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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (21 page)

Pretendía convencerse de que seguía siendo la misma niña soñadora que descubriera en las ruinas de un poblado en compañía de una vieja medio loca, pero lo cierto era que aquella niña no era ya más que un recuerdo que nada tenía que ver con la evidencia de un cuerpo que vibraba tan sólo de rozarlo.

Araya parecía llevar en su interior a todos aquellos traviesos diosecillos de los que siempre hablaba, aunque podría creerse que ahora sus travesuras se limitaban a conseguir que cada uno de sus gestos, su mirada o sus palabras pareciesen impregnados de un componente erótico que escapaba por cada poro del cuerpo de la muchacha sin que ella misma lo pretendiera.

Muchas cosas le habían ocurrido al canario
Cienfuegos
desde el lejano día en que conoció a la alemana Ingrid Grass en una laguna de las montañas de la isla de La Gomera; muchas más de las que hubiera imaginado nunca que podrían ocurrirle, pero de todas ellas aquella situación se le antojaba sin lugar a dudas la más desconcertante, puesto que por mucho que lo intentara no lograba entender que la mujer que le había seguido hasta el confín del universo, hubiese concebido la absurda idea de cedérselo a otra pese a seguir queriéndole.

—Empiezo a estar harto —se dijo con evidente malhumor y como si con ello solucionase sus difíciles problemas—. Yo no tengo la culpa de que Ingrid naciera antes, ni de que se sienta vieja cuando a mí me da la impresión de estar empezando a vivir. Lo único que quiero es estar siempre a su lado y que no cambie.

—No cambies nunca, por favor.

—Ya he cambiado —replicaba la alemana en un tono de incontenible tristeza—. Y tú también lo has hecho; eres más alto, más fuerte, más inteligente y más hermoso. Todos cambiamos para bien o para mal y es algo inevitable.

Cada noche hacían el amor, y dado que
Cienfuegos
hubiera deseado hacerlo hasta el alba, le frustraba advertir cómo a partir de un cierto momento ella tenía que esforzarse por responder a sus caricias como si inconscientemente le rechazase.

El canario jamás se cansaba de acariciar aquel cuerpo, beber en aquella dulce fuente, contemplar aquel rostro que aún ajado continuaba antojándosele fascinante, y aspirar aquel aroma que le embriagaba como el más fuerte de los licores, pero resultaba evidente que Ingrid no participaba ya de idéntico entusiasmo, y en cierto modo respondía a sus efusiones más por cariño que por auténtica pasión. Al propio tiempo Araya parecía estar abrasándose por culpa de un reprimido deseo que la estaba consumiendo, y eso daba lugar a una tensa situación que al gomero le enervaba.

Cuando al fin rebasaron la punta del Cabo de San Miguel y las costas de La Española comenzaron a difuminarse a sus espaldas al poner proa a la diminuta isla de La Navata,
Cienfuegos
ascendió hasta el puente de mando en el que el capitán Doñabeitia estudiaba una rudimentaria carta marina, para rogarle que mantuviera fijo el rumbo hacia la costa norte de Jamaica.

—Según parece, el Almirante aún sigue allí —dijo—. Podemos permitirnos el lujo de perder unos días en recogerle y llevarle de regreso a Xaraguá. Tenemos toda una vida por delante.

—Quien manda, manda —fue la escueta respuesta del vasco—. Pero os recuerdo que por lo que he oído quedan también allí más de cien hombres, y ya la tercera parte nos pondría en serios apuros. Este barco no está pensado para tanta carga.

—No tengo intención de rescatarlos, sino tan sólo de salvar al Almirante y algún otro —le hizo notar el cabrero—. Una vez en Santo Domingo ya se preocupará él de procurar que busquen al resto de su gente. Es lo mínimo que puedo hacer por el Virrey. Al fin y al cabo, fui polizón en uno de sus barcos, y es el mejor marino que nunca haya existido. Le debo ese favor.

—¿Es cierto ese rumor de que sois el único superviviente del desgraciado Fuerte de la Natividad? —inquirió el capitán Doñabeitia al parecer interesado por primera vez en algo.

—No deberíais prestar demasiado crédito a los rumores —le hizo notar el gomero—. La gente suele tener excesiva tendencia a exagerar.

—No creo que Don Luis de Torres sea de los que exageran —fue la respuesta—. Y según él navegabais juntos en el primer viaje del Almirante. Es más: asegura que estabais al timón cuando se perdió la
Santa María
.

—¡Querido amigo! —se limitó a señalar
Cienfuegos
—. Si todo ocurre como está previsto, lo más probable es que pasemos el resto de nuestra vida juntos. —Sonrió con picardía—. Eso quiere decir que dispondremos de mucho tiempo para contar viejas historias. De momento no os preocupéis más que de encontrar las naves de Colón sin encallar también en un bajío.

Al amanecer del tercer día hizo su aparición ante la proa la escarpada costa norte de Jamaica, y la fueron bordeando a poco más de dos millas de distancia, atentos a la aparición de la pequeña rada o la recogida playa en la que el Almirante hubiese logrado varar sus naves.

Tardaron dos días en descubrirla, y justo en el momento de divisar a tres hombres agitando los brazos, el cabrero ordenó virar a estribor, rumbo al Norte, alejándose mar adentro como si no hubieran visto a los náufragos, pues estaba consciente del peligro que significaba aproximarse demasiado a una costa por la que vagabundeaban un centenar de desesperados hambrientos que llevaban casi dos años pasando infinitas calamidades, y de cuyo sentido de la disciplina probablemente nadie respondía a ciencia cierta.

Poner al alcance de sus manos un navío con el que regresar a sus hogares significaba a todas luces una tentación demasiado fuerte, teniendo en cuenta, además, que según había comentado el Capitán Diego Escobar, una parte de ellos se había alzado en armas contra el Virrey, y campaban a sus anchas por la isla, robando y saqueando.

Debido a ello se hacía necesario obrar con extrema prudencia y tan sólo cuando al fin comenzó a oscurecer, el
Milagro
viró en redondo regresando al punto en que se encontraban las naves para aproximarse sin luces y dejar caer las anclas a la vista ya de la media docena de hogueras del improvisado campamento.

El canario hizo botar al agua una lancha repleta de víveres, y acompañado por tres marineros bogó en silencio hasta varar en la arena, a unos quinientos metros de las hogueras.

—Descargarlo todo y esperadme —pidió—. Confío en regresar dentro de un par de horas.

Se aproximó por entre las palmeras hasta distinguir los restos de las naves que no eran ya más que un montón de maderos desparramados por la arena, y observó atentamente las idas y venidas de los escasos centinelas que hacían su ronda con el aburrido aire de quien no espera peligro alguno ni imagina que su misión tenga otro objeto que hacerle perder horas de sueño.

No le costó el menor esfuerzo establecer cuál era la cabaña del Almirante, y cuando se aproximó aún más pudo advertir cómo hacía su aparición en el umbral para aspirar profundamente el fresco aire de la noche, y tras agitar repetidamente las manos ante la cara como si estuvieran espantando mosquitos, penetró de nuevo en la choza cerrando la puerta a sus espaldas.

Aguardó un largo rato, y cuando tuvo la casi absoluta certeza de que estaría durmiendo, se aproximó con aquella especial habilidad suya que le permitía convertirse en una sombra más entre las sombras, aunque en el momento de deslizarse furtivamente en el interior de la cabaña, le desconcertó enfrentarse a la inquisitiva mirada del Virrey, que sentado en un viejo sillón y con el pie sobre un taburete, le observaba con los ojos entrecerrados.

—¿Y bien? —fue todo lo que dijo dejando descansar sobre el regazo el libro que estaba leyendo a la luz de una maloliente lamparilla de aceite—. ¿A qué viene semejante intromisión? ¿Acaso pretendes asesinarme?

—¡En absoluto, Excelencia! —se apresuró a tranquilizarle el gomero—. Por el contrario, pretendo ayudaros.

—¿Ayudarme? —se sorprendió Colón—. Extraña forma de ayuda es ésta de penetrar como un criminal cuando se supone que estoy durmiendo. Dile al Capitán Porras que si quiere acabar conmigo que venga en persona. En honor a la verdad admito que le tenía en poca estima, pero jamás pude imaginar que fuera de los que envían asesinos.

—Os repito, Excelencia, que no he venido a haceros daño, sino todo lo contrario —se impacientó
Cienfuegos
—. Y no tengo la menor idea de quién es ese tal Capitán Porras. Acabo de desembarcar en la isla hace media hora.

—¿Desembarcar? —se sorprendió Colón—. ¿Por ventura navegas en el barco que divisamos esta tarde en lontananza?

—Así es, Excelencia —afirmó el canario—. Nos alejamos en cuanto os vimos, puesto que no quería que vuestra gente alimentara falsas esperanzas. No estamos en condiciones de salvarlos, pero sí de trasladaros a Vos, y quizás a una docena más, hasta la vecina isla de La Española.

—¿Cómo has dicho? —inquirió casi estupefacto Don Cristóbal Colón, Virrey de Las Indias y Almirante de la Mar Océana—. ¿Acaso se te ha pasado por la mente la idea de que pueda marcharme abandonando a todos aquellos que me siguieron? ¡Tú estás loco!

—Una vez lo hicisteis, Excelencia. En el «Fuerte de La Natividad».

—¿Qué sabes tú de lo que allí ocurrió?

—Lo sé porque estaba presente —le hizo notar—. ¿Os acordáis del grumete pelirrojo que empuñaba el timón la aciaga noche del naufragio? Era yo.

—¡Vaya! —musitó el Almirante—. Había oído hablar de un supuesto sobreviviente de aquella tragedia, pero nunca imaginé que algún día acudiría a visitarme en mitad de la noche. —Hizo un leve gesto de impotencia—. ¿Qué es lo que pretendes? —inquirió—. ¿Vengarte?

—En absoluto —le tranquilizó una vez más el canario—. Sólo quiero ayudaros.

—¡Escucha! —susurró Colón inclinándose y hablándole como si estuviera confesándole un fantástico secreto—. La soledad, la enfermedad y la amargura, me obligan á tener en estos últimos tiempos infinidad de extrañas visiones, hasta el punto de que con frecuencia no acierto a discernir si lo que estoy viviendo es realidad o fruto de mi mente. —Hizo una corta pausa—. Tal vez me he vuelto loco; tal vez soy ya demasiado viejo, o tal vez se deba a que estos malditos mosquitos no me permiten descansar ni un solo instante. No lo sé —añadió con sincera indiferencia—. Pero lo que sí sé, es que realidad o ficción no me impresionas, ni conseguirás que cruce por mi mente la idea de traicionar a quienes confían en mí. Sólo saldré de esta isla, cuando hayan salido todos. ¡Y ahora vete! —ordenó en tono inapelable—. Vete y no vuelvas.

El canario
Cienfuegos
permaneció largo rato en silencio, observando apenado al hombre que conoció en el momento de mayor esplendor que nadie alcanzara jamás, y que ahora aparecía al borde del colapso, quizá de puro agotamiento, o quizás aplastado por el insoportable peso de sus infinitas desgracias.

Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño, enormes ojeras violáceas y un rictus tal de fatiga física y moral, que podría creerse que el fondo de su alma hubiera deseado que un asesino acudiera a liberarle. de todos sus padecimientos y cuando tomó de nuevo el libro y se sumergió en su lectura, el canario comprendió que nada más le quedaba por hacer allí, y todo intento de convencerle era tiempo perdido.

—Al final de la playa he dejado algunas provisiones —dijo—. No es mucho, pero es todo cuanto está en mi mano. —Sonrió con tristeza—. Quizás os sirva para que a la luz del día comprendáis que no soy un fantasma surgido del pasado, sino tan sólo un viejo amigo que intentó hacer algo por Vos. ¡Que Dios os bendiga!

Abandonó la choza sin que Don Cristóbal Colón, Virrey de Las Indias y Almirante de la Mar Océana, se dignara alzar los ojos del libro que tenía en las manos.

Diego de Salcedo, alias
El Jabonero
, se había convertido en uno de los hombres más ricos de Santo Domingo, gracias al hecho de que en su época de Gobernador de La Española y Virrey de Las Indias, Don Cristóbal Colón le había concedido el monopolio de la fabricación y comercio del jabón en todos los territorios al oeste del «Océano Tenebroso».

No puede decirse que los hombres y mujeres de Santo Domingo fueran excesivamente aficionados a gastar su dinero en los productos que vendía —unos cuadrados mazacotes, bastos y malolientes, fabricados de la forma más rudimentaria imaginable— pero al no existir competencia las monedas se habían ido amontonando sobre el mostrador de su mugriento cuchitril, hasta el punto de que con el paso del tiempo aquel hombrecillo oscuro y retraído en el que nadie reparaba, había acabado por amasar una sólida fortuna que invertía en muy distintos sectores, incluido, según se decía, el siempre rentable negocio de la usura.

Soltero y sin parientes, no tenía amigos ni se le conocía más vicio ni virtud que su increíble capacidad de ahorro y de trabajo, hasta el punto de que se aseguraba que cuando una vez al mes visitaba el lenocinio de Leonor Banderas, pagaba sus servicios con una enorme cesta de jabón.

No resulta extraño, dada la calidad humana del personaje, que el fiel Diego Méndez se quedara de piedra el día en que el escurridizo
Jabonero
, que hablaba tan ronco y tan bajito que su voz apenas resultaba audible, le buscó para notificarle que estaba dispuesto a correr con todos los gastos que exigiese el ir a rescatar a los hombres de Colón y enviarlos de regreso a España.

—¿Por qué? —quiso saber incrédulo ante tan extraordinaria oferta.

—Motivos personales —fue la evasiva respuesta del tímido hombrecillo.

El dinero y la voluntad mueven montañas, y cuanto no se había conseguido en once meses lo consiguió Salcedo en cuestión de semanas, e incluso le pagó a Diego Méndez el pasaje en primera clase a bordo de una carabela que partía hacia Sevilla, para que de ese modo se adelantara a hacer entrega de la carta que Colón enviaba a los Reyes.

Fue así, como en el mes de junio de 1504, a los pocos días de que sus aún fieles seguidores derrotaran a los rebeldes que se habían unido al traidor Francisco de Porras, ex capitán de una de sus naos, Colón observó cómo Diego de Salcedo fondeaba sus barcos frente a la playa, para ordenar que le condujeran a tierra y clavar la rodilla ante él inclinando la cabeza humildemente.

—Aquí me tenéis, Señor —dijo—. Siempre a Vuestras órdenes. Y permitidme ofreceros una vez más cuanto poseo.

El Virrey, al que la vista cada día le fallaba más, y cuya memoria emprendía a menudo largas travesías de las que tardaba mucho tiempo en regresar, hizo un leve intento para alzarse del lecho en que le tenía postrada la gota, aunque el dolor le obligó a desistir de inmediato.

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