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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (7 page)

Sam imitó inmediatamente mi postura. Yo puse una mano sobre su brazo y le susurré:

—Sam, hay una ménade en la carretera de Shreveport.

La cara de Sam se quedó en blanco durante un largo segundo, antes de que estallara en risas.

Sam no se recuperó de sus convulsiones al menos hasta pasados tres minutos, durante los cuales mi enfado fue aumentando.

—Lo siento —trató de decir, justo antes de volver a reírse. ¿Os imagináis lo irritante que puede ser eso cuando eres tú quien provoca el ataque de risa? Rodeó el escritorio tratando de sofocar sus carcajadas. Me levanté también, pero estaba que echaba humo. Me agarró de los hombros.

—Lo siento, Sookie —repitió—. Nunca he visto una, pero me han dicho que son asquerosas. ¿Por qué te preocupa? No es más que una ménade.

—Porque está cabreada, cosa que sabrías si pudieses ver las cicatrices que tengo en la espalda —le espeté, y su rostro cambió radicalmente.

—¿Estás herida? ¿Cómo ha pasado?

Así que se lo conté, tratando de mantener al margen parte del dramatismo y pasando por alto el proceso de curación emprendido por los vampiros de Shreveport. Aun así quiso ver las cicatrices. Me di la vuelta y me subió la camiseta sin pasar del nivel del sujetador. No emitió sonido alguno, pero pude sentir que me tocaba la espalda y, al cabo de un segundo, me di cuenta de que Sam había besado mi piel. Me estremecí. Volvió a cubrirme las cicatrices con la camiseta y me dio la vuelta.

—Lo siento mucho —dijo con sinceridad. Ya no se reía, ni por asomo. Estaba muy cerca de mí. Casi podía sentir los latidos de su corazón a través de su piel, la electricidad crepitando a lo largo de los pequeños y finos pelos de sus brazos.

Respiré hondo.

—Me preocupa que vuelva su atención hacia ti —le expliqué—. ¿Cuál suele ser el tributo que exigen las ménades?

—Mi madre solía decirle a mi padre que les encantan los hombres orgullosos —dijo, y por un momento pensé que volvía a tomarme el pelo. Pero por su exprexión supe que no era así—. No hay nada que les guste más que destrozar a los hombres orgullosos... Literalmente.

—Agh —dije—. ¿Les satisface alguna otra cosa?

—La caza mayor. Osos, tigres y demás.

—No es fácil encontrar un tigre en Luisiana. Puede que un oso sí, pero ¿cómo llevarlo hasta el territorio de una ménade? —lo sopesé durante un momento, pero no se me ocurrió ninguna respuesta—. Supongo que los querrá vivos —me pregunté en voz alta.

Sam, que parecía haber estado observándome más que pensando en el problema, asintió antes de inclinarse hacia delante y besarme.

Debí haberlo visto venir.

Era tan cálido en comparación con Bill, cuyo cuerpo obviamente nunca llegaba a serlo, nunca llegaba a pasar de tibio. Los labios de Sam estaban calientes, igual que su lengua. El beso fue profundo, intenso e inesperado; la misma emoción que sientes cuando alguien te hace un regalo que no sabías que deseabas. Sus brazos me rodearon y los míos a él, y nos entregamos al máximo, hasta que volví a poner los pies en la tierra.

Me aparté un poco y él levantó la cabeza lentamente.

—Está claro que necesito salir de la ciudad un tiempo —dije.

—Lo siento, Sookie, pero llevaba años deseando hacer esto.

Esa afirmación me abría un abanico de encrucijadas, pero ahondé en mi determinación y cogí el camino difícil.

—Sam, sabes que yo estoy...

—... enamorada de Bill —acabó mi frase.

No estaba del todo segura de estar enamorada de él, pero lo quería y me había comprometido con él. Así que, para simplificar el asunto, me limité a asentir.

No podía leer los pensamientos de Sam con claridad porque era un ser sobrenatural, pero tendría que haber sido muy zoquete, una absoluta nulidad en telepatía, para no sentir las oleadas de frustración y anhelo que emanaban de él.

—Lo que trataba de decir —añadí al cabo de un momento, durante el cual nos desenlazamos y nos apartamos— es que si esta ménade se interesa especialmente por los bares, resulta que este bar, al igual que el de Eric en Shreveport, también está regentado por alguien que no es precisamente un humano corriente. Así que será mejor que tengas cuidado.

Sam pareció apreciar la advertencia, e incluso extraer alguna esperanza de ella.

—Gracias por decírmelo, Sookie. La próxima vez que mute en el bosque tendré cuidado.

Ni siquiera me había imaginado a Sam encontrándose con la ménade en sus aventuras de cambio de forma, y tuve que sentarme de golpe mientras lo hacía.

—Oh, no —le dije enfáticamente—. Ni se te ocurra cambiar de forma.

—Dentro de cuatro días será luna llena —dijo Sam después de echar un ojo al calendario—. Tendré que hacerlo. Ya le he dicho a Terry que me sustituya esa noche.

—¿Qué le has dicho?

—Le he dicho que tengo una cita. No suele mirar el calendario para darse cuenta de que cada vez que le pido la sustitución es luna llena.

—Ya es algo. ¿Ha vuelto la policía por lo de Lafayette?

—No —dijo Sam, meneando la cabeza—. Y he contratado a un amigo de Lafayette. Se llama Khan.

—¿Como Sher Khan?

—Como Chaka Khan.

—Vale, pero ¿sabe cocinar?

—Lo han despedido de Shrimp Boat.

—¿Por qué?

—Temperamento artístico, eso he oído —contestó Sam con sequedad.

—No necesitará mucho de eso por aquí —observé, con la mano posada sobre el tirador de la puerta. Me alegré de que Sam y yo tuviéramos una conversación para relajar la tensión de aquella situación inédita. Nunca nos habíamos abrazado en el trabajo. De hecho, sólo nos habíamos besado una vez, cuando Sam me llevó a casa después de nuestra única cita, hacía meses. Sam era mi jefe, y empezar una aventura con el jefe siempre es mala idea. Empezar una aventura con el jefe cuando tu novio es un vampiro es otra mala idea, posiblemente una con consecuencias fatales. Sam necesitaba encontrar una mujer. Y rápidamente.

Cuando estoy nerviosa sonrío. Lo estaba, y mucho, cuando dije:

—Volvamos al trabajo —y salí por la puerta, cerrándola detrás de mí. Me envolvía una maraña de sensaciones contradictorias sobre todo lo que había ocurrido en el despacho de Sam, pero las aparté todas y me dispuse a servir algunas copas.

Aquella noche no había nada fuera de lo normal en cuanto al gentío que atestaba el Merlotte's. Hoyt Fortenberry, el amigo de mi hermano, estaba bebiendo con algunos de sus colegas. Kevin Prior, al que estaba más acostumbrada a ver de uniforme, estaba sentado con Hoyt pero no estaba pasando una noche agradable. Daba la impresión de que habría preferido estar en su coche patrulla con su compañera Kenya. Mi hermano Jason entró con la que últimamente se había convertido en el adorno de su brazo: Liz Barrett. Liz siempre fingía alegrarse de verme, pero nunca llegó a ser aduladora, lo cual le otorgaba varios puntos en mi lista de éxitos. Mi abuela se habría alegrado de saber que Jason salía tan a menudo con Liz. Jason había jugado con las fichas durante años, hasta que las fichas habían acabado condenadamente hartas de él. Después de todo, en Bon Temps y áreas aledañas hay una reserva finita de mujeres, y Jason había estado pescando en el mismo estanque durante años. Necesitaba un reabastecimiento.

Además, Liz parecía dispuesta a pasar por alto las pequeñas infracciones de Jason con la ley.

—¡Hermanita! —saludó—. Tráenos a Liz y a mí dos
Seven and Seven
[1]
,
¿quieres?

—Hecho —dije, sonriendo. Arrastrada por una oleada de optimismo, me permití escuchar a Liz durante un instante; estaba deseando que Jason le hiciera la gran pregunta. Cuanto antes mejor, pensaba, porque estaba segura de estar embarazada.

Menos mal que tenía una experiencia de años ocultando mis pensamientos. Les llevé sus bebidas, procurando mantenerme al margen de cualquier pensamiento que pudiera surgir, y traté de pensar qué debía hacer. Ese es uno de los mayores problemas de ser telépata; en realidad esas cosas en las que la gente piensa pero de las que no habla no le interesan al resto de personas (como yo). O no deberían interesarle. He oído suficientes secretos como para aplastar a un camello, y, creedme, ninguno de ellos me ha sido de provecho en absoluto.

Si Liz estaba embarazada, lo último que necesitaba era una copa, independientemente de quién fuera el padre de la criatura.

La observé con cuidado y ella tomó un pequeño sorbo del vaso. Lo rodeó con su mano para esconderlo parcialmente de la vista de los demás. Jason y ella charlaron durante un rato, hasta que Hoyt lo llamó y Jason giró sobre el taburete para mirar a su colega del instituto. Liz se quedó mirando su bebida, como si de verdad quisiera tomársela de un solo trago. Le puse un vaso igual, que sólo tenía Seven-Up, y aparté discretamente el que contenía el alcohol.

Liz me miró con sus grandes ojos marrones llenos de sorpresa.

—No te conviene —le dije en voz muy baja. Su tez oliva palideció al momento—. Tienes sentido común —añadí. Me costaba un mundo explicarle por qué me metía en su vida, cuando tengo por principio no intervenir en asuntos que llegan a mí de forma tan oculta—. Tienes sentido común, puedes hacer las cosas como es debido.

En ese momento Jason volvió a girarse y recibí otro encargo de una de las mesas. Mientras salía de la barra para atenderlo, me di cuenta de que Portia Bellefleur estaba en la puerta. Oteaba la penumbra del bar como si buscase a alguien. Para mi sorpresa, resultó que ese alguien era yo.

—Sookie, ¿tienes un momento? —preguntó.

Podía contar con los dedos de una mano las conversaciones personales que había mantenido con Portia, y casi me sobraban cuatro. No llegaba a imaginar lo que pasaba por su cabeza.

—Siéntate allí —le dije, indicando con un gesto de la cabeza una mesa vacía de mi zona—. Estaré contigo dentro de un momento.

—Está bien. Creo que necesitaré una copa de vino. Un Merlot.

—Enseguida te lo llevo —llené la copa con cuidado y la coloqué sobre la bandeja. Tras hacer un barrido visual para asegurarme de que todos los clientes estaban servidos, llevé la bandeja hasta la mesa de Portia y me senté enfrente de ella. Estaba en el borde de la silla, de forma que cualquiera que necesitara algo me viera lista para atenderlo inmediatamente.

—¿En qué puedo ayudarte? —me aseguré de que tenía la coleta bien sujeta y le dediqué una sonrisa.

Parecía absorta en su copa de vino. Le dio vueltas con los dedos, tomó un sorbo y la volvió a dejar en el centro exacto del posavasos.

—Necesito pedirte un favor —dijo.

No fastidies, Sherlock. Como hasta la fecha mis conversaciones con Portia no habían pasado de las dos frases, era evidente que necesitaba algo de mí.

—No me lo digas. Te ha mandado tu hermano para que me pidas que lea la mente de la gente del bar a ver si descubro algo sobre la orgía de Lafayette —como si no lo hubiera visto venir.

Portia parecía abochornada, pero llena de determinación.

—Nunca te lo pediría si no se encontrase en problemas serios, Sookie.

—Nunca me lo pediría porque no le caigo bien. ¡Y eso que no he hecho sino ser agradable con él toda la vida! Pero ahora, como me necesita, no le importa implorar mi ayuda.

La tez de Portia empezó a adquirir una tonalidad impropiamente roja. Sabía que no era justo por mi parte echarle encima los problemas de su hermano, pero en cierto modo había accedido a ser la mensajera. Ya se sabe lo que ocurre con los mensajeros. Aquello me hizo pensar en mi propio papel como mensajera de la noche anterior, y me pregunté si debía sentirme afortunada.

—Para qué me molestaré —murmuró Portia. Le había dolido en el orgullo pedirle un favor a una camarera, a una Stackhouse para mayor desgracia.

A nadie le gustaba que tuviese un «don». Nadie quería que lo usara sobre él. Pero todo el mundo quería que averiguase algo que le viniera bien, sin importarle cómo pudiera sentirme yo por meterme en los pensamientos, casi siempre desagradables e irrelevantes, de los clientes del bar para obtener la pertinente información.

—Quizá hayas olvidado que Andy arrestó hace poco a mi hermano por asesinato —claro que tuvo que soltarlo, pero aun así.

Si Portia se hubiese puesto más roja se habría incendiado.

—Vale, pues olvídalo —dijo, armándose con toda su dignidad—. De todas formas no necesitamos ayuda de una colgada como tú.

Le había tocado en la fibra sensible porque Portia siempre había sido educada, por no decir afectuosa.

—Escúchame, Portia Bellefleur. Prestaré un poco de atención a lo que «oiga», no por ti ni por tu hermano, sino porque Lafayette me caía bien. Era mi amigo y siempre se portó conmigo mejor que tú y Andy.

—No me gustas.

—Me da igual.

—¿Algún problema, cariño? —preguntó una voz fría a mis espaldas.

Era Bill. Proyecté la mente y sentí el relajante espacio vacío que había justo detrás de mí. Las demás mentes zumbaban como abejas encerradas, pero la de Bill era como un globo lleno de aire. Era maravilloso. Portia se levantó tan bruscamente que la silla casi cayó de espaldas. Le asustaba la mera circunstancia de estar cerca de Bill, como si fuese una serpiente venenosa o algo parecido.

—Portia me estaba pidiendo un favor —dije lentamente, consciente de que nuestro pequeño trío estaba atrayendo cierto grado de atención por parte de los parroquianos.

—¿A cambio de las numerosas cosas maravillosas que han hecho por ti los Bellefleur? —preguntó Bill. Portia estalló. Salió disparada hacia la salida mientras Bill contemplaba su marcha con una extraña expresión de satisfacción.

—Me pregunto qué mosca le habrá picado —dije, y me recosté contra él. Sus brazos me rodearon y me apretaron más contra su cuerpo. Era como si me abrazara un árbol.

—Los vampiros de Dallas lo han arreglado todo —dijo Bill—. ¿Puedes viajar mañana por la tarde?

—¿Y tú?

—Puedo viajar en mi ataúd, si te aseguras de que me descargan en el aeropuerto. Luego tendremos toda la noche para averiguar qué quieren que hagamos.

—¿Tendré que llevarte al aeropuerto en un coche fúnebre?

—No, cielo. Sólo tienes que ir tú. Existe un servicio de transporte que se encarga de esas cosas.

—¿Lleva a los vampiros a los sitios durante el día?

—Sí, disponen de licencia y de un seguro estatal.

Me quedé pensando en eso durante un momento.

—¿Te apetece un trago? Sam tiene algo en el radiador.

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