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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (33 page)

—Fui el segundo hijo varón—dijo Bill—. El único que pudo crecer.

Recordé que Robert, hermano mayor de Bill, murió cuando tenía más o menos doce años, y otros dos bebés habían muerto durante la infancia. Ahí se registraban todos los nacimientos y las muertes, en la página sobre la que Bill había posado los dedos.

—Mi hermana Sarah murió sin hijos —de eso me acordaba—. Su joven novio murió en la guerra. Todos los jóvenes murieron en esa guerra. Pero yo sobreviví, sólo para morir después. Esta es la fecha de mi muerte, por lo que a mi familia respecta. Es la letra de Sarah.

Apreté los labios con fuerza para no poder emitir sonido alguno. Había algo en la voz de Bill, en la forma en que tocaba la Biblia, que resultaba casi insoportable. Pude sentir cómo mis ojos se llenaban de lágrimas.

—Éste es el nombre de mi esposa —dijo con una voz cada vez más apagada.

Volví a inclinarme para leer:
Caroline Isabelle Holliday.
Por un momento, la habitación se movió de un lado a otro, hasta que me di cuenta de que no era posible.

—Y tuvimos hijos —dijo—. Tuvimos tres hijos.

Sus nombres también figuraban:
Thomas Charles Compton, n. 1859.
Eso quería decir que ella se quedó embarazada nada más casarse.

Yo nunca podría tener un hijo de Bill.

Sarah Isabelle Compton, n. 1861.
Bautizada así por su tía (la hermana de Bill) y su madre. Nacería cuando Bill se hubo marchado para la guerra.
Lee Davis Compton, n. 1866.
Un bebé para el regreso a casa.
Muerto en 1867,
había añadido otra mano.

—Por aquel entonces los bebés morían como las moscas —susurró Bill—. Eramos muy pobres después de la guerra, y además no había medicinas.

Estaba a punto de sacar a mi yo triste y llorón de la cocina, pero pensé que si Bill podía soportarlo, yo con más razón.

—¿Y los otros dos niños? —pregunté.

—Vivieron —dijo relajando un poco la tensión de su expresión—. Para entonces yo ya me había marchado, por supuesto. Tom sólo tenía nueve años cuando morí, y Sarah siete. Era rubia, como su madre —Bill sonrió levemente, con una sonrisa que no había visto antes en su cara. Parecía bastante humano. Era como ver a un ser diferente sentado en mi cocina, no a la misma persona con la que había hecho el amor con tanta vehemencia hacía menos de una hora. Cogí un pañuelo de papel de la caja que había sobre la encimera y me lo restregué por la cara. Bill también estaba llorando, así que le di otro a él. Lo miró con sorpresa, como si se hubiese esperado algo diferente, quizá un pañuelo de algodón con unas iniciales bordadas. Se secó las mejillas, y el pañuelo se volvió rosa—. Nunca he tratado de descubrir qué fue de ellos —dijo, monótono—. Me quité de en medio radicalmente. Nunca volví, por supuesto, mientras quedara la menor posibilidad de que cualquiera de ellos siguiera vivo. Eso sería demasiado cruel.

Siguió leyendo la página.

—Mi descendiente, Jessie Compton, de quien heredé la casa, fue la última en mi línea directa —me dijo Bill—. La línea de mi madre también ha menguado, hasta el punto de que los últimos Loudermilk son apenas familiares lejanos míos. Pero Jessie descendía directamente de mi hijo Tom y, al parecer, mi hija Sarah se casó en 1881. Tuvo un hijo... ¡Sarah tuvo un hijo! ¡Tuvo cuatro hijos! Pero uno de ellos nació muerto.

Era incapaz de mirar a Bill. Prefería mirar a la ventana. Había empezado a llover. A mi abuela le encantaba su techo de estaño, así que, cuando tuvimos que cambiarlo, volvimos a ponerlo de estaño; el sonido de las gotas de lluvia sobre él era lo más relajante que había conocido nunca. Salvo esa noche.

—Mira, Sookie —dijo Bill señalando con el dedo—. ¡Mira! La hija de mi Sarah, bautizada como Caroline por su abuela, se casó con un primo suyo, Mathew Phillips Holliday. Y a su segunda hija le pusieron Carolina Holliday —le brillaba la expresión.

—Así que la anciana señora Bellefleur es tu bisnieta.

—Sí—dijo, sin casi creérselo.

—Entonces, Andy —proseguí antes de poder pensar en ello dos veces— es tu, eh, tatara-tataranieto. Y Portia...

—Sí —dijo, menos contento.

No tenía ni idea de qué decir así que, por una vez, no dije nada. Después de un momento, pensé que quizá sería mejor que lo dejara solo, así que traté de deslizarme junto a él para salir de la pequeña cocina.

—¿Qué necesitan? —me preguntó, agarrándome de la muñeca.

Muy bien.

—Necesitan dinero —dije al momento—. No se les puede ayudar con sus problemas de personalidad, pero son pobres de la peor manera posible. La anciana señora Bellefleur no venderá su casa, y ese edificio se está tragando cada centavo.

—¿Es orgullosa?

—Supongo que te puedes hacer una idea con su mensaje telefónico. De no haber sabido que su segundo nombre era Holliday, habría pensado que en realidad se llamaba «Orgullosa» —lancé una mirada a Bill—. Diría que lo suyo es de familia.

De alguna forma, ahora que Bill sabía que podía hacer algo por sus descendientes, pareció sentirse algo mejor. Sabía que aquello le seguiría pesando durante unos cuantos días, pero no pensaba echárselo en cara. Aun así, si decidía tomarse a Andy y Portia como deberes permanentes, sí que podría haber un problema.

—Ya no te gustaba el nombre de los Bellefleur antes —dije, sorprendiéndome a mí misma—. ¿Por qué?

—¿Recuerdas cuando fui a hablar ante el club de tu abuela, los Descendientes de los Muertos Gloriosos?

—Sí, claro.

—¿Recuerdas que conté la historia de un soldado herido en el campo de batalla, uno que no paraba de pedir ayuda? ¿Y de cómo mi amigo Tolliver Humphries trató de rescatarlo?

Asentí.

—Tolliver murió en el intento —dijo Bill con tristeza—. Y el soldado herido volvió a pedir ayuda tras su muerte. Logramos rescatarlo durante la noche. Se llamaba Jebediah Bellefleur. Tenía diecisiete años.

—Oh, Dios mío. Entonces eso era todo lo que sabías sobre los Bellefleur hasta hoy.

Bill asintió.

Traté de pensar en algo que mereciera la pena decir. Algo sobre los inescrutables planes del cielo, sobre arrojar el pan al agua, sobre que se recoge lo que se siembra o que las cosas vuelven tan pronto como se van.

Volví a intentar dejarle solo, pero Bill me agarró del brazo y tiró de él.

—Gracias, Sookie.

Era lo último que esperaba que me dijera.

—¿Por qué?

—Me obligaste a que hiciera lo correcto sin tener la menor idea de la eventual recompensa.

—Bill, no puedo obligarte a hacer nada.

—Hiciste que pensara como un humano, como si aún estuviese vivo.

—El bien que haces está en tu interior, no tiene nada que ver conmigo.

—Soy un vampiro, Sookie. Llevo más tiempo siendo un vampiro del que fui humano. Te he decepcionado muchas veces. A decir verdad, muchas veces no comprendo por qué haces las cosas que haces, con la de tiempo que ha pasado desde que fui una persona. No siempre resulta cómodo recordar lo que se sentía al ser humano. A veces no quiero que me lo recuerden.

Esas eran aguas demasiado profundas para mí.

—No sé si tengo razón o me equivoco, pero tampoco sabría ser diferente —dije—. Sería una desdichada si no fuese por ti.

—Si me pasara algo —dijo Bill—, deberías acudir a Eric.

—No es la primera vez que lo dices —le dije—. Si te ocurriera cualquier cosa, no tengo por qué acudir a nadie. Soy dueña de mí misma. Sé perfectamente lo que puedo querer hacer. Tú sólo asegúrate de que no te pase nada.

—Volveremos a oír hablar de la Hermandad en los años venideros —dijo Bill—. Habrá que llevar a cabo algunas acciones, acciones que pueden resultarte repugnantes como humana. Y además están los peligros inherentes a tu trabajo —y no se refería a servir mesas.

—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos —estar sentada en el regazo de Bill era toda una gozada, sobre todo porque seguía desnudo. Mi vida no había rebosado precisamente de momentos como ése hasta que conocí a Bill. Ahora, cada día me ofrecía uno o dos.

Al amor de la tenue luz de la cocina, con un café que olía tan maravillosamente (a su manera) como el pastel de chocolate y la lluvia golpeando el techo, supe que estaba disfrutando de un momento precioso con mi vampiro, equiparable a cualquier momento de humana tibieza.

Pero quizá no debería llamarlo así, reflexioné, acariciando la mejilla de Bill con la mía. Aquella noche Bill había parecido bastante humano. Y yo... Bueno, me había dado cuenta, mientras hacíamos el amor entre las sábanas limpias, de que la piel de Bill brillaba en la oscuridad a su bella y ultramundana manera.

Igual que la mía.

Notas

[1]
El
Seven and Seven
es un cóctel muy popular en Estados Unidos que se sirve en vaso largo y está compuesto por un chorro de whisky Seagram's Seven Crown y refresco Seven-Up hasta completar el vaso.

[2]
Silent Shore
significa «Orilla silenciosa» en español.

[3]
Nero Wolfe es un detective de ficción creado por el escritor Rex Stout, comparable en su relación con Archie Goodwin a Sherlock Holmes y Watson.

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