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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (6 page)

—Pam, ¿hay alguna ducha por aquí? —no me apetecía ponerme la inmaculada camisa blanca sobre el cuerpo ensangrentado.

—Sí, en el almacén, donde los servicios para empleados.

Era muy espartano, pero había una ducha con jabón y toallas. La única pega era que tenías que cambiarte literalmente en el almacén, lo que probablemente no fuera un problema para los vampiros, que no parecían tener problemas de pudor. Cuando Pam accedió a custodiar la puerta, recurrí a ella para que me ayudara a quitarme los pantalones, las zapatillas y los calcetines. Creo que disfrutó de más con el proceso.

Fue la mejor ducha de mi vida.

Tenía que moverme despacio y con cautela. Me notaba tan temblorosa como si acabase de pasar por una grave enfermedad, como una neumonía o una mutación virulenta de la gripe. Y creo que así fue. Pam abrió la puerta lo suficiente para pasarme algo de ropa interior, lo cual resultó una agradable sorpresa, al menos hasta que me sequé y me dispuse a ponérmela. Las bragas eran tan pequeñas y tenían tanto encaje que apenas merecían ese nombre. Al menos eran blancas. Supe que estaba mejor cuando me sorprendí deseando ver qué aspecto tendría en un espejo. Las bragas y la camisa blanca eran las únicas prendas que me podía permitir. Salí descalza y vi que Pam había enrollado los pantalones y todo lo demás antes de meterlo en una bolsa de plástico para poder lavarlos en casa. Mi piel se antojaba muy morena en contraste con el niveo blanco de la camisa. Caminé muy despacio de vuelta al despacho de Eric y rebusqué un cepillo en mi bolso. Cuando empecé con la operación de deshacer los enredos, apareció Bill y me quitó el cepillo de las manos.

—Deja que lo haga yo, cielo —dijo con ternura—. ¿Cómo te encuentras? Súbete la camisa para que pueda verte la espalda.

Lo hice con nerviosismo, esperando que no hubiese cámaras en el despacho, aunque podía relajarme a tenor de lo que me había dicho Pam.

—¿Qué pinta tiene? —pregunté por encima del hombro.

—Quedarán cicatrices —dijo Bill con brevedad.

—Ya me lo imaginaba.

Mejor en la espalda que en la cara, y mejor viva que muerta.

Volví a ponerme la camisa y Bill me cepilló el pelo, algo que le encantaba. Enseguida me sentí cansada y me apoltroné en la silla de Eric mientras Bill permanecía de pie detrás de mí.

—¿Por qué me ha escogido la ménade?

—Estaría esperando al primer vampiro que apareciera. El que estuvieras conmigo tú, a quien era mucho más fácil hacer daño, fue un extra.

—¿Causó ella nuestra pelea?

—No, creo que eso fue mera casualidad. Sigo sin comprender por qué te enfadaste tanto.

—Estoy demasiado cansada para explicarlo, Bill. Hablaremos de ello mañana, ¿de acuerdo?

Eric entró en el despacho junto con un vampiro que debía de ser Chow. Inmediatamente supe por qué Chow atraía a la clientela. Era el primer vampiro asiático que había visto, y era extremadamente atractivo. También estaba cubierto, al menos por lo que yo veía, de esos intrincados tatuajes que yo había oído contar tanto gustaban a la Yakuza. Hubiera sido un gánster o no en su vida humana, era innegable que ahora resultaba muy siniestro. Pam se deslizó por la puerta al cabo de un minuto y dijo:

—Todo está cerrado. La doctora Ludwig también se ha marchado.

Así que Fangtasia había cerrado sus puertas para lo que quedaba de noche. Debían de ser las dos de la mañana entonces. Bill seguía cepillándome el pelo, y yo permanecía sentada en la silla con las manos sobre los muslos, plenamente consciente de lo inadecuado de mi atuendo. Aunque, bien pensado, Eric era tan alto que su camisa me cubría hasta donde habitualmente lo hacen mis shorts. Supongo que eran las bragas de corte francés las que me hacían sentir tan avergonzada. Eso y que no llevaba sujetador, algo que era imposible que pasara desapercibido dado que Dios había sido muy generoso conmigo en el reparto de pechos.

Pero poco importaba que mi ropa mostrara más de mí de lo que deseaba, o que todos ellos hubieran visto ya mis pechos al aire; yo tenía que mantener la compostura.

—Gracias a todos por salvarme la vida —dije. No logré dotar a mis palabras de un tono dulce, pero esperaba que se dieran cuenta de que eran sinceras.

—Fue todo un placer —dijo Chow, con una indudable lascivia prendida en la voz. Hablaba con acento, pero no tengo tanta experiencia con los idiomas asiáticos como para decir de dónde procedía. Asimismo, estaba segura de que «Chow» no era su nombre completo, pero era como le llamaban los demás vampiros—. Habría sido perfecto sin el veneno.

Sentía la tensión de Bill detrás de mí. Tenía las manos posadas sobre mis hombros y yo las busqué con mis dedos.

—Mereció la pena ingerir el veneno —dijo Eric. Se llevó los dedos a los labios y los besó, como si apreciara el aroma de mi sangre. Qué asco.

—Cuando quieras, Sookie —sonrió Pam.

Maravilloso.

—Tú también, Bill —le pedí, posando mi cabeza contra él.

—Fue un privilegio —dijo, esforzándose por controlar su temperamento.

—¿Os peleasteis antes del encuentro con la ménade? —preguntó Eric—. ¿He oído bien lo que decía Sookie?

—Eso es asunto nuestro —espeté, y los tres vampiros se intercambiaron unas sonrisas. Aquello no me gustó una pizca—. Por cierto, ¿para qué querías que nos presentásemos aquí esta noche? —pregunté, con la esperanza de desviar la atención de Bill y de mí.

—¿Recuerdas la promesa que me hiciste, Sookie? ¿Que usarías tu habilidad mental para ayudarme, siempre que dejara que los humanos implicados viviesen?

—Por supuesto que me acuerdo —no soy de las que olvidan una promesa, especialmente si se la hago a un vampiro.

—Desde que Bill ha sido designado inspector de la Zona Cinco no nos hemos topado con muchos misterios. Pero la Zona Seis, Texas, requiere de tus cualidades especiales. Así que te hemos prestado.

Así que me habían alquilado, como una sierra mecánica o una excavadora. Me pregunté si los vampiros de Dallas tuvieron que pagar también un seguro por mí.

—No iré sin Bill —miré a Eric fijamente a los ojos. Los dedos de Bill me apretaron un poco, así que supe que había dicho lo adecuado.

—Irá contigo, pero nos costó mucho convencerles —dijo Eric con una amplia sonrisa. El efecto era francamente desconcertante, porque estaba contento por algo y tenía los colmillos fuera—. Teníamos miedo de que se quedaran contigo o te mataran, así que incluimos la cláusula de un guardaespaldas. ¿Y quién mejor que Bill? Si algo le impidiera cuidar de ti, enviaríamos otro guardaespaldas de inmediato. Además, los vampiros de Dallas han accedido a proporcionar un coche y un conductor, alojamiento, comida y, por supuesto, una buena suma. Bill se quedará con un porcentaje.

¿Cuándo tendría que empezar?

—Tendrás que arreglar los asuntos económicos con Bill —dijo Eric con suavidad—. Estoy seguro de que te compensará por el tiempo que te mantendrá apartada de tu trabajo en el bar.

Me pregunto si alguna columna de Ann Landers habrá tratado el tema «Cuando tu novio se convierte en tu manager».

—¿Por qué una ménade? —pregunté, desconcertándolos a todos. Esperaba haber pronunciado la palabra correctamente—. Las náyades son del agua y las dríades de los árboles, ¿no? Entonces, ¿por qué una ménade en medio del bosque? ¿No eran las ménades mujeres enloquecidas por el dios Baco?

—Sookie, tu sabiduría nos coge de improviso —contestó Eric al cabo de una apreciable pausa. No le dije que lo sabía por leer historias de misterio. Preferí dejarle pensar que leía literatura antigua griega en su idioma original. No le hacía daño a nadie.

—El dios se apoderaba tanto de las mujeres que algunas se volvían inmortales, o casi —dijo Chow—. Baco era el dios del vino, por supuesto, de ahí que los bares sean de gran interés para las ménades. Tanto es así, de hecho, que no les gusta que otras criaturas de la noche se interpongan. Las ménades creen que la violencia desencadenada por el consumo de alcohol les pertenece; es de lo que se alimentan ahora que nadie adora oficialmente a su dios. El orgullo también les atrae.

Ésa iba con segundas. ¿Acaso no habíamos esgrimido nuestros respectivos orgullos Bill y yo?

—Apenas nos habían llegado rumores de que había una en la zona —dijo Eric— hasta que Bill te trajo esta noche.

—¿Y qué mensaje quería hacer llegar? ¿Qué es lo que quiere?

—Un tributo —intervino Pam—. Eso creemos.

—¿De qué tipo?

Pam se encogió de hombros. Parecía que era la única respuesta que iba a recibir.

—¿Y qué pasa si no? —pregunté. De nuevo obtuve sus miradas por toda respuesta. Lancé un profundo suspiro de exasperación—. ¿Qué hará si no le pagáis ese tributo?

—Lanzará su locura —Bill parecía preocupado.

—¿Contra el bar? ¿Contra el Merlotte's? —y eso que había muchos más bares en la zona.

Los vampiros intercambiaron miradas.

—O contra nosotros —dijo Chow—. Ya ha ocurrido. La masacre de Halloween de 1876, en San Petersburgo.

Todos asintieron solemnemente.

—Yo estaba allí —dijo Eric—. Hicieron falta veinte vampiros para poner las cosas en orden. Y hubo que clavarle una estaca a Gregory, para lo cual tuvimos que colaborar todos nosotros. La ménade, Phryne, recibió su tributo después de aquello, puedes estar segura.

Las cosas tuvieron que ponerse muy feas para que los vampiros pasaran por la estaca a uno de los suyos. Una vez lo hizo Eric con un vampiro que le había robado y, según me contó Bill, tuvo que pagar una gran multa por ello. A quién, ni él me lo dijo ni yo lo pregunté. Podía vivir perfectamente sin saber ciertas cosas.

—¿Le daréis su tributo a la ménade?

Estaban intercambiando pensamientos al respecto, estaba segura.

—Sí —contestó Eric—. Será mejor que lo hagamos.

—Supongo que es muy difícil matar a una ménade —dijo Bill con una interrogación implícita en sus palabras.

Eric se estremeció.

—Oh, sí —dijo—. Puedes estar seguro.

Durante el viaje de regreso a Bon Temps, Bill y yo guardamos silencio. Tenía muchas preguntas que hacerle sobre aquella noche, pero estaba agotada.

—Sam debería saber lo que ha pasado —dije cuando nos detuvimos delante de mi casa.

Bill rodeó el coche para abrirme la puerta.

—¿Por qué, Sookie? —me cogió de la mano para ayudarme a salir del coche a sabiendas de que apenas era capaz de caminar.

—Porque... —y entonces me quedé muda. Bill sabía que Sam era una criatura sobrenatural, pero no quería recordárselo. Sam era propietario de un bar, y estábamos más cerca de Bon Temps que de Shreveport cuando pasó lo de la ménade.

—Tiene un bar, pero estará bien —añadió Bill razonablemente—. Además, la ménade dijo que el mensaje era para Eric.

Eso era verdad.

—Piensas demasiado en Sam para mi gusto —dijo Bill, y yo me quedé boquiabierta.

—¿Estás celoso? —Bill parecía molestarse demasiado cuando otros vampiros me admiraban, pero había dado por sentado que no era más que un instinto territorial. No sabía cómo reaccionar ante ese nuevo giro. Era la primera vez que alguien se sentía celoso de mis atenciones. Bill rehusó responder denotando un aire inmaduro—, Hmmm —dije pensativa—. Bueno, bueno, bueno —sonreía para mis adentros mientras Bill me ayudaba a subir los peldaños y a recorrer la vieja casa hasta mi habitación, la misma en la que mi abuela había dormido durante muchos años. Ahora las paredes estaban pintadas de amarillo claro, las maderas de blanco, a juego con la cama y las cortinas, que lucían vivos estampados de flores.

Pasé un momento al cuarto de baño para cepillarme los dientes y hacer mis necesidades. Cuando salí, aún llevaba puesta la camisa de Eric.

—Quítatela —dijo Bill.

—Mira, Bill, en una situación normal estaría más caliente que una brasa, pero esta noche...

—Es que detesto verte con su camisa.

Vaya, vaya, vaya. Creo que podría acostumbrarme a esto. Por otro lado, si lo llevaba hasta el extremo, podría ser todo un incordio.

—Está bien —suspiré de forma que pudiera escucharme desde bien lejos—. Supongo que me tendré que quitar esta vieja camisa —me la desabroché lentamente, consciente de que los ojos de Bill observaban mis manos deslizarse por los botones y apartando la camisa cada vez un poco más. Finalmente me la quité del todo, quedándome apenas con la ropa interior de Pam.

—Oh —jadeó Bill, y eso fue tributo suficiente para mí. Al diablo con las ménades. La cara de Bill hizo que me sintiera como una diosa.

Puede que me pasara por la tienda de lencería Foxy Femme, en Ruston, el próximo día que librara. O puede que la recién adquirida tienda de ropa de Bill vendiera también lencería.

No me resultó fácil explicarle a Sam que tenía que irme a Dallas. Se había comportado como un cielo conmigo cuando murió mi abuela, y lo consideraba un buen amigo, un gran jefe y, de vez en cuando, una fantasía sexual. Me limité a decirle que necesitaba tomarme unas pequeñas vacaciones; Dios sabe que nunca le había pedido unas antes. Pero estoy segura de que se figuró cuál era la verdadera razón. No le hizo gracia. Sus brillantes ojos azules parecieron arder, y su rostro adquirió un rictus pétreo. Incluso su pelo rubio rojizo pareció crepitar. Aunque casi se mordió la lengua para no decirlo, era evidente que Sam pensaba que Bill no debió acceder a que yo fuera. Pero Sam no tenía ni idea de mis asuntos con los vampiros, del mismo modo que Bill era el único, entre todos los vampiros que yo conocía, que sabía que Sam era un cambiante. Y traté de no recordárselo. No me apetecía que Bill pensase más en Sam de lo que ya lo hacía. Lo último que querría es que Bill viera a Sam como una amenaza para él. No le desearía un enfrentamiento con Bill ni a mi peor enemigo.

Se me da bien guardar secretos y mantener una expresión neutra, especialmente después de tantos años leyendo pensamientos indeseados ajenos. Pero he de admitir que mantener a Sam y a Bill en compartimentos separados me resultaba agotador.

Sam se recostó en su silla tras acceder a darme los días libres, ocultando su fuerte torso bajo la camiseta azul del Merlotte's. Llevaba unos vaqueros viejos, pero limpios. Sus botas, de suelas gruesas, también tenían unos años. Estaba sentada al borde de la silla de invitados, frente al escritorio de Sam, con la puerta cerrada a mis espaldas. Sabía que no había nadie escuchando al otro lado; a fin de cuentas, el bar estaba tan ruidoso como de costumbre, entre el tocadiscos aullando música folk y los gritos de los parroquianos que se habían pasado de copas. Aun así, cuando hablas de cosas como las ménades, preferirías hacerlo bajando la voz, así que opté por inclinarme sobre el escritorio.

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