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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (5 page)

—¿Quién te ha hecho esto, Sookie? —preguntó con dulzura.

—Llévame al coche. Por favor, sácame de aquí —dije, haciendo todo lo que podía por no derrumbarme—. Si hago demasiado ruido, ella podría volver —me estremecía con tan sólo pensarlo—. Llévame con Eric —pedí, tratando de mantener la voz calmada—. Me dijo que esto es un mensaje para Eric Northman.

Bill se puso de cuclillas junto a mí.

—Tengo que llevarte en brazos —me dijo.

—Oh, no —empecé a protestar—. Tiene que haber otro modo —pero sabía que no lo había, y Bill no titubeó. Antes de que pudiera anticiparme al apogeo del dolor, pasó un brazo por debajo de mí, me agarró con la otra mano por la ropa y, en un abrir y cerrar de ojos, me tenía aupada al hombro.

Lancé un grito. Traté de reducirlo a un sollozo para que Bill pudiera escuchar un posible ataque por la espalda, pero no se me dio demasiado bien. Bill empezó a correr a lo largo de la carretera en dirección al coche. Ya estaba en marcha, con el motor ronroneando tranquilamente. Bill abrió la puerta de atrás y trató de deslizarme con suavidad y rapidez en el asiento trasero del Cadillac. Era imposible no causarme más dolor haciéndolo, pero lo intentó.

—Fue ella —dije, en cuanto pude hablar con coherencia—. Fue ella quien detuvo el coche y me hizo salir —aún me estaba decidiendo si culparla también de la discusión.

—Hablaremos de ello más tarde —me cortó. Condujo a toda velocidad hacia Shreveport mientras yo me hacía un ovillo sobre la tapicería en un intento de no perder el control.

Lo único que recuerdo de aquel trayecto es que se me antojó eterno.

De alguna manera, Bill me llevó hasta la puerta trasera del Fangtasia y llamó a patadas.

—¿Qué? —Pam sonaba hostil. Era una atractiva vampira rubia con la que había coincidido un par de veces anteriormente, una criatura sensata con una notable perspicacia para los negocios—. Oh, Bill. ¿Qué ha pasado? Oh, qué rica, está sangrando.

—Llama a Eric —dijo Bill.

—Os está esperando —empezó a responder, pero Bill pasó junto a ella llevándome colgada de su hombro como si fuera una sangrienta pieza de caza. Estaba tan ida en ese momento que lo mismo me habría dado que me dejara en la pista de baile del bar, pero Bill irrumpió en el despacho de Eric conmigo y su rabia a cuestas.

—Ésta me la debes —le espetó Bill, y yo lancé un quejido mientras él me agitaba, como si quisiera atraer la atención de Eric sobre mí. Me cuesta imaginar que Eric hubiese estado mirando hacia cualquier otro punto, puesto que soy una mujer en edad adulta y probablemente la única que se estaba desangrando en esa habitación.

Me habría encantado desmayarme para no tener que pasar por todo aquello, pero no fue así. Simplemente permanecí combada sobre el hombro de Bill, sumida en mi dolor.

—Vete al infierno —dije entre dientes.

—¿Qué has dicho, cielo?

—Que te vayas al infierno.

—Tenemos que tumbarla boca abajo en el sofá —dijo Eric—. Déjame... —noté que otro par de manos me agarraba por las piernas mientras Bill se giraba de alguna manera debajo de mí y ambos me posaban sobre el amplio sofá que Eric acababa de comprar para su despacho. Olía a nuevo, a cuero nuevo. Mientras lo contemplaba a una distancia de dos centímetros, me alegré de que no estuviera tapizado.

—Pam, llama al médico.

Oí unos pasos que se marchaban de la habitación mientras Eric se acuclillaba junto a mí para mirarme a la cara. Era toda una gesta por su parte, pues Eric, alto y de hombros anchos, tiene el porte de lo que precisamente es: un antiguo vikingo.

—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.

Le devolví una mirada encendida, tan enfadada que casi no podía hablar.

—Soy un mensaje para ti —contesté en apenas un susurro—. Esa mujer del bosque hizo que se detuviera el coche de Bill, y puede que hasta provocara que discutiéramos, y luego se me presentó con ese cerdo.

—¿Un cerdo? —Eric no se habría quedado más asombrado si le hubiese dicho que tenía un canario posado sobre la nariz.

—Oink, oink. Un cerdo salvaje. Dijo que quería mandarte un mensaje, y me giré a tiempo para que no me destrozara la cara, aunque me dio lo mío en la espalda antes de desaparecer.

—Tu cara, te podría haber destrozado la cara —dijo Bill, aferrándose los muslos y la espalda mientras empezaba a dar vueltas por el despacho—. Eric, sus cortes no son tan profundos, ¿qué es lo que le pasa?

—Sookie —dijo Eric con dulzura—, ¿qué aspecto tenía la mujer?

Su rostro estaba pegado al mío, su denso pelo dorado casi rozándome.

—Parecía una chiflada, eso parecía. Y te llamó Eric Northman.

—Ese es el apellido que uso para mis negocios —dijo—. ¿A qué te refieres con que parecía una chiflada?

—Tenía la ropa raída y sangre alrededor de la boca y en los dientes, como si acabara de comerse algo crudo. Llevaba una especie de vara, con algo en el extremo. Tenía el pelo largo y enmarañado... Mira, hablando de pelo, el mío se me ha pegado a la espalda —boqueé.

—Sí, ya veo —dijo Eric, tratando de separar mi pelo largo de las heridas, donde la sangre empezaba a obrar cual pegamento mientras se coagulaba.

Entonces volvió Pam acompañada del médico. Si me quedaba alguna esperanza de que Eric se refiriera a un médico convencional, como esos que llevan el estetoscopio y el depresor de lengua, una vez más me vi abocada a la decepción. Este médico era una enana que apenas necesitaba inclinarse para mirarme a los ojos. Bill no paraba de dar vueltas, sumido en la tensión, mientras la pequeña mujer examinaba mis heridas. Vestía unos pantalones blancos y una bata a juego, como los doctores normales de los hospitales; bueno, como solían hacer antes de adoptar el verde o el azul o cualquier estampado increíble que se les pasara por la cabeza. Su nariz abarcaba casi toda su cara, y tenía la piel de un tono cetrino. Su tosco pelo era rubio oscuro, increíblemente denso y ondulado. Lo llevaba muy recogido. Me recordó a un hobbit. De hecho, puede que fuese un hobbit. Mi concepto de la realidad había sufrido varios reveses a lo largo de los últimos meses.

—¿Qué clase de médico es usted? —pregunté, aunque me costó aunar las fuerzas suficientes para hacerlo.

—De los que curan —respondió con una voz sorprendentemente grave—. Te han envenenado.

—Entonces debe de ser por eso que no paro de pensar que me voy a morir —murmuré.

—Y así será. Pronto.

—Gracias por el aviso, doctora. ¿Hay algo que pueda hacer al respecto?

—No es que tengamos muchas alternativas. Te han envenenado. ¿Alguna vez has oído hablar de los dragones de Komodo? Su boca está atestada de bacterias. Pues resulta que las heridas de las ménades tienen el mismo grado de toxicidad. Cuando un dragón te muerde, te sigue el rastro durante horas, a la espera de que las bacterias te maten. Para las ménades, la prolongación hasta la muerte es un plus de entretenimiento. Para los dragones de Komodo... ¿Quién sabe?

Gracias por la sesión de National Geographic, doctora.

—¿Y qué se puede hacer? —pregunté con los dientes apretados.

—Puedo curar las heridas, pero el veneno ha penetrado en el torrente sanguíneo. Hay que sustituir toda tu sangre. Es algo que pueden hacer los vampiros —la buena doctora parecía alegrarse ante la idea de que todo el mundo se pusiera manos a la obra. Conmigo.

Se volvió hacia los demás vampiros.

—Si uno de vosotros toma la sangre envenenada lo pasará bastante mal. Es lo que pasa con el elemento mágico de las ménades. Con los dragones de Komodo no tendríais problema, chicos —rió sonoramente.

La odiaba. Las lágrimas recorrieron mis mejillas debido al dolor.

—Bien —prosiguió—, cuando acabe turnaos y bebed sólo un poco. Después le haremos una transfusión.

—De sangre humana —dije, con la intención de que quedase perfectamente claro. Una vez tuve que recibir sangre de Bill para sobrevivir a unas terribles heridas, y otra para sobrevivir a una especie de examen, por no hablar de la vez que tomé sangre de vampiro por accidente, por improbable que pueda sonar. Pude sentir cambios tras la ingestión de la sangre, cambios en los que no quería abundar con más dosis. La sangre de vampiro era ahora la droga de moda entre los más adinerados y, por lo que a mí respectaba, se la podían quedar toda.

—Si Eric puede tirar de algunos hilos y conseguir sangre humana —matizó la enana—. Al menos la mitad de la transfusión puede ser sintética. Soy la doctora Ludwig, por cierto.

—Puedo conseguir la sangre, y le debemos la curación —escuché que decía Eric para mi alivio. Habría dado lo que fuese por ver la cara de Bill en ese instante—. ¿Cuál es tu grupo, Sookie? —preguntó Eric.

—Cero positivo —dije, feliz de tener un tipo tan común.

—No habrá problema —confirmó Eric—. ¿Te puedes encargar, Pam?

De nuevo sentí que la gente se movía en la habitación. La doctora Ludwig se inclinó hacia delante y empezó a lamer mis heridas. Me estremecí.

—Ella es la doctora, Sookie —dijo Bill—. Así es como te curará.

—Pero se va a envenenar —protesté, tratando de pensar en una objeción que no pareciese homófoba y tendenciosa. Lo cierto era que no me apetecía que nadie me lamiera la espalda, ya fuese una enana o todo un hombretón vampiro.

—Ella es la curandera —dijo Eric reprendiéndome—. Tienes que aceptar el tratamiento.

—Oh, vale —admití, sin siquiera preocuparme por lo hosca que pudiera parecer—. Por cierto, aún no he escuchado un «lo siento» por tu parte —mi sentido de la protesta ya había superado al de la autoconservación.

—Siento que esa ménade se metiera contigo.

Lo miré enfurecida.

—No es suficiente —le dije. Intenté con todas mis fuerzas mantenerme en la conversación.

—Angelical Sookie, visión del amor y de la belleza, me siento sumamente abatido por el hecho de que una malvada ménade haya violado tu suave y voluptuoso cuerpo en su intento de enviarme un mensaje.

—Eso está mejor —las palabras de Eric me hubieran satisfecho más de no haber estado atenazada por el dolor (el tratamiento de la doctora no era precisamente cómodo). Las disculpas tenían que ser sentidas o elaboradas, y dado que Eric carecía de corazón para sentir (o al menos yo no lo había notado hasta ese momento), bien podía distraerme con sus palabras.

—¿Hay que entender por su mensaje que te ha declarado la guerra? —pregunté, tratando de ignorar lo que hacía la doctora Ludwig. Sudaba profusamente. Podía sentir las gotas derramándose por mi cara. La habitación empezó a adquirir una neblina amarilla, todo parecía enfermizo.

A Eric le notaba sorprendido.

—No del todo —dijo con cautela—. ¿Pam?

—Ya viene —contestó ella—. Esto no tiene buena pinta.

—Empieza —dijo Bill con urgencia—. Está cambiando de color.

Casi con desgana, me pregunté de qué color me estaba poniendo. Ya no podía mantener la cabeza sin apoyar sobre el sofá, como había intentado hasta ahora pretendiendo parecer más alerta. Posé la mejilla sobre el cuero y enseguida el sudor redobló su intensidad. La quemazón que recorría mi cuerpo debido a las heridas de garra en mi espalda se intensificó y me estremecí, impotente. La enana saltó del sofá y se inclinó para examinarme los ojos.

—Sí, puede que haya esperanza —dijo, meneando la cabeza, pero su voz me sonó muy distante. Tenía una jeringuilla en la mano. Lo último que recuerdo es el rostro de Eric acercándose. Creo que me hizo un guiño.

3

Tuve que luchar contra mí misma para abrir los ojos. Me sentía como si hubiese dormido en un coche, o hubiese echado una siesta en una silla incómoda; vamos, como si me hubiese quedado traspuesta en algún lugar impropiado e incómodo. Estaba mareada y me dolía todo el cuerpo. Pam estaba sentada en el suelo, a un metro, con sus inmensos ojos azules clavados en mí.

—Ha funcionado —comentó—. La doctora Ludwig tenía razón.

—Genial.

—Sí, hubiera sido una pena perderte antes de sacarte algo de provecho —dijo, haciendo gala de un pragmatismo escalofriante—. La ménade podría haber escogido a cualquiera de los numerosos humanos que están asociados con nosotros; ninguno de ellos es tan valioso como tú.

—Gracias por los mimos, Pam —murmuré.

Estaba asquerosa, como si me hubiesen metido en una cuba de sudor y luego me hubieran rebozado en polvo. Hasta los dientes los sentía sucísimos.

—De nada —dijo, casi con una sonrisa. Vaya, así que Pam tenía sentido del humor, algo que no abundaba precisamente entre los vampiros. No se conocen muchos cómicos vampiros de renombre, y los chistes humanos suelen dejarles fríos, ja, ja (en cambio, algunas de las cosas que les hacen gracia a ellos nos podrían provocar pesadillas durante semanas).

—¿Qué ha pasado?

Pam entrelazó los dedos sobre la rodilla.

—Hicimos lo que nos dijo la doctora Ludwig. Bill, Eric, Chow y yo nos turnamos, y cuando estabas casi seca empezamos con la transfusión.

Me imaginé aquello durante un momento, y me sentí feliz de haber perdido la consciencia antes de experimentar todo el proceso. Bill siempre me drenaba sangre cuando hacíamos el amor, así que lo asociaba a profundas sensaciones eróticas. La «donación» de tantas personas distintas habría sido muy embarazoso para mí de estar consciente, por así decirlo.

—¿Quién es Chow? —pregunté.

—A ver si te puedes sentar —recomendó Pam—. Chow es nuestro nuevo barman. Es todo un personaje.

—¿Por?

—Los tatuajes —dijo Pam, pareciendo casi humana por un momento—. Es alto para ser asiático y tiene un montón de... tatuajes alucinantes.

Traté de aparentar que me interesaba. Me erguí, pero al notar que me faltaba algo de sensibilidad decidí ser cauta. Era como si la espalda llena de heridas se me hubiese curado, aunque éstas amenazaran con abrirse en cualquier momento si no tenía cuidado. Y ése era precisamente el caso, según me dijo Pam.

Además, ya no tenía puesta la blusa. Ni ninguna otra cosa de cintura para arriba. Más abajo, los pantalones seguían enteros, aunque notablemente manchados.

—Tu modelito estaba tan raído que tuvimos que quitártelo —dijo Pam con una abierta sonrisa—. Nos turnamos para sujetarte mientras te lamíamos. Has gustado mucho. A Bill no le ha hecho ninguna gracia.

—Vete al infierno —fue todo lo que pude decir.

—Bueno, quién sabe dónde acabaré —Pam se encogió de hombros—. Pretendía ser un halago. Debes de ser una mujer modesta —se levantó y abrió la puerta de un armario. Dentro colgaban camisas, un almacén extra para Eric, asumí. Pam cogió una de una percha y me la tiró. Extendí el brazo para cogerla, y he de admitir que el movimiento no me costó demasiado.

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