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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (10 page)

La anciana vampira, que no aparentaba más de treinta y cinco años, estaba justo donde la habíamos dejado. Aquí, en el hotel Silent Shore, Isabel se sentía libre de mostrar su vampirismo, que incluía el descanso inmóvil. La gente nunca se está quieta; se siente impelida a hacer cualquier cosa. Los vampiros, sin embargo, son capaces de ocupar un espacio sin necesidad de justificarlo. Cuando salimos del ascensor, Isabel parecía una estatua. Cualquiera podría haber colgado su abrigo en ella, aunque luego lo habría lamentado.

Una especie de sistema de alerta se activó en la vampira cuando estuvimos a escasos metros de ella. Sus ojos fluctuaron en nuestra dirección y su brazo derecho se movió, como si alguien la hubiese encendido mediante un interruptor.

—Acompañadme —dijo, y se deslizó hacia la puerta principal. Barry apenas pudo abrírsela con suficiente rapidez. Me di cuenta de que estaba entrenado para bajar la mirada a su paso. Todo lo que se dice sobre cruzar la mirada con un vampiro es cierto.

Como era de esperar, el coche de Isabel era un Lexus negro lleno de extras. A ningún vampiro se le ocurriría circular en una carraca. Isabel aguardó a que me abrochara el cinturón (ni ella ni Bill se molestaron en usarlos) antes de emprender la marcha, lo cual me sorprendió. Luego comenzamos nuestro recorrido en Dallas por una de sus avenidas principales. Isabel parecía una de esas mujeres fuertes y silenciosas, pero cuando habían pasado unos cinco minutos, pareció sacudirse ese aire de encima, como si recordara que tenía órdenes.

Giramos a la izquierda. Divisé una especie de zona verde con césped y algo parecido a un monumento histórico. Isabel apuntó hacia la derecha con uno de sus huesudos dedos.

—El depósito de libros escolares de Texas, desde donde dispararon a Kennedy —dijo, y entendí que se sentía en la obligación de informarme. Eso quería decir que había recibido orden en tal sentido, lo cual resultaba muy interesante. Seguí su dedo con avidez, asimilando tanto de ese edificio de ladrillo como fui capaz. Me sorprendió que no tuviese un aspecto más notable.

—¿Es esa zona donde lo alcanzaron los disparos? —suspiré emocionada, como si hubiese estado a bordo del
Hindenburg
o algún otro artefacto legendario.

Isabel asintió con un gesto tan imperceptible que me di cuenta de ello tan sólo porque se le agitó la trenza.

—Hay un museo en el viejo depósito —dijo.

Eso sí que era algo que me apetecía ver a la luz del día. Si nos quedábamos el tiempo suficiente, iría allí paseando, o quizá con un taxi, mientras Bill descansaba en el ataúd.

Bill me sonrió por encima del hombro. Era capaz de detectar cada mota de mi humor, lo cual resultaba encantador el ochenta por ciento de las veces.

El recorrido duró alrededor de otros veinte minutos, durante los cuales dejamos atrás distritos financieros y empezamos a adentrarnos en los residenciales. Al principio los edificios eran modestos y cuadriculados, pero poco a poco, a pesar de que las parcelas no parecían demasiado grandes, las casas iban abultándose más, como si hubiesen tomado esteroides. Nuestro destino era una gran casa metida con calzador en una pequeña parcela. Con tan poco terreno alrededor de la casa, aquello parecía ridículo, incluso en plena oscuridad.

No me habría importado que el paseo durara más y haber llegado más tarde.

Aparcamos en la calle, frente a lo que me pareció una mansión. Bill me abrió la puerta. Permanecí quieta durante un momento, reacia a comenzar con el... proyecto. Sabía que había vampiros ahí dentro, muchos vampiros. Lo sabía del mismo modo que lo habría sabido si me hubieran estado esperando humanos. Pero en lugar de retazos de pensamientos positivos, esos que suelo percibir para notar que hay gente, recibí imágenes mentales de... ¿Cómo definirlo? Dentro de aquella casa había agujeros en el aire y cada uno de ellos representaba a un vampiro. Recorrí los metros de acera que conducían a la casa, y ahí fue donde noté por primera vez un soplo humano.

La luz sobre la entrada estaba encendida, por lo que pude discernir que la casa era de ladrillo beis y adornos blancos. Sabía que la luz también era un detalle hacia mí; cualquier vampiro veía mejor que el mejor de los humanos. Isabel nos guió hacia la puerta, que estaba enmarcada por varios arcos de ladrillo. En la puerta había una exquisita corona de vides y flores secas que casi ocultaba la mirilla. Una integración inteligente. Me di cuenta de que no había en esa casa ningún detalle que indicara que fuese diferente de cualquiera de las henchidas viviendas que habíamos pasado, ninguna indicación de que en su interior vivían vampiros.

Pero allí estaban, en masa. Mientras seguía a Isabel al interior, conté cuatro en la sala principal a la que daba la puerta de entrada, dos en el pasillo y al menos seis en la enorme cocina, que parecía diseñada para dar de comer a veinte personas a la vez. Supe enseguida que habían comprado la casa, no la habían construido, porque los vampiros siempre proyectan cocinas diminutas o prescinden de ellas directamente. Lo único que necesitan es una nevera para conservar su sangre sintética y un microondas para calentarla. ¿Qué iban a cocinar?

Un humano alto y desgarbado lavaba en la pila unos platos, lo que me hizo pensar que, después de todo, quizá vivieran allí algunas personas. Se volvió a medias mientras pasábamos y me hizo un gesto con la cabeza. Tenía gafas y las mangas de la camisa remangadas. No tuve ocasión de hablar con él porque Isabel nos llevaba a toda prisa hacia lo que parecía un comedor.

Bill estaba tenso. Puede que no fuera capaz de leerle la mente, pero lo conocía lo suficiente como para interpretar la posición de sus hombros. Ningún vampiro se siente cómodo al entrar en el territorio de otro vampiro. Los vampiros tienen tantas reglas y normas como cualquier otra sociedad; simplemente tratan de mantenerlas en secreto. Pero yo ya empezaba a hacerme una idea.

De entre todos los vampiros que había en la casa, enseguida distinguí al líder. Era uno de los que estaban sentados a la larga mesa del comedor. Era todo un bicho raro. Ésa fue mi primera impresión. Luego supe que se disfrazaba cuidadosamente de bicho raro; él era... más bien otra cosa. Tenía el pelo de un rubio rojizo, y lo peinaba hacia atrás; su cuerpo era estrecho y poco llamativo, sus gafas de montura de pasta negra un mero camuflaje y llevaba una camisa de paño a rayas bien metida bajo unos pantalones de algodón y poliéster. Estaba pálido... Sí, bueno, menuda observación. También era pecoso, con pestañas casi invisibles y cejas mínimas.

—Bill Compton —dijo el tío raro.

—Stan Davis —replicó Bill.

—Sí, bienvenidos a la ciudad —el raro tenía un leve acento extranjero. «Antes era Stanislaus Davidowitz», pensé antes de dejar mi mente limpia como una pizarra. Si alguien descubría que de vez en cuando captaba algún retazo en el silencio de sus mentes, estaría desangrada antes de caer al suelo.

Ni siquiera Bill lo sabía.

Desterré mis miedos al sótano de mi mente en cuanto sus pálidos ojos se clavaron en mí y me escrutaron palmo a palmo.

—Viene en un agradable embalaje —le dijo a Bill, y supuse que con ello pretendía lanzar un halago, una especie de palmada en la espalda para Bill.

Bill inclinó la cabeza.

Los vampiros no pierden su tiempo diciendo la cantidad de cosas que los humanos diríamos en similares circunstancias. Un ejecutivo humano le preguntaría a Bill cómo le iba a su jefe Eric; le amenazaría un poco si no hacía bien mi trabajo e incluso puede que realizara las debidas presentaciones para que Bill y yo conociéramos a, al menos, las personas más importantes que hubiera en la habitación. Pero Stan Davis, jefe de los vampiros, no. Alzó la mano, y un joven vampiro hispano con el pelo negro hirsuto como el alambre abandonó la estancia y regresó con una chica humana. Cuando ella me vio, lanzó un chillido y se abalanzó sobre mí, tratando de librarse del vampiro que la sujetaba por el antebrazo.

—¡Ayúdame! —gritó—. ¡Tienes que ayudarme!

Supe enseguida que era una estúpida. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer yo en una habitación llena de vampiros? Su llamada de socorro era ridicula. Eso fue lo que me repetí varias veces, muy deprisa, para poder centrarme en lo que tenía que hacer.

Cruzamos miradas y alcé un dedo para indicarle que guardara silencio. Entonces, cuando conectamos, me obedeció. No tengo la mirada seductora de los vampiros, pero mi aspecto no es menos amenazador. Tengo exactamente el aspecto de cualquier muchacha de empleo mal pagado que te podrías encontrar en cualquier momento y ciudad del sur: rubia de pechos grandes, morena de piel y joven. Probablemente no parezca muy lista, pero seguro que eso se debe más a que la gente (y los vampiros) dan por sentado que si eres bonita, rubia y tienes un trabajo mal pagado eres automáticamente tonta.

Me volví hacia Stan Davis, agradecida por que Bill estuviera detrás de mí.

—Señor Davis, espero que comprenda que necesitaré más intimidad para interrogar a la chica. Y necesito saber qué es lo que busca.

La chica empezó a sollozar. De forma lenta y desgarradora, increíblemente irritante bajo aquellas circunstancias.

Los pálidos ojos de Davis se clavaron en los míos. No trataba de seducirme ni someterme; simplemente me examinaba.

—Tenía entendido que tu escolta comprendía los términos de nuestro acuerdo con su líder —dijo Stan Davis. Vale, ya lo pillo. Estaba más allá del desprecio por el hecho de ser humana. Que yo intentara hablar con Stan era como si una vaca lo hiciera con un cliente del McDonald's. Aun así, era necesario que supiese qué tenía que buscar.

—Estoy segura de que ha cumplido las condiciones de la Zona Cinco —dije manteniendo la voz tan tranquila como me era posible—, y voy a hacer todo lo que esté en mi mano. Pero sin un objetivo ni siquiera puedo empezar.

—Necesitamos saber dónde se encuentra nuestro hermano —dijo tras una pausa.

Traté de no parecer tan perpleja como me sentía.

Como he dicho, algunos vampiros, como Bill, viven por su cuenta. Otros se sienten más seguros en grupos que llaman nidos o rediles. Se llaman unos a otros «hermano» y «hermana» cuando llevan un tiempo en el mismo redil, y algunos de esos nidos pueden durar decenios. De hecho, uno en Nueva Orleans ha durado dos siglos. Antes de salir de Luisiana, Bill me contó que los vampiros de Dallas vivían en un redil especialmente amplio.

No soy precisamente una neurocirujana, pero hasta yo llegaba a comprender que el hecho de que un vampiro tan poderoso como Stan perdiera a uno de sus hermanos de redil no sólo era inusual, sino también humillante.

Y a los vampiros les gusta tanto como a los humanos sentirse humillados.

—Explique las circunstancias, por favor —sugerí con la más neutral de las voces.

—Mi hermano Farrell no ha vuelto a su redil desde hace cinco noches —dijo Stan Davis.

Sabía que habrían comprobado los terrenos de caza favoritos de Farrell y que habrían preguntado a todo vampiro del redil de Dallas si lo había visto. Aun así, abrí la boca para preguntar, pues los humanos nos sentimos impulsados a hacer cosas así. Pero Bill me tocó el hombro, y miré de reojo hacia atrás para atisbar un leve meneo de cabeza. Mis preguntas serían tomadas como un insulto grave.

—¿Y la chica? —pregunté. Ella seguía en silencio, pero no paraba de temblar. Parecía mantenerse en pie tan sólo porque la agarraba el vampiro hispano.

—Trabaja en el club donde fue visto por última vez, el Bat's Wing; es de nuestra propiedad —los bares eran las aventuras empresariales favoritas de los vampiros. Normal, pues su tráfico más preciado se produce mayoritariamente de noche. Por alguna razón, las tintorerías con servicio veinticuatro horas regentadas por chupasangres no eran tan atractivas como un bar repleto de vampiros.

En los últimos dos años, los bares de vampiros se habían convertido en lo más
in
de la vida nocturna de las ciudades. Los patéticos humanos que se obsesionaban con los vampiros, conocidos como «colmilleros», solían frecuentar esos lugares, a menudo disfrazados, con la esperanza de atraer la atención de alguno de verdad. Los turistas acudían para alucinar con unos y con otros. Vaya, que esos bares no eran el lugar más seguro en el que trabajar.

Crucé la mirada con el vampiro hispano, y le indiqué una silla a mi lado de la mesa. Guió a la chica hacia allí. La miré, tratando de palpar sus pensamientos. Su mente no gozaba de ningún tipo de protección. Cerré los ojos.

Se llamaba Bethany. Tenía veintiún años y estaba convencida de que era una cría loca, una chica mala de verdad. No tenía la menor idea de en qué problemas aquello podía meterla, hasta ahora. Conseguir un trabajo en el Bat's Wing había sido el gesto más rebelde de su vida, y podría acabar resultando el último.

Volví a mirar a Stan Davis.

—Estará usted de acuerdo —sugerí, arriesgándome sobremanera— en que, si ella nos ofrece la información que usted desea, podrá marcharse ilesa —ya me había dicho antes que había comprendido los términos, pero tenía que asegurarme.

Bill lanzó un suspiro detrás de mí. No era precisamente de alivio. Los ojos de Stan Davis brillaron literalmente de ira durante un segundo.

—Sí —dijo, como si lanzase las palabras a dentelladas, los colmillos medio extendidos—. Ya dije que estaba de acuerdo —nos miramos fijamente un instante. Ambos sabíamos que apenas dos años antes los vampiros de Dallas habrían secuestrado a Bethany y la habrían torturado hasta obtener cualquier jirón de información que tuviese, incluso cualquiera que se hubiera inventado.

La integración, sacar su existencia a la luz pública, tenía muchas ventajas, pero también conllevaba un precio. En este caso, el precio era mi servicio.

—¿Qué aspecto tiene Farrell?

—Parece un cowboy —dijo Stan sin rastro de humor—. Luce una de esas corbatas de lazo, vaqueros y una camisa con esos botones nacarados que imitan perlas.

Estaba claro que los vampiros de Dallas no habían llegado a la alta costura. Después de todo, quizá podría haberme puesto mi uniforme de camarera.

—¿Color de pelo y ojos?

—Pelo castaño, con canas. Ojos marrones. Una gran mandíbula. Mide alrededor de... 1,80 —dijo Stan, traduciendo los números desde algún otro método de medida—. Aparenta una edad de treinta y ocho años —añadió—. No llevaba bigote ni barba y es delgado.

—¿Le gustaría que me llevase a Bethany a otra habitación? ¿Tienen habitaciones más pequeñas, menos concurridas? —traté de decirlo con amabilidad porque me parecía una idea estupenda.

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