El canario
Cienfuegos
, protagonista de esta apasionante novela, consigue llegar finalmente a Xaraguá, el mítico reino de la hermosa princesa Anacaona y último reducto de oposición a la penetración española en la isla. Allí, muy pronto se producirá una de las más viles traiciones de la historia, y la mujer que ama
Cienfuegos
quizá le dé un hijo...
Xaraguá
, que puede leerse perfectamente como novela independiente, culmina
[1]
de manera magistral la saga
Cienfuegos
, integrada por
Cienfuegos
,
Caribes
,
Azabache
,
Montenegro
y
Brazofuerte
.
Alberto Vázquez-Figueroa
Xaraguá
Saga Cienguegos VI
ePUB v1.1
Semitono07.05.12
Título original:
Xaraguá
Alberto Vázquez-Figueroa, Noviembre 1991.
Fotografia portada: Tonystone
Diseño portada: Departamento de diseño de Random House Mondadori
Editor original: Semitono
ePub base v2.0
Xaraguá es el más hermoso lugar que puso el buen Dios sobre la Tierra, con espesos bosques que ofrecen caza a mi pueblo, suaves colinas en las que cultivar los alimentos que nos son necesarios, y un mar limpio y caliente que nos regala gran cantidad de peces de todas las especies.
Xaraguá es también el Lugar en el que descansan nuestros antepasados; aquel en el que se mantiene viva nuestra historia, y en el que nacieron siglos atrás los más nobles fundadores de mi estirpe.
Es un país generoso, Majestad, pequeño y generoso para quienes lo poblamos desde hace cientos de años, pero no es país que ofrezca oro, perlas, ni aun diamantes, ni nada de cuanto a vuestros capitanes tanto agrada, y por lo que con tan inusitado ardor han luchado en la conquista del resto de la isla.
Tampoco es tierra de esclavos, Majestad, sino de taínos que nacieron en libertad y libres desean seguir siendo, lo cual no quita para que estén dispuestos a aceptar Vuestra Suprema Autoridad, siempre que tengáis a bien permitirles continuar siendo dueños de esa libertad y de esos campos.
Como Reina que soy de Xaraguá, de igual a igual, y con todos los respetos, os suplico por tanto que nos permitáis seguir siendo fieles súbditos en este bendito reino que nada ofrece a Vuestro pueblo y tanto ofrece sin embargo al mío, sin intentar someternos por la fuerza, lo cual tal vez no conduciría más que a un inútil y lamentable derramamiento de sangre.
La carta que la Princesa Anacaona dictara a Bonifacio Cabrera, y que éste hiciera llegar a Fray Nicolás de Ovando con el ruego de que la remitiera a Su Católica Majestad, la Reina Isabel, allá en España, jamás atravesó el océano, ya que el receloso Gobernador de La Española quiso ver en semejante misiva un agravio a su persona, dado que por medio de ella una salvaje desnuda se permitía la osadía de dirigirse personalmente a Su Soberana sin tener en cuenta que él era la máxima autoridad en aquella isla, y su único y legítimo representante.
Cierto era en verdad que, según sus noticias, Xaraguá no ofrecía oro ni perlas, ni aun diamantes, y que incluso era pobre en las especias y el «palobrasil» que tanto codiciaban los españoles, pero ello no bastaba, a su modo de entender, para que una «india emplumada» tuviera el descaro de tratar «de igual a igual», a la Reina de España.
Conviene tener presente que Fray Nicolás de Ovando fue, sin lugar a dudas, el más racista de cuantos mandatarios envió la Corona al Nuevo Mundo, y que por aquel tiempo atravesaba una grave crisis personal, ya que tenía plena conciencia de que la mayoría de sus conciudadanos le consideraban el único responsable del desastre de una flota que se había ido al fondo del mar cargada de tesoros y vidas humanas.
Por tal razón ejercía una férrea censura sobre cuantos documentos tuvieran la pretensión de llegar a manos de los Reyes, y la carta de la Princesa no constituyó desde luego una excepción a semejante regla.
Al salir de Sevilla había recibido instrucciones muy concretas: destituir al Gobernador Bobadilla, abastecer de oro, perlas y especias a la Metrópoli, y consolidar el dominio español sobre la isla.
El oro, las perlas, las especias e incluso el propio Bobadilla, se habían perdido por desgracia en lo más profundo del océano, por lo que no le quedaba más remedio que cumplir a rajatabla con la segunda parte de su encargo si no quería incurrir en el enojo de quienes le habían nombrado Gobernador.
Dar curso a la carta de una india que se autoproclamaba «reina» donde se suponía que no había más autoridad que la suya, era algo que estaba muy lejos de su ánimo, y así se lo hizo notar a su buen amigo y consejero, Fray Bernardino de Sigüenza, en el transcurso de una de aquellas amigables cenas que solían reunirles una vez por semana.
—El principal error de los Colón y Bobadilla fue mostrarse demasiado blandos con los vencidos, lo cual propició que a estas alturas aún queden núcleos de rebelión —señaló seguro de sí mismo—. Hace ya una década que pusimos el pie en estas tierras y aún existe quien, como Anacaona, se sigue considerando «reina». Levantar un imperio exige acabar con tan lamentable estado de cosas.
El escuálido frailecillo, que pese a los ruegos y consejos de su mentor y amigo continuaba siendo el hombre más sucio y hediondo de La Española, pero seguía siendo, de igual modo, el más bondadoso y uno de los más inteligentes y nobles, se apresuró a mostrar su desacuerdo con tan radicales teorías.
—El Reino de Dios debe edificarse sobre la paz y la comprensión —susurró con intención—. Tan sólo el «Imperio de los Hombres» se basa en el exterminio y el abuso de la fuerza. Y siempre he creído que nos enviaron a promover la fe en Cristo, no a ensanchar fronteras.
—¡Oh, vamos! —se lamentó el Gobernador, a todas luces molesto—. ¿Hasta cuándo seguiréis siendo un iluso? Esos hábitos, que por cierto os recomiendo asear, no deberían impediros aceptar que nuestra labor misionera debe ir siempre a remolque de las victorias militares. Para que existan «fieles» tenemos que conseguir primero «súbditos».
—En ese caso nunca serán auténticos fieles, sino tan sólo siervos que aceptan lo que sus amos les imponen. Yo desearía que fueran libres de amar a Cristo sin ningún tipo de presiones.
—Estos salvajes amarían a Cristo, a Mahoma o a Buda según lo que les ordenáramos, pero sus hijos y los hijos de sus hijos, que habrán nacido en el seno de la verdadera fe, serán cristianos sinceros, y a buen seguro que de entre ellos surgirán santos que engrandecerán nuestra Iglesia —fue la convencida respuesta del Gobernador Ovando—. Todo debe ir por sus pasos: en primer lugar conquista, y luego evangelización, ya que si lo hiciéramos al contrario estaríamos luchando contra nuestros hermanos en la fe, y eso no sería grato a los ojos del Señor.
—Salamanca os doctoró en teología y no cabe duda de que Valladolid lo hizo en política… —sentenció Fray Bernardino—. Pero resulta evidente que en ambas Universidades debisteis ser brillante en retórica.
—Lo tomo por un cumplido, ya que viniendo de vos no puedo ni tan siquiera imaginar que sea una ofensa —replicó socarrón Fray Nicolás—. Pero olvidad el tema y decidme qué opináis de esa tal Anacaona.
—Que debe tratarse de una mujer muy especial, ya que consiguió enamorar a hombres tan diferentes entre sí como el brutal cacique Canoabó, el exquisito capitán Alonso de Ojeda y el ladino Bartolomé Colón… —El franciscano se sonó los mocos con un repugnante trapajo como si tratase de disimular una traviesa sonrisa—. Eso sin contar docenas de otros muchos.
—Sobre la liberalidad de sus costumbres no abrigo dudas —admitió el otro algo amoscado—. Mas por lo que ahora os estoy preguntando, es por su capacidad de aglutinar a su alrededor a las fuerzas rebeldes.
—¿De qué «Fuerzas Rebeldes» me estáis hablando? —se escandalizó el de Sigüenza poniéndose en pie de un salto para comenzar a pasear nerviosamente de un lado a otro de la estancia—. Que yo sepa de lo único que se habla aquí es de una humilde carta a la Reina.
—No tan humilde.
—¿Ah, no?
—No, en absoluto. ¿O es que acaso no habéis reparado en que se hace mención a un «derramamiento de sangre»? ¿Es humilde quien habla de derramar sangre?
—Se refiere a la de su gente, no a la de los españoles.
—¿Os imagináis que se dejarían matar como corderos? Si hay lucha caerán algunos de los nuestros.
—¡Lógico! —admitió Fray Bernardino—. Pero resulta evidente que no quieren luchar a ningún precio.
—No veo por parte alguna tal evidencia.
—Decid más bien que no os conviene verla —puntualizó el franciscano—. Y no se me antoja justo.
—Os recuerdo que estáis aquí como consejero, no como crítico —masculló molesto el Gobernador, al tiempo que se servía una copa de su amado licor de guindas—. Decidme qué opináis sobre esa india y no especuléis sobre unos planes que aún no tengo muy claros.
Fray Bernardino, al que las pulgas o los piojos habían comenzado de pronto a agredir con especial fruición en la entrepierna, se volvió para rascarse sin llamar en exceso la atención de su interlocutor, y cuando se sintió reconfortado, replicó con voz entrecortada por el esfuerzo:
—La principal misión de un consejero estriba en advertir sobre los errores que pueda cometer, dado que, una vez cometidos, de poco sirven las palabras. —Lanzó un breve suspiro de alivio—. Y en este caso, iniciar un nuevo enfrentamiento armado se me antoja una equivocación de nefastas consecuencias.
—No son de la misma opinión mis capitanes.
—Un militar sin guerra es como un cura sin parroquia —sentenció el otro mordaz—. Y de Vos depende escuchar a quien os habla movido por motivos personales, o a quien lo hace libre de cargas.
—Yo os escucho.
—Como al viento que dejará de soplar mañana. Y os recuerdo que Sus Majestades han expresado más de una vez públicamente que los intereses de los indígenas deben primar sobre los de cualquier otro por importante que sea.
—«Públicamente» —recalcó con intención Ovando—. Pero en privado mis órdenes son controlar la situación a toda costa, puesto que hasta que no ejerzamos un dominio total sobre La Española no estaremos en condiciones de emprender el asalto al Continente.