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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (19 page)

—Ni fu, ni fa. Había una morisca magnífica, pero se la quedó Quintero. Dormía en su camarote y si intentabas acercarte a ella sus hombres te tiraban por la borda.

—Sacó una moneda y la colocó sobre el mostrador—. Vino para todos —pidió—. Hay que celebrar este encuentro.

Pizarro rechazó la moneda al tiempo que sacaba una jarra de vino y cuatro vasos.

—Permitid que esto lo pague Catalina Barrancas —dijo—. Y que os presente a Su Excelencia el Gobernador Alonso de Ojeda. Ese otro es Balboa.

—¿Alonso de Ojeda? —se asombró Hernán Cortés sin poder disimular su entusiasmo—. ¡No es posible! —Aferró una de sus manos casi como en un gesto de adoración—. ¡El Capitán Ojeda! ¡Mi héroe de la infancia! —exclamó extasiado—. La de noches que he pasado en blanco escuchando a mi padre contar vuestras aventuras. Fuisteis compañeros de armas en el sitio de Granada.

—¿De veras? —se sorprendió el otro—. ¡Es posible! ¡Eramos tantos!

—Tal vez lo recordéis si os digo que también fue vuestro testigo en un duelo.

—¡Querido amigo! —fue la respuesta—. Si ni siquiera me acuerdo de aquellos a quienes maté, menos me puedo acordar de los testigos. Lo entendéis, ¿verdad?

—Lo entiendo —admitió el otro—. Lo que no entiendo es cómo es que estáis aquí, cuando os imaginaba gobernando vuestro fabuloso reino de Coquibacoa en las costas de ese lugar que habéis dado en llamar Venezuela.

—¡El maldito dinero, amigo mío! En los tiempos que corren nada se mueve si no es por dinero, y de nada te vale que te concedan un reino si no cuentas con medios para conquistarlo. —Sonrió con ironía—. ¿No conoceréis por casualidad a alguien que esté dispuesto a invertir en semejante aventura? Garantizo que en un año triplica el capital.

—La verdad es que no conozco a nadie que disponga de más de cien maravedíes, pero en caso de que encontrarais un financiero, os quedaría muy agradecido si contarais conmigo a la hora de emprender semejante aventura. Soy bueno con la espada.

—Tendríais que poneros a la cola —intervino Balboa—. Hace años que espero, al igual que otros muchos a los que se les pasa la vida varados en este perdido rincón del universo. Santo Domingo es como una inmensa trampa de la que jamás saldremos.

Aquélla no constituía una simple opinión personal de quien acabaría siendo el conquistador de Panamá y descubridor del océano Pacífico, sino que se había convertido en un sentimiento común a todos cuantos vagabundeaban por la ciudad, muertos de hambre y sin la menor posibilidad de lanzarse a una de aquellas fabulosas exploraciones de tierras ignotas con las que desde tanto tiempo atrás venían soñando.

Hacía ya once años que se había puesto pie en lo que la mayoría consideraba un Nuevo Mundo, pero aún no habían traspasado su umbral puesto que en todo ese tiempo lo único que se había conseguido dominar de una forma casi definitiva era aquella isla.

Eran tantas las historias que se contaban sobre las portentosas minas de oro de «Tierra Firme», o de lo que más tarde serían Cuba, Jamaica o Puerto Rico, y tan exagerado el número de perlas que se traían de Cubagua y Margarita, que aquellos miserables soldados de fortuna se sentían como niños hambrientos ante el escaparate de una pastelería sin poder alargar la mano y apoderarse de un pastel.

Diego Méndez, que seguía intentando aparejar naves con las que rescatar al Almirante, visto que Ovando continuaba sin acudir en su ayuda por duras que fueran las críticas de Fray Bernardino de Sigüenza, había hecho una detallada relación de las inconcebibles riquezas que —según los nativos— existían en Veragua, a diez días tierra adentro de la Costa de los Mosquitos, y los auténticos hombres de acción, los que acabarían formando la mítica raza de «Los Conquistadores», se desesperaban a causa de su obligada inactividad.

Pero la única preocupación del Gobernador parecía centrarse en repartir tierras, indios y honores entre sus más fieles seguidores, y perseguir a muerte a quienes le criticaban.

La política, una mezquina y miope politiquilla local, en la que la mayoría intrigaban con el único fin de conseguir una plantación de caña de azúcar y media docena de siervos, anteponía sus intereses a los de la joven nación que pretendía convertirse en gigantesco imperio, frenando día tras día el impulso de quienes permanecían en la isla como fogosos caballos a los que no se les acabaran de abrir las puertas del establo.

Al oscurecer la «Taberna de los Cuatro Vientos» se convertiría en el centro de la vida de la ciudad.

A un lado se sentaban todos aquellos «caballeros de capa raída», desocupados a la espera de que alguien viniera a contratarles con vistas a explorar tierras ignotas, y que tenían como líderes indiscutibles al Gobernador Alonso de Ojeda y a un tal Juan Ponce de León, al que apodaban cariñosamente
El Viejo
, ya que tenía más de cuarenta años, pese a lo cual llevaba la voz cantante y era uno de los más entusiastas, pues estaba convencido de haber sido elegido por el destino para encontrar la fabulosa isla de Bímini, con su prodigiosa «Fuente de la Eterna Juventud».

Ponce de León, jamás encontraría dicha fuente, pero en sus infinitas correrías acabaría por conquistar la vecina isla de Puerto Rico, fundando la ciudad que lleva su nombre, y explorando más tarde las islas Bahamas para finalizar por descubrir la península de Florida, siendo por tanto el primer español que puso el pie en la actual Norteamérica.

El lado opuesto de la amplia estancia solían ocuparlo aquellos que a tanto loco sueño de aventura y libertad oponían el viejo principio de «Más vale pájaro en mano que ciento volando», y cuya máxima ambición se centraba en conseguir la plena implantación de la esclavitud y un generoso reparto de las tierras de La Española.

Una de sus cabezas visibles era la del joven e inteligente Bartolomé de Las Casas, hombre de amplia cultura y verbo fácil, lo que le permitía tener siempre una rápida y acertada respuesta a la mayoría de las cuestiones que se le planteaban, y al que sus correligionarios deseaban aupar a un puesto de responsabilidad en el gobierno de la colonia.

Como resulta lógico imaginar, los choques entre personajes de tan distinta forma de ver la vida constituía el pan nuestro de cada día.

Por fortuna, los sonoros altercados raramente solían pasar de las palabras, puesto que todos tenían muy presente de qué lado se inclinaba el peso de las armas; en especial teniendo en cuenta que en ese lado sé encontraba la temida espada del Capitán Ojeda.

La indigna ejecución de Anacaona había estado sin embargo a punto de romper ese equilibrio el día que De Las Casas se permitió un soez comentario sobre la liberalidad de las costumbres sexuales de la Princesa, con lo que consiguió que el ponderado conquense olvidara por un momento su promesa de no volver a retar a nadie y le amenazara con abrirle las tripas como a un cerdo el día de San Martín.

Fue necesaria la intervención de Pizarro, que se había convertido en una especie de escudero fiel del Gobernador de Coquibacoa, para que no corriera la sangre, ya que tomando a De Las Casas por el brazo se lo llevó casi a rastras hasta la plaza.

—Tened en cuenta que no hago esto por Vos —puntualizó cuando al fin lo dejó sentado en el muro que rodeaba el copudo samán que daba sombra al recinto—, si no por Don Alonso. Sé que podría mataros con los ojos cerrados y una mano a la espalda, pero algo así es lo que está esperando Ovando para caer sobre él como un cernícalo.

—Es un asesino. Un sucio matachín al que cualquier día le ajustarán las cuentas —fue la ácida respuesta.

—¡Os equivocáis! —le hizo notar el de Trujillo—. Es alguien que respeta la vida ajena precisamente porque ha acabado con demasiadas. Para él es tan importante la vida del último «salvaje» como la del noble más encumbrado y antes mataría a un marqués que a uno de esos indios que pretendéis convertir en esclavos.

—¿Cómo puede compararlos?

—Siendo tan noble como es. De sangre y de espíritu. —Pizarro hizo una corta pausa en la que se limitó a observar a su interlocutor como si en el fondo lo compadeciera—. Sois demasiado joven —añadió—. Espero que los años os hagan cambiar y entendáis que cuando estas pobres gentes se enfrentan a nosotros arma en mano, se les debe considerar enemigos contra los que hay que luchar con todo el ardor, la fuerza y la astucia posibles, pero que cuando han sido vencidos, es necesario mostrarse generosos. Fueron hombres como Ojeda los que les derrotaron, e individuos como Vos, que en esa época estabais tranquilamente en España, los que pretenden esclavizarlos.

—Sin esclavos la isla nunca prosperará.

—¿La isla, o la gente ambiciosa? —quiso saber el otro—. Esta isla era un paraíso sin necesidad de esclavos, y por lo que veo la están convirtiendo en un infierno en el que nadie está a gusto. —Pareció dar por concluida la charla disponiéndose a regresar a su puesto en la taberna—. Tan sólo le pido a Dios que si algún día llego a ser alguien, me conceda la comprensión de Ojeda y me aleje de vuestra intransigencia.

Habría de pasar mucho tiempo antes de que el joven Bartolomé de Las Casas llegara al fondo de cuanto un simple mozo de taberna, que también muchísimo más tarde —siendo ya casi un anciano— habría de convertirse en el más audaz y cruel de los conquistadores, le dijera en aquella ocasión, y por el momento se limitó a contener su ira y tratar de buscar la forma de acabar con tanta «canalla hambrienta» que todo lo basaban en el derramamiento de sangre y el uso de la fuerza.

Aquella ciudad ahora modélica cuyas calles habían sido trazadas a cordel, aparecía infestada de vagos y aventureros que tan sólo soñaban con matar, y había que eliminarlos.

Tres días más tarde consiguió una entrevista con el Gobernador Ovando durante la que le expuso abiertamente un ambicioso plan para devolver a Sevilla a tanto indeseable.

—Una cosa son los militares sujetos a vuestra disciplina —dijo—. Y otra muy diferente esa camarilla de desarrapados que más parecen salteadores de caminos que hombres de bien. Nos han enviado la peor escoria de las cárceles, y mientras no nos libremos de ella no habrá forma de constituir una comunidad próspera y segura.

—Devolverlos no soluciona nada —fue la respuesta—. Aparte de que los que en verdad son reos de algo están aquí porque así lo quiere la Corona, y no soy quién para enmendarle la plana. En cuanto a los otros, no puedo deportarlos sin una razón de peso. Recordad que algunos, como Ojeda, son de noble familia, e incluso yo mismo estoy emparentado con el joven Cortés.

—En ese caso enviadlos a Cuba o a «Tierra Firme» —insistió el otro—. ¿No sueñan con conquistar? ¡Pues que conquisten!

—¿Cómo? —quiso saber Ovando—. Ahí tenéis a Ojeda, Gobernador de un reino del que ni siquiera puede tomar posesión por falta de dinero. ¡Y es el mejor!

—Pues si es dinero lo que le falta, encontrad la forma de que se lo proporcionen —aventuró el otro—. Moved vuestra influencia en la corte —añadió—. Que los Reyes vean con simpatía el intento de adentrarse en «Tierra Firme» e inciten a los banqueros a respaldar a Ojeda. Así, cuando se vaya, se llevará consigo toda esa escoria.

—A los banqueros no les gusta arriesgarse, y las últimas expediciones de Ojeda han acabado en auténticos desastres financieros —puntualizó el Gobernador—. ¿Qué razones puedo darles para que lo intenten de nuevo?

—El informe del Almirante sobre ese fabuloso reino de Veragua, en donde, según él, «Abunda más el oro que el hierro en España» —insinuó el otro ladinamente—. Diego Méndez no se recata a la hora de hablar de las increíbles riquezas de la región, y es ése un señuelo que puede atraer a más de un inversionista.

—Colón está muy desacreditado. ¡Es tanto lo que exagera!

—La cuarta parte de lo que cuenta bastaría para deslumbrar a muchos. —De Las Casas hizo un amplio gesto como pretendiendo abarcar cuanto le rodeaba—. Al fin y al cabo, todo esto es también una de sus «exageraciones».

Fray Nicolás de Ovando prometió meditar sobre la propuesta, e incluso dejar de oponerse en la sombra a que Diego Méndez consiguiese barcos conque rescatar al Virrey, y a decir verdad lo hizo, puesto que había llegado a la conclusión de que personalmente ambas cosas le favorecían.

Ejecutada Anacaona y con la isla prácticamente en calma, había llegado el momento de limpiar Santo Domingo de vagabundos, alborotadores y aventureros, dejando tan sólo a unos tranquilos burgueses a los que únicamente les preocupaban sus indios y sus tierras.

También se le antojaba oportuno devolver a Colón a España, de donde probablemente jamás regresaría dada su avanzada edad y visto el monumental fracaso de su última expedición, con lo cual se eliminaba una de las más inquietantes cargas que pesaban sobre la naciente sociedad dominicana.

Por otra parte, tampoco le desagradaba la idea de alejar al inquietante Ojeda que seguía siendo la única persona que con su increíble prestigio y su carácter le hacía una molesta sombra que empezaba a considerar impertinente.

Y abrigaba, por último, la esperanza de que quizá, con un poco de suerte, el incordiante Fray Bernardino de Sigüenza optase por marcharse a ejercer su frustrada vocación de misionero en tierras de salvajes, con lo cual podría dar un suspiro de satisfacción, ya que a partir de aquel instante tan sólo tendría que preocuparse de administrar a su manera una isla que estaba clamando a gritos paz y progreso.

Con un buen contingente de indios caribes traídos de las Lucayas, para sustituir a los diezmados e inútiles taínos, La Española controlaría la producción mundial de azúcar, transformándose en un auténtico emporio de riqueza.

Desde la ventana del Alcázar podía distinguir los inmensos cañaverales que se alzaban en lo que antaño fueran selvas, y no podía por menos que sonreír al calcular la fabulosa cantidad de toneladas que podrían enviar a Sevilla cuando toda la isla no fuera más que una gigantesca plantación.

Ese será el auténtico oro que nos haga ricos —se dijo—. El «oro dulce».

Tan sólo un matrimonio que tenía una hija delicada de salud a causa del largo viaje decidió renunciar al proyecto de instalarse en una isla desierta, prefiriendo desembarcar también en La Española, por lo cual, al atardecer del tercer día, el
Milagro
levó anclas y
Cienfuegos
rogó al nuevo capitán, Iñaki Doñabeitia —un vasco grande, coloradote y casi tan silencioso como el propio Moisés Salado— que pusiera rumbo a la ciudad de Santo Domingo, que hizo su aparición ante la proa cinco días más tarde.

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