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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (5 page)

—Quizá no —admitió el gomero—. Pero tenemos un hijo, nos queremos, tú eres viuda, y yo soltero. Lo lógico es que nos casemos. ¿O no?

—Ya una vez estuve casada —puntualizó Ingrid con acritud—, y no fui una buena esposa. ¿Por qué he de correr el riesgo de cometer el mismo error, si estamos bien como estamos?

—No estamos bien y lo sabes —protestó nervioso
Cienfuegos
, que comenzaba a darse cuenta de cuáles eran las intenciones de la alemana—. Vivimos en pecado.

—¿De qué pecado hablas, si tú ni siquiera eres católico? —fue la áspera respuesta—. ¿Y desde cuándo te preocupa semejante problema?

—Desde ahora. Dentro de un rato me bautizarán, y supongo que a partir de ese momento seré católico y no deseo vivir en pecado. —Hizo una corta pausa, esforzándose por calmarse, e indicando con un ademán a Fray Bernardino, que asistía a la escena un tanto incómodo, añadió—: Toda tu vida has deseado que nos casáramos y ahora tenemos quien puede celebrar la ceremonia sin impedimentos. ¿A qué diablos viene semejante cambio de actitud?

—A que no me parece una buena idea.

—¿Y te parece buena idea que nuestro hijo sea bastardo?

—No, desde luego —admitió Ingrid, visiblemente afectada—. No quiero que mi hijo sea un bastardo, pero no por evitarlo debemos hacer algo que no deseamos hacer.

—Yo deseo hacerlo —puntualizó él—. Es lo que más deseo en este mundo. Lo que deseé siempre. ¿Por qué tú no?

—¡Oh, vamos! —casi sollozó
Doña Mariana
—. ¡Lo sabes muy bien!

—No. No lo sé. —El cabrero se mostraba seco y firme—. ¡Explícamelo tú!

—Parezco tu madre… —señaló ella por último.

—¿Y te consideras superior a mí por eso?

—¡Qué estupidez! Es que más que una boda, parecería una adopción.

—Es la cosa más desagradable que me has dicho nunca —sentenció el isleño—. Medir el amor por la diferencia de edad, es tanto como medir la inteligencia por la diferencia de estatura.

—Estoy de acuerdo —intervino Fray Bernardino—. Y se trata de una idiotez indigna de una mujer inteligente, hija. Allá en «La Fortaleza» parecías más lista.

—No se meta en esto, padre —le atajó la alemana—. No sabe de qué va la cosa.

—Sí que lo sé —fue la sincera respuesta—. Va de años… Y lo que es años tengo más que los dos juntos. —Observó a su ex-cautiva con afecto al tiempo que le tomaba una mano y se la apretaba como para infundirle ánimos—. Entiendo lo que te ocurre —añadió—. Está claro que él es más joven, y que has pasado momentos terribles que te han marcado profundamente. Pero se trata de algo pasajero, y lo que está claro es que este hombre te ama más que a nada. Ha arriesgado su vida por ti infinidad de veces, y estoy convencido de que no imagina el futuro sin estar a tu lado. ¡Olvida todos esos prejuicios impropios de una mujer como tú, y cásate con él!

—¿Y qué pasará cuando yo sea una anciana y él siga tan atractivo como ahora?

—Que serás una anciana, lo cual siempre será mucho mejor que ser un cadáver. —El franciscano se sorbió los mocos, pues ésa era una costumbre que el baño no le había hecho perder, y añadió—: Aún no entiendo por qué extraña razón a las mujeres os preocupa mucho más lo que ocurrirá en el futuro, que lo que ocurre en el presente. Creo que en eso estriba vuestra incapacidad de hacer algo constructivo. Si tuvierais que levantar una catedral estaríais pensando más en lo que ocurrirá el día en que se caiga, que en los siglos que va a mantenerse en pie. —Le apretó de nuevo la mano—. Respóndeme a una pregunta con toda sinceridad —suplicó—. ¿Amas o no amas a este hombre?

—¡Naturalmente!

—¿Y tú amas o no amas a esta mujer? —inquirió volviéndose al gomero.

—Más que a mi vida.

—En ese caso, yo os declaro marido y mujer —sentenció el fraile trazando sobre ellos la señal de la cruz—. Ya está hecho, y no hay más que hablar.

—¡Pero cómo…! —se asombró
Doña Mariana
—. ¿Pretendéis hacerme creer que nos habéis casado?

El de Sigüenza asintió con un convencido gesto de cabeza:

—Hasta que la muerte os separe.

—¡No es posible! —protestó ella—. ¿Así sin más?

—Si quieres te rezo un Padrenuestro, pero no es imprescindible. En caso de peligro de muerte se puede abreviar mucho la ceremonia.

—¿Y quién está en peligro de muerte?

—Vosotros. Si Ovando os atrapa, os ahorca.

—A mí todo esto se me antoja muy irregular —insistió
Doña Mariana
, que no parecía conformarse con el modo en que se había llevado a cabo la pintoresca ceremonia—. ¿Estáis seguro de que esta boda es válida?

—Para mí, sí. Y para tu marido, también. Y como somos dos de tres, la cosa no tiene vuelta de hoja.

—Os estáis burlando de mí.

—En absoluto, hija, en absoluto —fue la serena respuesta—. Si un obispo puede anular un matrimonio con cinco hijos, un simple fraile puede legalizar otro sin grandes aspavientos. De hecho, en ocasiones casamos una docena de parejas a la vez y sin preguntar sus nombres.

Ingrid Grass no quedó del todo satisfecha por semejante explicación, pero resultaba evidente que tampoco deseaba que la convencieran, pues pese a cuanto alegara en contra de semejante boda, lo que más íntimamente ansiaba en realidad era unirse al hombre al que había dedicado la mayor parte de su vida.

Las parejas muy enamoradas desean envejecer juntas, pero con frecuencia odian la idea de advertir cómo su pareja va envejeciendo, pues suele resultar mucho más fácil aceptar el propio deterioro físico, que el de aquel a quien se ama.

A menudo, esas personas odian su propio envejecimiento únicamente por el hecho de que son conscientes de que eso causa dolor al otro, ya que comprenden que éste experimenta los mismos sentimientos que a él le hieren.

Y es que la vejez es un estado de ánimo que puede resultar soportable o insoportable, según los casos, pero lo que sí resulta en verdad difícil de sobrellevar es el largo tránsito que desemboca en la senectud.

Doña Mariana Montenegro
estaba a punto de cumplir los treinta y cinco años en una época en la que la esperanza de vida de una mujer apenas superaba el medio siglo, y había sufrido tantas calamidades que inconscientemente se consideraba ya en la recta final de su vida pese a que acabara de dar a luz un hijo.

O quizás había sido la propia llegada de ese hijo tan largamente esperado lo que contribuía a hacerle suponer que su ciclo vital había concluido.

Fuera como fuese, resultaba muy difícil conseguir que se desprendiera de semejante lastre, y aunque hubiera momentos en los que un ligero soplo de ilusión le devolviese a los tiempos felices, en lo más profundo de su ser anidaban ya una resignación y una amargura que habrían de acompañarle hasta la tumba.

Cienfuegos
lo entendía, pero por su parte nada podía hacer por dejar de ser un Hércules a punto ya de alcanzar su total plenitud como ser humano fuera de serie.

Por tanto, aquélla era una boda descompensada e irregular, pero que, en contra de lo que pudiera parecer, satisfacía más al hombre que a la mujer, pues pese a lo que cualquier observador imparcial imaginase, el amor que el cabrero sentía por la alemana seguía siendo tan sincero que superaba cualquier barrera que los años pretendiera alzar entre ellos.

Se sintió profundamente feliz al ser bautizado, y hubiera continuado igualmente feliz a no ser por el hecho de que de improviso un muchachito indígena trajo la infausta noticia de que Ovando y sus hombres se habían apoderado de la Princesa Anacaona.

—¿Cómo ha sido? —quiso saber de inmediato el gomero.

—Hubo una gran fiesta;
Flor de Oro
compuso sus más bellos poemas y cantó hasta muy entrada la noche. Los españoles parecían muy tranquilos y contentos, pero a un gesto de Ovando prendieron fuego a la gran cabaña y sacando unos puñales que llevaban ocultos comenzaron a matar a la mayoría de los desarmados guerreros al tiempo que ocho o diez se lanzaban sobre la Princesa y la cargaban de cadenas.

—¡Se lo dije! —se lamentó
Cienfuegos
mordiendo con rabia las palabras—. ¡Se lo advertí mil veces! Nunca debió fiarse de esos malditos españoles.

—Tú también eres español —le recordó Fray Bernardino, que parecía tan impresionado o más que él mismo.

—Ya no me siento español —masculló el cabrero con rencor—. Canario, gomero o guanche, ¡cualquier cosa!, menos parte de un pueblo capaz de traicionar a una mujer que los recibe como amigos.

—Tenemos que ayudarle —intervino Ingrid—. Tenemos que hacer cuanto esté en nuestra mano por convencer a Ovando de que está cometiendo un error. Ella tan sólo quiere la paz.

—¡Olvídalo! —puntualizó el fraile con amargura—. Ya intenté disuadirle pero resultó inútil. Mucho más lo será ahora que ha hecho el viaje y ha conseguido apresarla. La ahorcará.

—¡No será capaz!

—Ovando es capaz de todo —sentenció el franciscano, apesadumbrado—. Para él no cuenta más que lo que beneficia a la Corona, y ahora imagina que la Corona quiere a Anacaona muerta.

—¡Pero eso es absurdo! —protestó la alemana—. ¿Qué daño puede hacer con sus escasas fuerzas?

—Ninguno que yo sepa —admitió el fraile—. Pero los gobernantes no piensan como el resto de los mortales. A la mayoría de los seres humanos les gusta compartir la vida con otros seres humanos, pero los gobernantes odian compartir el poder. Siempre ven una amenaza en todo.

—Lo dice como si un gobernante no fuera un ser humano.

—Es que con demasiada frecuencia dejan de serlo. La autoridad les incita a considerarse superiores, sin caer en la cuenta de que ese simple error los vuelve inferiores, puesto que distorsionan la visión de las cosas.

—Pero ahorcan a sus enemigos —medió
Cienfuegos
cortando su disertación—. Me importa poco lo que piense o deje de pensar Ovando —añadió—. Lo que ahora importa es que al apoderarse de
Flor de Oro
se ha adueñado de Xaraguá, y aquí corremos peligro.

—¿No pensarás huir? —se sorprendió Ingrid.

—No, desde luego. Pero mi principal preocupación es ponerte a salvo. Después iré a ver qué puedo hacer por la Princesa.

—No podrás hacer nada, hijo —le advirtió de nuevo el de Sigüenza—. El Gobernador ha cometido un error al apresarla, pero no puede permitirse el lujo de cometer uno aún mayor al consentir que se le escape.

—¿Y cree que estoy dispuesto a dejar morir a alguien que ha hecho tanto por nosotros? —se sorprendió el gomero.

—No, desde luego. Conociéndote como te conozco, no lo creo, pero la única esperanza de la Princesa se centra en la posibilidad de que yo interceda ante el Gobernador para que no la ejecute, limitándose a enviarla a España.

—Para Anacaona el cautiverio sería aún peor que la muerte —musitó apenas
Doña Mariana
.

—Siempre hay una posibilidad de regresar del cautiverio, hija, mientras que, ya se sabe, la muerte resulta irremediable. Ruega a Dios para que encuentre argumentos con los que salvarla de la horca.

—Si Dios no ha sido capaz de echarle una mano a tantos cristianos como he visto en apuros, menos lo hará por una pagana —masculló el cabrero—. Su intención es de agradecer, padre, pero temo que si no se la arrancamos por la fuerza, Ovando no le permitirá seguir viviendo.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —inquirió el religioso en un tono levemente despectivo—. ¿Enfrentándote solo a los soldados del Gobernador, o poniéndote al frente de los guerreros de Xaraguá en contra de tus compatriotas?

—Ya le he dicho que quienes traicionan mujeres no son mis compatriotas.

—Tu gente es tu gente, comoquiera que te pongas, hijo —sentenció el franciscano—. No niego que en momentos como éste incluso a mí me dan ganas de renegar de mi sangre, pero aquí está, bajo mi piel corriendo por mis venas, y a ver cómo lo evito. —Abrió los brazos en un gesto de resignación e impotencia que mostraba a las claras su negro estado de ánimo—. Lo que tienes que hacer, como bien has dicho, es poner a salvo a tu familia, y hacer que alguien me lleve junto a Ovando. Le rodean demasiados exaltados y necesita que alguien le frene.

—Yo le acompañaré —se ofreció el canario—. Bonifacio Cabrera sabe a dónde tiene que llevar a mi familia y dónde tienen que esperarme. —Se volvió luego a
Doña Mariana
tomándola por la barbilla y obligando a que le mirara a los ojos—. Haré cuanto esté en mi mano por la Princesa —prometió—. Confía en mí.

A la mañana siguiente, con la primera claridad del alba, el grueso de la familia embarcó en dos grandes piraguas rumbo a la punta este de la isla de Gonave, mientras el canario y Fray Bernardino emprendían el regreso al poblado, para comenzar a cruzarse de inmediato con docenas de ancianos, mujeres y niños que huían de los soldados españoles.

Cienfuegos
, que dominaba su lengua, iba traduciendo a su acompañante cuanto los fugitivos le contaban, y el buen fraile no daba crédito a sus oídos cuando dos muchachitas, a las que casi no podían considerarse todavía mujeres, relataron con todo lujo de detalles cómo entre cinco soldados las habían encerrado en una cabaña abusando de ellas hasta cansarse.

—¡No es cierto! —exclamó indignado—. ¡Están mintiendo! Tienen que estar mintiendo.

El canario se limitó a mostrarle las marcas que unos dientes habían dejado en la entrepierna de una de ellas y los moretones y arañazos que ambas mostraban por todo el cuerpo.

—¿Y qué cree que es esto, padre? —quiso saber—. ¿Bendiciones Apostólicas? Esto es lo que su amigo Fray Nicolás consiente que hagan con las nativas. Si se tratara de muchachas españolas mandaría ahorcar a los culpables, pero como tienen la piel oscura y andan medio desnudas, permite que las violen e incluso que las maten.

—¡Dios sea loado!

—No empecemos, que ahora sí que no estoy para jaculatorias —fue la agria respuesta—. Si en verdad seguís pensando que quienes hacen este tipo de cosas van a tener la más mínima piedad con la Princesa, es que estáis loco.

—Ovando no debe estar enterado de esto —casi sollozó el otro—. ¡Seguro!

—Cuando un gobernante no se entera de que sus hombres hacen este tipo de cosas, es porque no desea enterarse —le hizo notar el cabrero—. Vuestro amigo Ovando no se diferencia de los Colón o Bobadilla más que en el hecho de que estudió en Salamanca. —Señaló a las muchachas y a una mujeruca que se alejaba en esos momentos tirando de un niño—. Observad a esta gente y el terror que se refleja en sus rostros —pidió—. Os juro que cuando llegamos aquí jamás vi esas caras. Era un pueblo pacífico y feliz que se desvivía por hacernos la estancia agradable. —Se encogió de hombros con gesto de impotencia—. Nos tomaron por dioses, y han descubierto que en realidad somos demonios. ¡Cielos! —concluyó compungido—. ¡Cuánto daño hemos hecho! ¡Cuánto daño!

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