenas de caballeros con muchos más méritos para tan noble empresa. No quiero borrachos en mi tripulación.

—¡Dejaré de beber!

—¡Pues empezad desde ahora!

Balboa lo intentaba, pero su fuerza de voluntad duraba lo que duraba la oportunidad de conseguir un trago gratis, y nadie en la isla daba un maravedí por su futuro, convencidos como estaban de que un amanecer aparecería con la garganta cercenada por cualquiera de sus incontables enemigos.

Tan sólo parecía sentir afecto y respeto por Ojeda, y en mucha menor proporción por el áspero Pizarro que tan poca simpatía le demostraba, y aunque cuando estaba sobrio era un hombre afable y a su modo encantador, bastaba un vaso de vino para convertirle en uno de los individuos más odiosos de la isla.

Uno de aquellos calurosísimos mediodías en los que acudía a sentarse junto al de Cuenca a rumiar su desgracia sin abrir siquiera la boca, hizo su entrada en la taberna un joven de mediana estatura, aire altivo y cuidada barba rubia que saludó a los presentes con casi exagerada cortesía.

—¡Buenos días, caballeros! —comenzó, con voz firme y en cierto modo autoritaria—. Lamento molestar, pero me han dicho que tal vez aquí me puedan dar razón sobre Don Francisco Pizarro.

—¿Quién lo busca? —quiso saber el aludido, fingiendo que se afanaba en sacar brillo al mostrador.

—Un pariente lejano —replicó el recién llegado con naturalidad—. Tengo entendido que desembarcó en Santo Domingo va para un año e hizo fortuna.

—¿Vuestro nombre? —inquirió Balboa.

—Cortés. Hernán Cortés Pizarro. Hijo de Martín Cortés y Catalina Pizarro.

—¿De los Pizarro de Medellín? —quiso saber el trujillano.

—Exactamente.

—¡Vaya por Dios! ¡El que faltaba! —Pizarro le miró de hito en hito, con innegable socarronería—. Si sois quien decís, tengo que daros una buena noticia y una mala noticia.

—¿La buena?

—Que habéis encontrado a vuestro pariente.

—¿Y la mala?

—Que toda su fortuna es una bayeta de secar mostradores.

—¿Esa que tenéis en la mano?

—Exactamente.

—¡Vaya por Dios! —le imitó el de Medellín, al tiempo que extendía los brazos—. Me alegra conoceros.

—Y a mí —admitió el otro—. Aunque vuestra presencia me desconcierta.

—¿Por qué razón?

—Tenía entendido que un tal Hernán Cortés, hijo de una prima segunda de mi padre, había embarcado con Ovando, pero de eso hace ya más de dos años. ¿Cómo es que aparecéis ahora?

—Es una triste historia —señaló el aludido visiblemente incómodo—. En vísperas de zarpar, un padre furibundo me sorprendió en la cama con su hija y me persiguió con tal ardor que al saltar un muro me rompí la pierna, lo que aprovechó para molerme a palos. La curación fue larga y dolorosa.

—¡Diantre! —rió Balboa divertido—. ¡Y luego hablan de mí! —Observó al otro como si estuviera calculando la calidad de sus ropas y el peso de su bolsa—. Lo que no entiendo es cómo habéis llegado, si hace más de un mes que no atraca ningún navío.

—Un tal Alonso Quintero me desembarcó a unas cinco leguas de aquí.

—¿Quintero? —repitió Balboa, interesado—. ¿El contrabandista? —Ante el mudo gesto de asentimiento lanzó un hondo suspiro—. Lo conozco —añadió—. Transporta el mejor vino riojano. Una vez participé en un desembarco y me pagó en especie.

—Pues yo tuve que pagarle el viaje fregando cubiertas —replicó Hernán Cortés con una leve sonrisa—. ¡Y es un barco muy grande!

—Eso quiere decir que estáis sin blanca —puntualizó Alonso de Ojeda interviniendo por primera vez.

—Ni blanca, ni negra. Todo cuanto tenía se lo quedaron los médicos sevillanos, y vergüenza me dio escribir a casa y contar mis cuitas. Mi padre lo había organizado todo para que hiciera el viaje con su primo, el Gobernador Ovando, y llegara aquí siendo ya uno de sus hombres de confianza. —Lanzó un resoplido—. Y lo he hecho en una nave cargada de vino, prostitutas y malhechores.

—¿Prostitutas? —inquirió interesado Vasco Núñez de Balboa—. ¿Qué clase de prostitutas?

—De la peor clase, os lo aseguro —sentenció el otro seriamente—. De las que no dan crédito por más que ruegues.

—¡Mala especie es ésa, en efecto! —convino Balboa agitando la cabeza—. No le tienen amor al oficio y no les mueve más que el interés. ¿Hermosas?

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