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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (20 page)

Dejaron que cayera el sol, y al oscurecer largaron anclas muy cerca de la costa, al final de la hermosa playa que corría a todo lo largo del sur de la capital, donde se desembarcó a Don Luis de Torres y a cuantos concluían allí su singladura.

El adiós fue triste, pues tanto Ingrid como el canario tenían plena conciencia de que aquélla sería la última vez que verían al converso, y era éste un queridísimo amigo por el que sentían un afecto casi fraternal.

Muchas horas de charla e infinidad de vicisitudes les unían, y despedirse de él era como despedirse de una parte importante de sí mismos. La alemana no podía por menos que recordar cuántas veces fue su único consuelo en los momentos difíciles, y
Cienfuegos
tenía muy presente que había sido el primer hombre que le enseñó a comportarse como algo más que un cabrero salvaje.

Decidieron que también Bonifacio Cabrera y dos marinos bajasen a tierra con el fin de obtener noticias de última hora de cómo estaban las cosas en la ciudad, aprovechando la ocasión para reponer las provisiones que se habían consumido en el transcurso del viaje desde España, utilizando para ello el escaso dinero y el poco oro que quedaba.

Con la primera claridad del alba el navío se alejó quedando al pairo a unas tres millas de la costa, y para la mayoría de los que permanecían a bordo fue un día interminable y amargo, pues en lo más profundo de sus almas anidaba la convicción de que era la última oportunidad que tenían de vislumbrar una ciudad y un mundo «civilizados».

Iniciar una vida diferente, en la que todo tendrían que conseguirlo por sí mismos y no volverían a ver más caras que las que tenían en aquel momento a su alrededor, significaba dar un paso ciertamente arriesgado, por lo que muchos no podían evitar sentir una especie de nudo en el estómago, y una fría mano de hierro que amenazaba con desgarrarles el corazón.

Acodado en proa, el gomero contemplaba las lejanas naves del puerto soportando a duras penas el peso de su responsabilidad, puesto que si bien para él carecía de importancia el hecho de no volver a recorrer las calles de una ciudad, dado que la mayor parte de su vida la había pasado lejos de ellas, tomar conciencia de que tanta gente confiaba en él para organizar su futuro, le agobiaba.

Había aprendido a sobrevivir bajo las más adversas circunstancias y se sentía capaz de sacar provecho de la naturaleza más hostil, pero sabía muy bien que el suyo había sido un duro aprendizaje del que los otros carecían, y no cabía exigir a mujeres y niños lo que a sí mismo se exigía.

Había dejado pasar aquellos días estudiando con todo detenimiento a cada uno de los componentes del grupo, pero aún no había podido hacerse una clara idea de cómo reaccionarían frente a los terroríficos huracanes del Caribe, o cuando recibieran la visita de una piragua de salvajes caníbales dispuestos a devorarles.

Habían embarcado una buena provisión de pólvora y armas, pero la mayoría de aquellos pobres hombres no tenían la más mínima idea de cómo se manejaba una espada o un arcabuz, y tratándose de simples labriegos que jamás habían tenido que luchar por sus vidas, resultaba factible imaginar que a la hora de plantarle cara a un caribe de afilados dientes, echaran a correr presas del pánico.

Tendrían que encontrar una isla protegida de los vientos, levantar barricadas, construir casas, pescar, desbrozar la selva, plantar simientes, recoger las cosechas y aprovechar todo momento libre para aprender a utilizar un arma y rechazar al enemigo, al tiempo que se hacía imprescindible aprender también —y sobre todo— a convivir en paz y en armonía.

Araya, que cada día era más mujer y más hermosa, acudió a media tarde junto a él para tomar asiento en la borda con las piernas colgando sobre un agua bajo la que un gigantesco tiburón se deslizaba mansamente.

—Te noto preocupado —dijo.

—Más lo estaré si te caes y ese bicho intenta morderte —señaló.

—Estoy bien sujeta —fue la respuesta—. Yo siempre suelo estarlo. —Le miró a los ojos—. No debes inquietarte —añadió con aquella contagiosa tranquilidad que hacía que todos se sintiesen seguros a su lado—. Encontraremos una isla preciosa y seremos felices. Recuerda que mis dioses lo predijeron.

—También predijeron que serías reina y que habitarías en un palacio con techos de oro.

—Eso vendrá más tarde —rió ella—. ¡Mucho más tarde! Cuando sea vieja.

—A veces tengo la impresión de que eres la persona más vieja que he conocido —le hizo notar el cabrero.

—«Madura», es la palabra —puntualizó Araya con su enigmática sonrisa—. No confundas los términos. —Se volvió para indicar con un ademán de cabeza a los hombres que dejaban pasar el tiempo jugando a las cartas a la sombra, y a las mujeres que repasaban la ropa en la toldilla de popa—. Los he estado observando —dijo—. Están asustados.

—Yo también.

—No —señaló la muchacha convencida—. Tú jamás te asustas. Todo lo más, te preocupas, que es muy distinto. —Volvió a contemplar al tiburón que seguía girando mansamente, como si confiara en que tuviera un descuido—. Ellos están asustados, pero también están decididos porque más les asusta lo que dejaron atrás. Todo irá bien —concluyó—. Muy bien, no debes preocuparte.

—¿Cómo lo sabes? Los pequeños dioses de tu pueblo no pudieron anunciarte nada sobre campesinos españoles que emigraban a una isla desconocida. Ni siquiera sabían que existieran.

—«Los pequeños dioses de mi pueblo» como tú los llamas, no han muerto —replicó Araya sonriente, al tiempo que saltaba de nuevo a cubierta—. Están aquí, siempre a mi alrededor, y a veces me cuentan cosas al oído. —Rió divertida una vez más—. ¡Cosas maravillosas!

Se alejó con su ágil paso de gacela, y cuando al oscurecer comenzaban a preparar la maniobra de regreso a la playa, el cabrero se aproximó a Ingrid que leía tranquilamente un libro.

—Hay algo en lo que no hemos pensado y que deberíamos decidir antes de zarpar definitivamente —dijo—. Se trata de Araya.

—¿Qué le ocurre? —se sorprendió ella.

—Que sin darnos cuenta, se ha convertido en una mujer.

—Serás tú quien no se ha dado cuenta —le hizo notar—. Yo lo sé hace ya mucho tiempo. Es toda una mujer, y una mujer maravillosa.

—Ahí está el problema —puntualizó el cabrero—. Bonifacio ha decidido llevarse a esa india con la que parece encaprichado, y por lo tanto no quedará en la isla un solo hombre libre para Araya. Y no me parece justo.

—No te preocupes por Araya —le tranquilizó la alemana con una leve sonrisa—. Tiene sus propios planes.

—¿Qué clase de planes? No creo que aspire a convertirse en ladrona de maridos, y pueden pasar años antes de que volvamos.

—¡Olvídalo!

—No quiero olvidarlo —replicó el gomero con firmeza—. Esta es su última oportunidad de quedarse en Santo Domingo y debería pensárselo. A ella no la persigue nadie.

—Nunca se quedaría —fue la segura respuesta—. Somos su familia; lo único que tiene en el mundo.

—Pero no hemos pensado en ella —se lamentó
Cienfuegos
—. Estábamos tan preocupados por nuestra propia seguridad, o por salvar a Anacaona, que no caímos en la cuenta que no podíamos disponer de su vida como si fuera una niña.

—Yo sí he pensado —musitó Ingrid—. Lo hemos hablado y estamos de acuerdo.

—¿En qué?

—Son cosas nuestras.

—Esa no es respuesta —le hizo notar—. Ahora somos una comunidad en la que todos los problemas son de todos, y yo soy el principal responsable de que funcione. Y no me parece conveniente que una chica tan hermosa no tenga pareja ni posibilidad de conseguirla. Provocará conflictos.

—Araya nunca provocará conflictos.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Porque ya tiene pareja.

—¿Ah, sí? —se sorprendió el cabrero—. ¿Quién?

—Tú.

Si en ese momento le hubiese caído en la cabeza la botavara de la mayor,
Cienfuegos
no se hubiera sentido más aturdido, pues de improviso tuvo la sensación de que la cubierta se estremecía de punta a punta y el barco se hundía en los abismos del mar de los Caribes.

—¿Yo? —balbuceó al fin estupefacto—. ¿Es que te has vuelto loca?

—En absoluto. Estoy más cuerda que nunca.

—Yo soy tu marido.

—Aquella ceremonia fue de lo más discutible, pero aun en el caso de que la diéramos por válida, allí donde vamos deberemos ajustarnos a nuestras propias leyes, y si Araya y yo estamos de acuerdo en compartir a un hombre, no creo que nadie venga a prohibírnoslo.

—¿De acuerdo…? —repitió el gomero temiéndose lo peor—. ¿Quieres decir que os habéis puesto de acuerdo en algo tan sórdido?

—¿Qué tiene de «sórdido»? —se indignó la alemana—. Araya te quiere desde el día en que te conoció. Y yo la quiero, y ella a mí. —Hizo una pausa que aprovechó para colocarle la mano sobre el antebrazo, con profundo cariño—. Sé que mi tiempo se acaba —añadió—. Que tan sólo me quedan dos o tres años de ser la clase de mujer que puede darte cuanto un hombre como tú necesita. —Le miró a los ojos—. ¿Qué haré entonces? —inquirió—. ¿Verte sufrir porque no encuentras las respuestas que esperas de mí, al tiempo que una criatura a la que considero casi mi hija se consume por ti, o ser lo suficientemente generosa como para comprender que nos podemos continuar queriendo de un modo muy distinto?

—No hay modo distinto de quererse —replicó él con naturalidad—. Tú eres mi mujer; lo has sido siempre y seguirás siéndolo por años que pasen. —Negó con seguro gesto de la cabeza—. Y Araya es como mi hermana o mi hija. Jamás podría tocarla.

—No es ni tu hija, ni tu hermana —sentenció ella—. Todavía no te has acostumbrado a verla como mujer, pero poco a poco te harás a la idea. —Le besó en la comisura de los labios—. Dejemos que el tiempo pase —concluyó—. Ese tiempo será su principal aliado, y mi mayor enemigo.

—Lo que propones se me antoja inmoral, y nunca imaginé que pudieras ser una mujer inmoral.

—La moralidad no es más que las costumbres que nos imponen —puntualizó ella—. Para Araya esto es lo normal, porque es lo que suelen hacer los indígenas. —Sonrió a sus pensamientos—. Al fin y al cabo —añadió—, el cristianismo es casi la única religión que considera inmoral la poligamia y hace unos meses ni siquiera estabas bautizado.

—Pero ahora lo estoy, quiero ser consecuente con ello, y no me prestaré a ese juego —replicó el gomero.

—De acuerdo.

El tono en que lo había dicho obligó a dar un respingo a
Cienfuegos
, que la aferró por el brazo en el momento en que se disponía a alejarse.

—¡Un momento! —pidió—. No te vayas. ¿Qué has querido decir con eso?

—Lo que he dicho —respondió ella con falsa naturalidad—. Si tú no quieres, no quieres y punto. Como comprenderás, no es algo a lo que se te pueda obligar.

—¡Naturalmente que no! Y no me parece justo que decidáis mi futuro como si fuera un vestido usado que piensas regalar cuando te quede estrecho. Soy un ser humano y se supone que tengo sentimientos.

—Lo se —admitió Ingrid—. Soy quien mejor lo sabe en este mundo. Llegué a pensar que ésa sería la mejor solución para todos, pero si no te convence, no hay nada que hablar.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¿Y qué pasa con Araya?

—¿Araya? —
Doña Mariana Montenegro
se limitó a encogerse de hombros—. Si crees que va a convertirse en un problema oblígala a desembarcar. —Hizo un gesto como queriendo señalar que las cosas escapaban a su control—. Seguro que en Santo Domingo habrá alguien dispuesto a aceptarla como esclava. Al fin y al cabo es una indígena, y en último caso, puede encontrar trabajo en el prostíbulo de Leonor Banderas.

—Eso es cruel —se lamentó el canario—. Cruel e injusto.

—Pues piensa otra solución —señaló ella—. Pero hazlo pronto, porque nos estamos aproximando a la costa.

La oscuridad avanzaba con la tremenda rapidez con que suele hacerlo en el trópico, y el capitán Doñabeitia había ordenado izar únicamente los foques con objeto de navegar muy lentamente a la espera de la señal que Bonifacio Cabrera tenía que hacer desde la playa.

A los veinte minutos habían largado anclas y las lanchas auxiliares fueron botadas al agua para encaminarse al punto en que las olas rompían apenas contra la arena, con el fin de recoger el cargamento de los carromatos que aguardaban entre las palmeras.

Ingrid hizo un gesto hacia las luces que comenzaban a encenderse en la ciudad, e insistió en un tono que hizo que el canario se sintiera incómodo:

—Decídete, porque Araya necesita tiempo para recoger sus cosas si la tienen que dejar en tierra cuando regresen las barcas.

—Sabes muy bien que no puedo obligarla a desembarcar —protestó—. La considerarían una nativa y le aplicarían las nuevas leyes que prepara Ovando. —Negó con la cabeza—. Pero tampoco estoy dispuesto a aceptar lo que habéis tramado —añadió—. Nunca, y bajo ninguna circunstancia.

—Estás en tu derecho —reconoció ella con calma—.

Nadie te puede obligar a acostarte con quien no quieras.
Cienfuegos
permaneció un largo rato en silencio, observando cómo los botes se alejaban para acabar por perderse en las tinieblas, y cuando ya no tuvo ante sus ojos más que la oscuridad de la noche, inquirió en un tono de invencible amargura:

—¿Qué he hecho para que dejes de quererme?

—¿Dejar de quererte? —se asombró
Doña Mariana
—. ¡Oh, vamos! Pídeme que me tire al mar y lo haré en el acto. —Se apretó contra él—. Te quiero tanto —añadió con absoluta sinceridad— que lo que en verdad me asusta es pensar que algún día me convertiré en una carga para ti. Estoy segura de que en ese caso acabaré suicidándome.

Durante los días que siguieron, y mientras el
Milagro
navegaba hacia el Oeste a lo largo de la costa del último lugar civilizado que encontrarían en su camino, el canario
Cienfuegos
tuvo tiempo de meditar sobre cuanto la alemana le había dicho, pero por más que lo intentó, le resultó imposible clarificar sus ideas sobre los muchos y encontrados sentimientos que se habían despertado en su interior.

Lo que más le inquietaba era la seguridad de que ya no podría contemplar a Araya como a la niña de la que se preocupaba como de una hija, sino que cada vez que sus miradas se cruzasen se comportaría como si compartieran un oscuro secreto que en cierto modo le avergonzaba.

Jamás había tenido un solo pensamiento indigno con respecto a ella, por más que admitiese que se había convertido en una mujer excitante, pero de pronto le asaltaba la desagradable sensación de espiarla con los mismos ojos con que la espiaban el resto de los hombres.

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