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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (15 page)

—¿Le teméis? —inquirió el Secretario con cierto descaro.

—¿No temeríais a Ojeda si tuvieseis que enfrentaros a él con una espada en la mano? —fue la respuesta—. Pues lo mismo es Colón con las ideas. Nunca se sabe dónde diablos va a clavártelas.

Tanta era, en verdad, la prevención que Fray Nicolás de Ovando sentía por el Almirante, que a los pocos días mandó llamar a un antiguo lugarteniente del traidor Francisco Roldán, especialmente conocido por su irracional odio a los hermanos Colón, para ordenarle que se embarcase en un pequeño carabelón y pusiese proa a Jamaica con el fin de averiguar qué era lo que allí ocurría, aunque con la indicación expresa de no prestar ningún tipo de ayuda a los náufragos. Todo lo que les enviaba a los seis meses de tener noticias de su desesperada situación, era un barril de vino y un jamón.

La elección de tan significativo enviado se ajustaba a designios muy concretos, puesto que el Capitán Diego Escobar tenía fama de ser uno de los personajes más mezquinos y canallescos de cuantos habían puesto el pie hasta el presente en Las Indias Occidentales.

A los doce días de navegación, el carabelón ancló frente a la playa sobre la que los navíos permanecían aplastados sobre la arena como despanzurrados cadáveres de enormes ballenatos, y una chalupa desembarcó a Diego Escobar, que no pudo evitar una despectiva sonrisa de triunfo al advertir el lamentable estado en que se encontraba aquel anciano, hambriento y derrotado, que tiempo atrás fuera el todopoderoso «Virrey de las Indias y Almirante de la Mar Océana».

—¿Acaso es éste el famoso Cipango del que tanto hablabais? —inquirió burlón—. Si es así, me gustaría conocer al Gran Kan, si es que no os molesta.

—¿Y quién sois Vos? —quiso saber el Virrey, cuya vista no era ya la que le permitió ver más allá de los océanos.

—¿Es que acaso no me recordáis? —inquirió el otro visiblemente molesto—. Soy Diego Escobar, vuestro peor enemigo.

—Imposible… —musitó Don Cristóbal Colón con un leve deje de amargura en la voz—. Conozco bien a mi peor enemigo; soy yo mismo. —Hizo una corta pausa—. Y tras de mí podría mencionar una larga lista de hombres ilustres, incluidos varios reyes. Vos no sois más que la peor basura que ha encontrado Ovando en la isla. —Sonrió, aunque se diría que le costaba un enorme esfuerzo hacerlo—. Pero me alegra veros, porque eso significa, que Diego Méndez no se ahogó como temíamos, llegó a Santo Domingo y pronto o tarde conseguirá enviarnos ayuda.

—Permitid que lo dude.

—A alguien como Vos, al que parecen alegrar los sufrimientos que afligen a tantos compatriotas, no le permito ni que me lama las botas —señaló el Almirante—. ¿A qué habéis venido?

—A ver si en verdad necesitáis que enviemos ayuda, o se trata de una más de vuestras estúpidas estratagemas para volver a La Española.

—Decidle a vuestro amo, que no tengo interés en pisar la isla, sino en poner a salvo a mi gente y regresar a España y advertirle que si no actúa cuanto antes, cada una de las nuevas muertes que se produzcan caerá sobre su conciencia y rogaré a Sus Majestades que le pidan cuentas por sus actos. —Un golpe de tos que parecía a punto de asfixiarle dejó a Colón sin aliento, pero al fin consiguió concluir la frase—. Y recordarle que al igual que tengo muchos enemigos, también tengo poderosos amigos dispuestos a vengarme.

—No estáis en condiciones de amenazar —replicó Escobar, lanzando un escupitajo a la arena—. Y haríais mejor mostrando humildad.

—¿Humildad ante un traidor a la Corona que más tarde traicionó también a los suyos? —Se asombró el otro—. ¡Nunca! Ahora os recuerdo, aunque se me olvidara vuestro nombre. Sois carne de horca, y me consta que lo último que veréis será vuestra sombra balanceándose sobre el empedrado de una plaza. —Le observó con fijeza—. Y tened por seguro que en ese instante os acordaréis de mí.

Lo había dicho con tanta serenidad y seguridad en sí mismo, que su interlocutor no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda, por lo que instintivamente echó mano a la empuñadura de su espada, pero los fieles al Almirante, que aún eran muchos, dieron un paso adelante y pareció comprender que aquel final podía estar más próximo de lo que imaginaba.

—Seguís teniendo la lengua demasiado larga —se limitó a musitar al fin—. Y flaco favor le estáis haciendo a vuestros hombres tratando de este modo al único que puede sacarlos de aquí. —Hizo un gesto a cuantos les rodeaban—. ¿Son todos los que quedan? —inquirió con la evidente intención de cambiar de tema.

—Hay otros tantos comerciando con los salvajes, y una veintena más que se han rebelado contra mi autoridad capitaneados por un tal Porras —señaló Colón con naturalidad—. Pero el día que lleguen las naves, todos estarán aquí.

—Nadie ha dicho que vayan a llegar.

—Si Diego Méndez vive, llegarán.

—Demasiada confianza tenéis en ese hombre.

—Dios ha querido que haya hombres a los que se les pueda confiar la vida, y otros a los que no se les debe confiar ni un puñado de estiércol. Por desgracia es necesario llegar a viejo para aprender a distinguirlos, pero yo ya soy lo suficientemente viejo.

—Razón tenéis —admitió el otro indicando con un gesto de la mano a cuantos les rodeaban—. No son viejos, confiaron en Vos, y a la vista está el resultado.

—Prefiero no responder a eso, porque creo que ya os he dedicado mucha más atención de la que os merecéis. —El Almirante se puso en pie con aire de profunda fatiga—. Os entregaré una carta para el Gobernador aunque no sé si también significará un esfuerzo inútil. —Sonrió burlón—. Pensándolo bien, sois tan cobarde, que no os arriesgaréis a romperla puesto que hay demasiados testigos y alguien podría acusaros algún día de alta traición. Esperad aquí.

Se encaminó a la humilde choza que le habían edificado bajo las palmeras, y mientras escribía la larga misiva, Escobar se dedicó a estudiar el lamentable estado de las putrefactas naves, para comentar con intención cuando al fin el Almirante regresó arrastrando dolorido su pierna gotosa:

—Mal servicio os ha prestado la broma, pero lo que no entiendo es cómo habiendo aquí tanta madera, y teniendo como debéis tener buenos carpinteros entre la tripulación, no se os ha ocurrido construir un navío.

—Siempre imaginé que Diego Méndez no tardaría más de una semana en llegar a Santo Domingo, y el Gobernador otra en acudir en nuestra ayuda —replicó Colón—. Aparte de que no tenemos medios de convertir esos enormes troncos en tablones.

—Permitid que lo dude. Más bien creo que os avergüenza regresar como náufrago, cuando soñabais llegar cargado de oro, especias y la gloria de haber alcanzado el Cipango.

El Almirante no se dignó responder, limitándose a ofrecerle el pergamino al tiempo que le dirigía una larga mirada de desprecio.

—¡Tomad y marchaos de una vez en mala hora! —exclamó—. Y que caiga sobre vuestra cabeza, y la del Gobernador, el destino de todos estos hombres.

Diego Escobar tardó en alargar la mano y tomar la carta, e incluso por un instante pareció negarse a recibirla, pero la expresión de los hombres que acompañaban al Virrey le hizo temer que si incurría en tal acto de villanía corría el riesgo de terminar allí mismo sus días, y con un visible esfuerzo recogió la misiva y dio media vuelta encaminándose a la chalupa que le aguardaba junto al agua.

—Se la haré llegar al Gobernador —masculló desabridamente—. Lo que haga con ella, es cosa suya.

Cuando los remeros comenzaron a bogar, y el indigno personaje se alejó dándole descaradamente la espalda, Don Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana y Virrey de Las Indias, apretó con fuerza los puños y tuvo que realizar un supremo esfuerzo para no dar un alarido pidiéndole explicaciones a los cielos por obligarle a soportar tan terribles humillaciones.

Si algún ser humano llegó en alguna ocasión a lo más profundo del infierno estando vivo, sin lugar a dudas fue Cristóbal Colón aquella malhadada tarde en una playa de la isla de Jamaica.

Comenzaron a hacer su aparición indígenas —hombres y mujeres— colgados de los árboles de las plazas y los caminos, y nadie era capaz de discernir si se ahorcaban como ofrenda de sus vidas a cambio de la de Anacaona, o simplemente se suicidaban porque se sentían incapaces de aceptar el destino que los españoles les tenían reservado.

Ya se había extendido la costumbre, aunque ninguna ley la sancionase, de enviar a los nativos a las minas durante un período mínimo de ocho meses al año, y como sabían que allí acabarían por morir de agotamiento y malos tratos, muchos se adelantaban a los acontecimientos poniendo fin a sus vidas de una forma rápida y sencilla.

Durante el tiempo que los hombres se veían obligados a permanecer lejos de sus casas, las mujeres sufrían el acoso sexual de una cierta clase de colonos que las consideraban meros objetos de uso personal, por lo que la desintegración de la comunidad aborigen alcanzó tales proporciones que el propio Ovando se vio en la necesidad de tomar cartas en el asunto si no quería correr el riesgo de acabar gobernando una isla desierta.

Pero como resultaba lógico esperar su decisión no fue la de poner coto a la explotación de los taínos, sino tan sólo aceptar que se permitiera la importación de nuevos esclavos, por el sencillo método de organizar razias de castigo a las islas vecinas y capturar allí a unos supuestos «enemigos» de la Corona.

Estos sí que podían ser considerados auténticos esclavos ante la ley.

Fray Bernardino de Sigüenza tronaba en el púlpito, pero al igual que su campaña en pro del Almirante había obtenido una favorable acogida entre sus conciudadanos, clamar por los derechos de los «salvajes» no despertó idénticas simpatías, y ya eran muchos los colonos que se negaban a asistir a sus agresivos sermones.

Su decidida labor humanitaria le estaba volviendo impopular, y quienes con más ardor luchaban por la imposición de un tipo de esclavitud abierta y sin tapujos, le tacharon muy pronto de traidor a la causa y vendido al oro y a los intereses de los indígenas.

En la «Taberna de los Cuatro Vientos», lugar de cita —junto al prostíbulo de Leonor Banderas— de todos los desocupados de la isla, se reunían cada noche un puñado de exaltados que reclamaban abiertamente la deportación del valiente franciscano, al tiempo que exigían al Gobernador la pronta solución del grave problema que representaba el supuesto liderazgo de la Princesa Anacaona.

—Por cada día que la mantienen con vida, se pierden media docena de peones, y por muy reina que pueda considerarse, su vida no vale tanto.

Ovando hizo un último esfuerzo para que
Flor de Oro
ordenase a su gente que dejase de suicidarse y se pusiera abiertamente al servicio de sus nuevos amos, pero una vez más se enfrentó a la decidida actitud de una mujer que parecía dispuesta a no dejarse doblegar por mucho que se la presionara.

Pizarro, que no perdía detalle de cuanto se comentaba en la taberna, regresó una noche a su casa, y tras despertar al sorprendido
Cienfuegos
, le espetó sin preámbulos:

—¡Será mejor que te marches!

—¿Por qué? —quiso saber el canario sorprendido.

—Te buscan. A ti y a todos los que puedan acusar de traición para ahorcarlos junto a la Princesa —fue la sencilla explicación—. Por lo visto Ovando es de la opinión que de ese modo su ejecución estará más justificada. Colgar a dos o tres españoles y una indígena puede constituir una perfecta solución a sus problemas.

—¡Hijo de puta! ¿Y por qué yo?

—Han hecho una lista de posibles candidatos al patíbulo y el Capitán Pedraza mencionó tu nombre. No te perdona que le ganases no sé qué apuesta matando a un mulo de un puñetazo. —Le observó sorprendido—. ¿Realmente lo hiciste? —quiso saber.

—Más o menos.

¿Cómo?

—Es una vieja historia —replicó el gomero cambiando de tema—. ¿Crees que me encontrarían aquí?

—Seguro —admitió el trujillano—. De momento vigilan a Ojeda y Balboa, que eran los que estaban contigo, pero pronto caerán en la cuenta de que se me ha visto con ellos, y eso les traerá hasta aquí. —Agitó la cabeza al tiempo que sonreía burlándose de sí mismo—. En ese caso seríamos dos a acompañar a la Princesa, y preferiría irme con ella a la cama que a la tumba.

—De acuerdo —admitió el cabrero—. Me esconderé en la selva.

—¿Para qué? —quiso saber el otro—. Desde allí tampoco podrás hacer nada. —Tomó asiento frente a él—. ¡Vuelve con los tuyos! —le aconsejó—. Salva a tu familia y olvida toda esta mierda.

—Le debo mucho a Anacaona.

—Se lo has pagado jugándote el cuello durante todo este tiempo. —Pizarro le aferró el brazo con afecto—. Y ya has oído a Ojeda: ella prefiere morir con dignidad, y tú parecías compartir esa elección.

—Que la entienda no significa que la comparta —le hizo notar el gomero—. Y quiero agotar todas las posibilidades de salvarla.

—Ya están agotadas. Que la cuelguen es sólo cuestión de un par de días.

—¡Dios Bendito! —se lamentó
Cienfuegos
—. ¡Una mujer tan maravillosa y tan llena de vida…!

—Tengo entendido que la tuya también lo es —señaló el otro—. Me lo ha contado Ojeda. Ocúpate de ella y de tus hijos, y salva el pescuezo.

Aquél era el mejor consejo que podían darle en tales circunstancias, pero aun así el cabrero se resistía a aceptarlo, incapaz de hacerse a la idea de que la solícita princesa que tanto les había ayudado tuviese que pasar por la terrible humillación de acabar balanceándose en el aire ante los ojos del pueblo que la adoraba.

—¿Sabes si piensan ejecutarla en público? —inquirió en un vano intento de mantener un último rayo de esperanza.

—Naturalmente —fue la inapelable respuesta—. Más que ninguna otra, la suya es una ejecución destinada al gran público. Los indios tan sólo aceptarán que ha muerto cuando vean su cadáver y Ovando lo sabe.

—Lo mataré por eso.

—¿Y qué sacarás con ello? —inquirió Pizarro—. El mal ya estará hecho y la venganza es un placer estúpido. El más inútil y estúpido de todos.

—¿Quién lo dice?

—Yo lo digo —sentenció el de Trujillo—. Y recuerda que soy de los que más razones tienen para vengarse incluso de sus propios hermanos, aunque no pienso hacerlo. —Sonrió con amargura—. Una vez me mordió un cerdo —añadió—. En venganza le corté el cuello pero me encontré con que si lo dejaba en mitad del campo las alimañas se lo comerían y mi padre me deslomaría, de modo que tuve que cargar con él hasta la casa. Fue entonces cuando comprendí la inutilidad de la venganza.

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