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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (8 page)

—Sí, por favor. Un poco de cero positivo.

Mi tipo de sangre. Qué mono. Le sonreí. No una sonrisa de burla, sino una de esas que nacen del corazón. Me sentía muy afortunada por estar con él, a pesar de los problemas que pudiéramos tener como pareja. No podía creer que había besado a otra persona, y desterré la idea en cuanto se asomó por mi mente.

Bill me devolvió la sonrisa, aunque puede que no fuese una vista de lo más tranquilizadora. Se alegraba de verme.

—¿A qué hora puedes salir? —preguntó, acercándose más.

Miré el reloj.

—En media hora —le prometí.

—Te estaré esperando.

Se sentó en la mesa que había dejado libre Portia, y le llevé la sangre a toda prisa.

Kevin se acercó para hablar con él y acabó sentándose a la mesa. Pasé cerca un par de veces y pude captar fragmentos de la conversación; hablaban de los crímenes que se cometían en nuestra pequeña ciudad, del precio de la gasolina y sobre quién ganaría las próximas elecciones a sheriff. ¡Era tan normal! Me henchí de orgullo. Las primeras veces que Bill vino al Merlotte's la atmósfera siempre había sido tensa. Ahora la gente se dejaba caer como si tal cosa para hablar con él o sencillamente para saludarle sin darle mayor importancia. Los vampiros ya tenían bastantes problemas legales como para sumarles otros sociales.

Aquella noche, mientras me llevaba a casa, Bill parecía estar emocionado. No sabía de qué se trataba hasta que caí en que estaba encantado con la visita a Dallas.

—¿Tienes mariposas en el estómago? —le pregunté, curiosa aunque no demasiado satisfecha con aquel repentino apetito por el viaje.

—He viajado durante años, y quedarme en Bon Temps durante estos meses ha sido maravilloso —dijo, mientras me palmeaba la mano—, pero he de admitir que me gusta visitar a otros de los míos, y los vampiros de Shreveport tienen demasiado poder sobre mí. No me puedo relajar cuando estoy con ellos.

—¿Estabais tan organizados los vampiros antes de salir a la luz? —procuraba hacer las menos preguntas posibles sobre su sociedad porque no sabía cómo podía reaccionar Bill, pero la curiosidad me mataba.

—No del mismo modo —dijo con tono evasivo. Sabía que aquella iba a ser toda la respuesta que iba a recibir de su parte, pero no pude evitar lanzar un suspiro. El señor Misterio. Los vampiros seguían manteniendo unos límites muy bien marcados. Ningún médico les podía examinar, no se les podía exigir que se unieran a las Fuerzas Armadas. A cambio de las concesiones legales, los estadounidenses habían exigido que los vampiros médicos o enfermeras (que no eran pocos) dimitiesen de sus trabajos ya que los humanos no se sentían muy cómodos con unos profesionales de la salud que vivían de la sangre ajena. Aun así, hasta donde sabían los humanos, el vampirismo era una reacción alérgica extrema a varias cosas, incluido el ajo y la luz del sol.

Si bien yo era humana (vale, un poco rara), tenía algo más de información. Aunque había sido mucho más feliz cuando pensaba que Bill tenía alguna enfermedad inclasificable, ahora sabía que las criaturas que habíamos desterrado al reino de los mitos y las leyendas tenían la fea costumbre de ser reales. La ménade, por ejemplo. ¿Quién se hubiera imaginado que una leyenda griega estaría recorriendo los bosques del norte de Luisiana?

Quizá de verdad hubiera hadas debajo del jardín, como decía una canción que solía cantar mi abuela cuando tendía la ropa.

—¿Sookie? —preguntó Bill con amable persistencia.

—¿Qué?

—Estabas perdida pensando en algo.

—Sí, sólo pensaba en el futuro —dije vagamente—. Y en el vuelo. Tendrás que ponerme al día de todos los planes y de la hora a la que tengo que estar en el aeropuerto. ¿Qué ropa tengo que llevarme?

Bill empezó a darle vueltas mientras recorríamos el camino de entrada a mi vieja casa, y supe que se tomaría mi pregunta en serio. Era una de las tantas cosas buenas que tenía.

—Antes de que hagas las maletas —dijo, con una mirada solemne— hay algo más de lo que debemos hablar.

—¿Qué? —estaba de pie en el centro de mi cuarto, con las puertas del armario a medio abrir, cuando esas palabras calaron en mi mente.

—Técnicas de relajación.

Me di la vuelta, con las manos en las caderas.

—¿De qué demonios estás hablando?

—De esto —me cogió al estilo clásico de Rhett Butler y, aunque yo vestía pantalones anchos en vez de un... ¿salto de cama?, ¿vestido largo?, Bill logró hacer que me sintiera preciosa, tan inolvidable como Escarlata O'Hara. Tampoco hizo falta subir las escaleras; la cama estaba muy cerca. La mayoría de las noches, Bill se tomaba las cosas con mucha calma, tanta que a veces creía que iba a gritar antes de llegar a algo, por así decirlo. Pero aquella noche, excitado por el viaje y la excursión inminente, Bill se aceleró notablemente. Llegamos al final del túnel juntos, y mientras yacíamos tumbados después de pasarlo en grande, me pregunté qué pensarían los vampiros de Dallas acerca de nuestra relación.

Sólo había estado en Dallas una vez, en un viaje al parque de atracciones Six Flags del que no guardo muy buenos recuerdos. No se me dio bien proteger mi mente de los pensamientos que proyectaban los demás y no estaba preparada para el inesperado apareamiento de mi mejor amiga, Marianne, y un compañero de clase llamado Dennis Engelbright. Además, era la primera vez que salía de casa.

Esto será diferente, me decía a mí misma con aplomo. Me habían convocado los vampiros de Dallas; ¿no era eso glamuroso? Se me requería debido a mis habilidades únicas. Tenía que centrarme en no llamar defectos a mis rarezas. Había aprendido a controlar mi telepatía, al menos lo justo para tener más precisión y mayor capacidad de predicción. Y además iba con mi chico. Nadie me abandonaría.

Aun así, he de admitir que antes de dormirme se me escaparon algunas lágrimas a la salud de lo miserable que había sido mi vida.

4

En Dallas hacía más calor que en la cocina del infierno, sobre todo en el asfalto del aeropuerto. Los escasos días de otoño que habíamos pasado se habían vuelto a mudar en verano. Rachas de aire caliente que traían consigo toda clase de sonidos y olores del aeropuerto de Dallas, Fort Worth (el trajinar de toda clase de vehículos pequeños y aviones con su combustible y su cargamento), parecían rodearme al pie de la rampa de carga del avión al que estaba esperando. Yo había llegado en un vuelo comercial normal, pero a Bill hubo que enviarlo de otra manera.

Me agitaba el vestido para mantener las axilas secas cuando el sacerdote católico se me acercó.

Al principio sentí tanto respeto hacia su alzacuellos que no vi ningún problema en que se acercara, a pesar de no apetecerme hablar con nadie. Acababa de salir de una experiencia completamente nueva y aún me quedaban muchos obstáculos por delante.

—¿Puedo serle de ayuda? No he podido evitar fijarme en su situación —dijo el pequeño hombre. Vestía los sobrios atavíos clericales de color negro y parecía rebosar simpatía. Además tenía la confianza de quien está acostumbrado a abordar extraños y ser recibido con cortesía. Consideré que tenía un corte de pelo poco usual para un sacerdote. Llevaba su pelo castaño un poco largo y algo enmarañado. También lucía bigote, aunque sólo me di cuenta de ello de refilón.

—¿Mi situación? —pregunté, apenas prestando atención a sus palabras. Acababa de divisar el ataúd de madera lustrada en el borde de la plataforma de carga. Bill era de lo más tradicional. El metal habría sido más práctico para viajar. Los mozos de uniforme lo estaban arrastrando hacia la rampa, de modo que debieron de ponerle ruedas de alguna manera. Le prometieron a Bill que llegaría a su destino sin un solo rasguño. Y los guardias armados que tenía a la espalda aseguraban que ningún fanático se echara encima para quitarle la tapa. Ese era uno de los extras que Anubis Air había incluido en sus anuncios. Según las instrucciones de Bill, también especifiqué que lo sacaran el primero del avión.

Hasta ahí, todo bien.

Lancé una mirada a aquel cielo violáceo. Las luces de la pista se habían encendido minutos antes. La cabeza de chacal negro de la cola del avión parecía feroz bajo la luz áspera que dibujaba profundas sombras donde no debería haberlas. Volví a mirar el reloj.

—Sí, lo siento mucho.

Miré de lado a mi indeseado acompañante. ¿Se había subido en el avión en Baton Rouge? No recordaba su cara, pero desde entonces estuve muy nerviosa lo que quedó de vuelo.

—¿Sentirlo? —dije—. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?

Adoptó un aire elaboradamente perplejo.

—Bueno —dijo, indicando el ataúd con la cabeza, que descendía ahora por la rampa mediante un sistema de cinta rodada—. Su pérdida. ¿Era un ser querido? —se me acercó un poco más.

—Claro —dije, sorprendida, a caballo entre el desconcierto y la irritación. ¿Qué hacía ahí? Desde luego la línea aérea no iba a pagar a un sacerdote para que se presentara ante todos los viajeros que llevaban un ataúd consigo. Sobre todo si se descargaba de Anubis Air—. ¿Por qué iba a estar aquí si no?

Empecé a preocuparme.

Lenta y cuidadosamente, bajé mis escudos mentales y empecé a analizar a aquel hombre. Lo sé, lo sé, es una intromisión en la vida privada de la gente. Pero no sólo era responsable de mi seguridad, sino de la de Bill también.

El sacerdote, que resultó ser un importante periodista, pensaba tan fijamente como yo en el anochecer, pero con mucho más miedo. Esperaba que sus amigos se encontraran donde se suponía que tenían que estar.

Tratando de disimular mi creciente nerviosismo, volví a alzar la mirada. Ya casi había anochecido, y en el cielo de Dallas apenas quedaba un resquicio de luz.

—¿Es su marido? —dijo, arrastrando sus dedos sobre mi hombro.

¡Menudo escalofrío de tipo! Le observé. Tenía la mirada clavada en los mozos de equipajes, a los que se distinguía con facilidad en la bodega del avión. Vestían monos negros y plateados con el logotipo de Anubis Air en el pecho izquierdo. Luego su atención se dirigió a un empleado de la línea aérea que esperaba en tierra, preparado para guiar el ataúd hasta el vagón de equipajes acolchado. El sacerdote quería... ¿Qué es lo que quería? Pretendía pillarlos a todos mirando a otra parte, pendientes de cualquier otra cosa. No quería que le vieran mientras él... ¿Mientras él hacía qué?

—No, es un amigo —dije para mantener la farsa. Mi abuela me había educado para ser cortés, pero no estúpida. Abrí el bolso disimuladamente y con una mano cogí el spray de pimienta que Bill me había confiado para casos de emergencia. Mantuve el pequeño cilindro lejos de su vista. Trataba de escorarme para alejarme del falso sacerdote y sus turbias intenciones, de esa mano que insistía en aferrarme del brazo, cuando se abrió la tapa del ataúd.

Los dos mozos de equipajes del avión bajaron a tierra y se inclinaron profundamente.

—¡Mierda! —dijo el que iba a guiar el ataúd, antes de inclinarse también. Supongo que era nuevo. Aquel obsequioso comportamiento también era un extra de la línea aérea, aunque a mí me parecía que sobraba por todas partes.

—¡Ayúdame, Jesús! —dijo el sacerdote, pero en lugar de caer sobre sus rodillas, saltó hacia mi derecha, me cogió por el brazo que sostenía el spray de pimienta y empezó a tirar de mí bruscamente.

Al principio pensé que su intención era apartarme del peligro que para él representaba el ataúd abierto, y supongo que lo mismo les pareció a los mozos, que seguían metidos en el desempeño de su papel como asistentes de Anubis Air. En cualquier caso no me ayudaron, por mucho que gritara «¡Suélteme!» con toda la fuerza de mis bien desarrollados pulmones. El «sacerdote» siguió tirando de mi brazo mientras trataba de salir corriendo y yo seguía clavando al suelo mis tacones de cinco centímetros para resistirme. Le solté una bofetada con la mano libre. No iba a permitir que cualquiera me arrastrase hacia donde no quería ir sin plantar cara.

—¡Bill! —estaba muy asustada. El sacerdote no era muy corpulento, pero era más alto y robusto que yo, y casi igual de resuelto. A pesar de pelearme con uñas y dientes, centímetro a centímetro estaba logrando llevarme hasta una de las puertas de servicio de la terminal. Sin que supiera de dónde, se levantó de repente un viento seco y caliente, lo que me impidió usar el spray, pues habría recibido la sustancia química en mi propia cara.

El hombre que yacía en el ataúd se incorporó lentamente, recorriendo la escena con sus grandes ojos oscuros. Vi fugazmente que una de sus manos recorría su largo cabello castaño.

La puerta de servicio se abrió y pude ver que había alguien al otro lado, refuerzos del sacerdote.

—¡Bill!

Se produjo un silbido de aire a mi alrededor y, de repente, el sacerdote me soltó y desapareció por la puerta como un conejo en una pista para galgos. Di un respingo, y hubiera caído sobre mi trasero de no haber estado Bill ahí para cogerme.

—Hola, cielo —dije, increíblemente aliviada. Me arreglé la chaqueta de mi nuevo traje gris y me alegré de haberme puesto algo más de rojo de labios cuando aterrizó el avión. Miré en la dirección que había huido el sacerdote. «Qué extraño ha sido eso», pensé mientras volvía a guardar el spray de pimienta.

—Sookie —dijo Bill—. ¿Estás bien? —me dio un beso, ignorando los murmullos de los mozos de equipajes de un vuelo chárter que había junto a la puerta de Anubis. A pesar de que el mundo sabía desde hacía dos años que los vampiros eran más que material de leyenda y películas de terror, y que llevaban siglos existiendo entre nosotros, mucha gente no había visto aún uno de cerca.

Bill pasó de ellos. A Bill se le da bien pasar de las cosas que no merecen su atención.

—Sí, estoy bien —dije, aún un poco aturdida—. Sigo sin entender por qué me estaba agarrando.

—¿Habrá malentendido nuestra relación?

—No creo. Creo que sabía que te estaba esperando y quería raptarme antes de que despertaras.

—Tendremos que tenerlo en cuenta —dijo Bill, todo un maestro en restarle importancia a las cosas—. Aparte de este extraño incidente, ¿cómo ha ido la tarde?

—El vuelo ha sido agradable —dije, tratando de no hacer un mohín con el labio inferior.

—¿Ha habido más contratiempos? —Bill parecía un poco seco. Era muy consciente de que yo sentía que se habían aprovechado de mí.

—No sé lo que sería anormal en un viaje en avión, nunca lo había hecho antes —dije con acritud—, pero, hasta que apareció el sacerdote, diría que las cosas han ido como la seda —Bill alzó una ceja con ese aire de superioridad que él sabe poner, así que detallé—: No creo que ese tipo fuese un sacerdote. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Por qué querría hablar conmigo? No hacía más que esperar que todos los que trabajaban cerca del avión miraran hacia otra parte.

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