Read Un traidor como los nuestros Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (34 page)

Luke por el micrófono:

—Se acabó el tiempo.

Si pudieras verme ahora, Ben, ver lo mejor de mí, no siempre lo malo. La semana pasada Ben le insistió en que leyese un Harry Potter. Y Luke lo intentó, lo intentó de verdad. Al llegar a casa agotado a las once de la noche, o tendido en vela junto a su irrecuperable esposa, lo intentó. Sin avanzar apenas. Para él, la fantasía no tenía sentido; comprensiblemente, podía aducir, dado que su vida entera, incluso su heroísmo, era pura fantasía. Pues ¿qué había de valeroso en que lo atraparan a uno y después le permitieran huir?

—Es buena, ¿eh? —preguntó Ben, harto ya de esperar la respuesta de su padre—. Te ha gustado, papá. Reconócelo.

—Me ha gustado, sí: es genial —dijo Luke por cumplir.

Una mentira más, y los dos lo sabían. Otro paso que lo alejaba de quien más quería en el mundo.

—¡Silencio en la sala! ¡Inmediatamente, por favor! ¡Gracias! —Bunny Popham, la reina del cotarro, se dirige a la plebe—. Nuestros valientes gladiadores han accedido por fin a honrarnos con su presencia. ¡Pasemos todos de inmediato a la arena! —Risotadas de complicidad ante la palabra «arena»—. Hoy no hay leones, a excepción de Dima. Tampoco hay cristianos, a menos que el Catedrático lo sea, circunstancia de la que no puedo dar fe. —Más risas—. Es lunes y todo está cerrado. Gail, querida, tenga la bondad de precedernos. A lo largo de mi vida he visto prendas magníficas, pero ningunas, debo decir, tan bien lucidas.

Perry y Dima encabezan el grupo; Gail, Bunny Popham y Emilio dell Oro los siguen. Tras ellos, un par de enviados limpios y sus chicas. ¿Cómo de limpios pueden llegar a ser? Luego el gordinflón, sin más compañía que el vaso de vodka. Luke los ve desaparecer a través de una arboleda. Un haz de sol ilumina el sendero florido y se apaga.

Roland Garros una vez más: aunque solo fuera en el sentido de que ni en un caso ni en el otro Gail tuvo conciencia consecutiva del gran partido de tenis bajo la lluvia que con tal diligencia presenciaba. A ratos se preguntaba si los jugadores sí la tenían.

Sabía que Dima había ganado el lanzamiento de moneda porque siempre ganaba. Sabía que había renunciado al saque, optando por quedarse de espaldas a la dirección en que avanzaban las nubes.

Recordaba haber pensado que al principio los jugadores hicieron una aceptable exhibición de rivalidad y después, como los actores cuando decae su concentración, olvidaron que supuestamente participaban en un duelo a vida o muerte por el honor de Dima.

Recordaba haber temido que Perry fuera a patinar en la resbaladiza cinta mojada que delimitaba la pista. ¿Haría algo tan estúpido como torcerse el tobillo? Y haber temido luego que a Dima pudiera pasarle lo mismo.

Y si bien, igual que el público francés del día anterior, muy deportivo, aplaudía escrupulosamente tanto los golpes de Perry como los de Dima, era a Perry a quien no quitaba ojo: en parte para protegerlo, en parte convencida de que era capaz de adivinar, por su lenguaje corporal, qué les había deparado la suerte abajo en el vestuario con Héctor.

Recordaba asimismo el ligero chasquido de la pelota ralentizada al botar en la tierra batida húmeda, y como de vez en cuando se dejaba transportar al último tramo de la final del día anterior y tenía que reubicarse en el presente.

Y cómo las pelotas estaban cada vez más pesadas conforme avanzaba el juego. Y cómo Perry, distraído, se precipitaba al golpear esas pelotas tan lentas, bien lanzándolas fuera, o bien —en un par de ocasiones, para vergüenza suya— sin llegar siquiera a pegarle.

Y cómo Bunny Popham, en un momento dado, se inclinó junto a su hombro para preguntarle si prefería escapar antes del siguiente aguacero o quedarse al lado de su hombre y hundirse con el barco.

Y cómo aprovechó esa invitación a modo de excusa para escabullirse al baño y consultar el móvil, por si casualmente Natasha había añadido algún detalle a su comunicación más reciente. Pero no era así. Lo que significaba que las cosas continuaban en el mismo punto que a las nueve de esa mañana, expresado mediante las agoreras palabras que se sabía ya de memoria, incluso mientras las releía:

Esta casa no es soportable Tamara solo está con Dios Katia e Irina son trágicas mis hermanos solo juegan al fútbol sabemos que nos aguarda a todos un mal destino nunca volveré a mirar a mi padre a la cara Natasha.

Botón verde, el sonido del vacío, fin de la llamada.

Gail también era consciente de que, tras el segundo chaparrón —¿o era ya el tercero?—, empezaron a aparecer boquetes en la cancha embebida, que obviamente estaba ya saturada, razón por la cual apareció un caballero, un encargado del club, y discutió con Emilio dell Oro, señalando el estado de la pista e indicándole «no más» con un gesto inequívoco: las palmas de las manos hacia abajo y un movimiento horizontal de dentro afuera.

Pero Emilio dell Oro debía de poseer unas dotes de persuasión únicas, porque cogió al encargado del brazo en actitud de confianza y lo llevó bajo un haya, y al final de la conversación, el encargado se marchó corriendo a la casa club como un colegial escarmentado.

Y en medio de todas estas observaciones y recuerdos dispersos, estaba la omnipresente abogada que llevaba dentro, otra vez en la brecha, sufriendo por la «membrana de verosimilitud», que, desde el principio, parecía a punto de romperse de un momento a otro, lo que no significaba forzosamente el fin del mundo libre tal como lo conocemos, siempre y cuando ella tuviera ocasión de acceder a Natasha y las niñas.

Y de pronto, mientras deja vagar así la mente, hete aquí que Dima y Perry se estrechan las manos y dan el partido por concluido: un apretón no de adversarios reconciliados, a ojos de Gail, sino de cómplices en un engaño tan flagrante que los escasos supervivientes finales acurrucados en las gradas deberían abuchear en lugar de aplaudir.

Y en algún punto en medio de todo esto —puesto que las incongruencias del día no tienen límites— aparece el ruso gordinflón, que ha estado siguiéndola de aquí para allá, y de buenas a primeras le dice que le gustaría echar un polvo con ella. Así tal cual: «Me gustaría echar un polvo contigo», y se queda esperando a oír sí o no. Es un treintañero de ciudad, muy serio él, con la piel deslucida, los ojos inyectados en sangre y un vaso de vodka vacío en la mano.

En un primer momento Gail pensó que había oído mal. Reinaba un gran barullo tanto dentro como fuera de su cabeza. De hecho, la muy incauta le pidió que lo repitiera. Pero esta vez a él le faltó el valor, y se limitó a seguirla a cinco metros de distancia, motivo por el que gustosamente se puso al amparo de Bunny Popham, la opción menos mala a su alcance.

Y así fue a su vez como acabó confesándole que también ella era abogada, momento que siempre temía, porque daba pie a odiosas comparaciones. Pero Bunny Popham aprovechó la excusa solo para armar escándalo:

—¡Dios santo! —alzando la vista al cielo—. ¡Esta sí que es buena! Pues le cedo mis casos cuando quiera, no sé qué más decir.

Le preguntó en qué bufete, y ella, como es natural, se lo dijo. ¿Qué iba a hacer?

Dio muchas vueltas a la perspectiva de marcharse. También eso lo recordaba. Cosas como si utilizaría la nueva bolsa de tenis de Perry para la ropa sucia, y otras cuestiones de igual de trascendencia relacionadas con abandonar París y echarse al camino en busca de Natasha. Perry había reservado la habitación una noche más para poder recoger el equipaje a última hora del día antes de tomar el tren de regreso a Londres, cosa que en el mundo en que habían entrado era la manera normal de viajar a Berna cuando acaso uno está bajo vigilancia y no debe ir allí.

En la sala de masajes proporcionaban albornoces. Perry y Dima los llevaban puestos. Estaban los tres sentados otra vez a la mesa, donde llevaban ya doce minutos según el reloj de Perry. Ollie, con su bata blanca, permanecía inclinado sobre su portátil en el rincón con la bolsa de masajista a los pies, y de vez en cuando anotaba algo y se lo entregaba a Héctor, que lo añadía a la pila ante él. El ambiente claustrofóbico recordaba al sótano de Bloomsbury, sin olor a vino, y los ruidos de la vida real alrededor resultaban igual de tranquilizadores: el borboteo de las cañerías, las voces en el vestuario, la cadena de un inodoro, el petardeo de un aire acondicionado defectuoso.

—¿Cuánto recibe Longrigg? —pregunta Héctor tras echar un vistazo a una de las notas de Ollie.

—La mitad del uno por ciento —contesta Dima con voz apagada—. El día que concedan a La Arena la licencia de operaciones bancarias, Longrigg cobrará el primer pago. Un año después, el segundo. Al año siguiente, el último.

—Pagaderos ¿dónde?

—En Suiza.

—¿Sabe el número de cuenta?

—No conoceré ese número hasta después de Berna. A veces solo me dan el nombre. A veces solo me dan el número.

—¿Y Giles de Salis?

—Una comisión especial. Solo sé eso, sin confirmación. Emilio me dijo: De Salis recibe una comisión especial. Pero es posible que se la quede Emilio. Después de Berna lo sabré con toda seguridad.

—Una comisión especial ¿de cuánto?

—Cinco millones limpios. Puede que no sea verdad. Emilio es un zorro. Lo roba todo.

—¿Dólares americanos?

—Claro.

—Pagaderos ¿cuándo?

—Igual que Longrigg pero una cantidad fija, no condicionada, y en dos años, no en tres. La mitad al fundarse oficialmente el banco La Arena, la otra mitad después de un año de operaciones. Tom.

—¿Qué?

—Atiéndame, ¿vale? —Su voz vuelve a cobrar vida—. Después de Berna lo tendré todo. Para firmar, tengo que ser parte voluntaria, ¿me oye? No firmo nada de lo que no sea parte voluntaria, tengo ese derecho. Ustedes llevan a mi familia a Inglaterra, ¿vale? Yo voy a Berna, firmo, ustedes se llevan a mi familia, ¡y yo se lo doy todo, mi corazón, mi vida! —Se vuelve hacia Perry—. Usted ha visto a mis hijos, Catedrático. Dios santo, ¿quién carajo se piensan que soy ahora? ¿Están ciegos o qué? Mi Natasha ha enloquecido, no come nada. —Se dirige de nuevo a Héctor—. Usted lleve a mis hijos a Inglaterra ya, Tom. Luego cerramos el trato. En cuanto mi familia esté en Inglaterra, yo lo sabré todo. ¡Me importa una mierda!

Pero si Perry se ha dejado conmover por este ruego, en los aquilinos rasgos de Héctor se advierte aún una rígida expresión de rechazo.

—Ni hablar —replica Héctor. Y pasando por alto las protestas de Dima, añade—: Su mujer y su familia deberán quedarse donde están hasta después de la firma del jueves. Si desaparecen de su casa antes de la firma en Berna, se ponen en peligro ellos mismos, y lo ponen en peligro a usted, y ponen en peligro el trato. ¿Tiene un guardaespaldas en casa, o el Príncipe se lo ha quitado?

—Igor. Algún día lo haremos
vor.
Lo aprecio mucho. Tamara lo aprecia. Los niños también.

«¿Lo haremos
vo?}»,
repite Perry para sí. Cuando Dima esté instalado en su palacio de Surrey, en las afueras, con Natasha en Roedean y sus hijos en Eton, ¿hará
vor
a Igor?

—En estos momentos lo custodian dos hombres. Niki y uno nuevo.

—Están al servicio del Príncipe. Van a matarme.

—¿A qué hora firma en Berna el jueves?

—A las diez. De la mañana. En Bundesplatz.

—¿Estaban presentes Niki y su amigo en la firma esta mañana?

—Qué va. Se han quedado fuera esperando. Son un par de idiotas.

—¿Y en Berna? ¿Tampoco estarán presentes?

—Qué va. A lo mejor se quedan en la sala de espera. Por Dios, Tom…

—Y después de la firma el banco tiene prevista una recepción para celebrar el acontecimiento. En el hotel Bellevue Palace, nada menos.

—A las once y media. Una recepción a lo grande. Todo el mundo lo celebrará.

—¿Has tomado nota, Harry? —pregunta Héctor a Ollie, que sigue en su rincón, y Ollie levanta el brazo en respuesta—. ¿Asistirán Niki y su amigo a la recepción?

Si Dima empieza a perder la calma, la actitud de Héctor ha adquirido una intensidad compulsiva.

—¿Mis putos vigilantes? —protesta Dima incrédulamente—. ¿Que si quieren ir a la puta recepción? ¿Está mal de la cabeza? El Príncipe no va a liquidarme en el puto hotel Bellevue. Esperará una semana. Puede que dos. Puede que antes liquide a Tamara, liquide a mis hijos. ¿Yo qué coño sé?

La colérica mirada de Héctor permanece inalterable.

—Solo para confirmarlo —insiste—: está seguro de que esos dos vigilantes, Niki y su amigo, no asistirán a la recepción en el Bellevue.

Encorvando los enormes hombros, Dima se sume en una especie de desesperación física.

—¿Seguro? No estoy seguro de nada. A lo mejor sí vienen a la recepción. ¡Por Dios, Tom!

—Supongamos que van. Por si acaso. Pero no lo seguirán cuando vaya a mear.

No hay respuesta, ni Héctor la espera. Se dirige parsimoniosamente al rincón de la sala, donde se coloca detrás del hombro de Ollie y escruta la pantalla del ordenador.

—A ver qué le parece este plan. Tanto si Niki y su amigo lo acompañan al Bellevue Palace como si no, hacia la mitad de la recepción… pongamos a eso de las doce del mediodía, lo más cerca de esa hora que le sea posible… usted se va a mear. Muéstrame la planta baja —a Ollie—. El Bellevue tiene dos aseos para los clientes en la planta baja: uno a la derecha según se entra en el vestíbulo, al otro lado de recepción. ¿No es así, Harry?

—Tal cual, Tom.

—¿Sabe a qué aseos me refiero?

—Claro que sí.

—A esos aseos no irá. Para llegar a los otros, dobla a la izquierda y baja por una escalera. Están en el sótano y se usan poco porque caen más a trasmano. La escalera está justo al lado del bar. Entre el bar y los ascensores. ¿Sabe a qué escalera me refiero? Al bajar, hacia la mitad, hay una puerta que se abre empujando cuando no está cerrada con llave.

—He bebido muchas veces en ese bar. Conozco esa escalera. Pero por la noche la cierran. Quizá a veces también de día.

Héctor vuelve a su asiento.

—El jueves por la mañana la puerta no estará cerrada con llave. Usted baje por la escalera. Dick, el que está arriba, lo seguirá. En el sótano, hay una salida lateral a la calle. Dick tendrá allí un coche. Lo llevará a un sitio u otro en función de cómo organicemos las cosas en Londres esta noche.

Dima recurre de nuevo a Perry, esta vez con lágrimas en los ojos:

—Quiero a mi familia en Inglaterra, Catedrático. Dígaselo a este
apparatchik:
usted los conoce. Manden primero a los niños, yo iré después. Por mí no hay inconveniente. El Príncipe no me liquidará si mi familia está en Inglaterra. ¿A quién coño le importa?

Other books

Direct Descent by Frank Herbert
Where Shadows Dance by Harris, C.S.
The Trojan Horse by Hammond Innes
Black Box 86ed by Kjelland, Andrew
Cloud Permutations by Tidhar, Lavie
The Death of the Wave by Adamson, G. L.


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024