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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (15 page)

—¡Y totalmente enganchado, seguro! —interviene Héctor—. ¡Yo habría dado cualquier cosa por estar en su piel! ¡Incluso habría empezado a jugar al tenis!

Sí. «Enganchado» es la palabra, concede Perry. Mirar a Dima en la penumbra obedecía a una compulsión. Y escucharlo por encima del viento obedecía a una compulsión.

Candente, templada o fría, la pregunta de Héctor fue formulada con tal despreocupación y cordialidad que podrían haber sido palabras de consuelo:

—Y supongo que, pese a sus fundadas reservas respecto a nosotros, por un momento deseó ser espía, ¿no?

Perry arrugó la frente; incómodo, se rascó la cabeza entre el pelo rizado, y no encontró una respuesta inmediata.

—¿Conoce usted Guantánamo, Catedrático?

Sí, Perry conoce Guantánamo. Calcula que ha hecho campaña contra Guantánamo de todas las maneras posibles que conoce. Pero ¿qué intenta decirle Dima? ¿Por qué de pronto Guantánamo es «tan importante, tan urgente, tan vital para Gran Bretaña», por repetir el mensaje escrito de Tamara?

—¿Conoce los aviones secretos, Catedrático? Esos puñeteros aviones contratados por la CIA, que trasladan terroristas de Kabul a Guantánamo?

Sí, Perry ya sabe qué son esos aviones secretos. Ha enviado un buen dinero a una ONG jurídica que pretende interponer una demanda a las líneas aéreas propietarias por violación de los derechos humanos.

—De Cuba a Kabul, esos aviones no llevan carga, ¿vale? ¿Sabe por qué? Porque de Guantánamo a Afganistán no vuela ni un puto terrorista. Pero yo tengo amigos.

La palabra «amigos» pareció inquietarlo. La repite, se interrumpe, musita algo en ruso para sí y echa un trago de vodka antes de continuar.

—Mis amigos hablan con los pilotos, llegan a un acuerdo, un acuerdo muy privado, sin derecho a reclamaciones, ¿vale?

Vale. Sin derecho a reclamaciones.

—¿Sabe qué transportan en esos aviones vacíos, Catedrático? ¿Sin aduanas, franco de porte, entrega en mano, de Guantánamo a Kabul, pago por adelantado?

No, a Perry no se le ocurre cuál puede ser el cargamento que sale de Guantánamo con destino a Kabul, pago por adelantado.

—¡Langostas, Catedrático! —dándose una palmada en el enorme muslo en un violento ataque de risa—. ¡Puñeteras langostas del golfo de México, un par de miles! ¿Y quién compra las puñeteras langostas? ¡Los señores de la guerra, chiflados del primero al último! La CIA compra prisioneros a los señores de la guerra. La CIA vende las puñeteras langostas a los señores de la guerra. En efectivo. Quizá también por un poco de heroína K para los celadores de la cárcel de Guantánamo. De la mejor calidad. 999. No miento. ¡Créame, Catedrático!

¿Debería Perry asombrarse? Lo intenta. ¿De verdad eso es razón suficiente para arrastrarlo a una precaria atalaya bombardeada por el viento? No lo cree. Tampoco lo cree Dima, sospecha. Esa historia parece más bien un tiro de tanteo para lo que sea que vendrá a continuación.

—¿Sabe qué hacen mis amigos con ese dinero en efectivo, Catedrático?

No, Perry no sabe qué hacen los amigos de Dima con los beneficios del contrabando de langostas trasladadas desde el golfo de México hasta los señores de la guerra afganos.

—Traen a Dima ese dinero en efectivo. ¿Y por qué? Porque confían en Dima. ¡Muchas, muchas redes rusas confían en Dima! ¡Y no solo rusas! ¿Grandes, pequeñas? A mí eso me importa un carajo. Las aceptamos a todas. Diga a sus espías ingleses: ¿tenéis dinero sucio! ¡Dima os lo blanquea, no hay problema! ¿Queréis ahorrar y conservar? ¡Acudid a Dima! A partir de muchos caminos pequeños, Dima hace un camino grande. Dígales eso a sus puñeteros espías, Catedrático.

—Llegados a ese punto, pues, ¿cómo interpreta usted el comportamiento de ese tipo? Suda, alardea, bebe, bromea. Está contándole que es un sinvergüenza y se dedica al blanqueo de dinero y se jacta de sus compinches corruptos… ¿qué ve y oye usted realmente? ¿Qué está pasando dentro de él?

Perry analiza la premisa como si se la hubiera formulado un examinador superior, que es como empezaba a ver a Héctor.

—¿Ira? —sugiere—. ¿Dirigida contra una persona o personas aún no definidas?

—Siga —ordena Héctor.

—Desesperación. También sin definir.

—¿Y odio puro y simple, que nunca está de más?

—Eso ya llegará, sospecho.

—¿Venganza?

—Está presente en algún sitio, por descontado.

—¿Premeditación? ¿Ambivalencia? ¿Astucia animal? ¡Esfuércese! —dicho en broma, pero recibido en serio.

—Todo lo anterior. Sin duda.

—¿Y vergüenza? ¿Asco de sí mismo? ¿No hay nada de eso?

Cogido por sorpresa, Perry reflexiona, frunce el entrecejo, mira alrededor.

—Sí —admite, alargando la palabra interminablemente—. Sí. Vergüenza. La vergüenza del apóstata. Avergonzado del hecho mismo de tratar conmigo. Avergonzado de su traición. Por eso necesitaba jactarse tanto.

—Soy un clarividente de mil demonios —dice Héctor con satisfacción—. Pregúnteselo a cualquiera.

Perry no necesita hacerlo.

Perry describe los largos minutos de silencio, el rostro sudoroso de Dima en la penumbra y las muecas contradictorias, cómo se sirve otro vodka, se lo echa entre pecho y espalda, se enjuga la cara, sonríe, lanza una mirada colérica a Perry, como si cuestionase su presencia, alarga el brazo y lo agarra por la rodilla a fin de retener su atención mientras se explica, retira la mano y vuelve a olvidarse de él. Y cómo al final, en un tono del mayor recelo, plantea con un gruñido una pregunta que requiere una respuesta inequívoca antes de poder proseguir con el asunto que les atañe:

—¿Ha visto usted a mi Natasha?

Perry ha visto a su Natasha.

—¿Es guapa?

Perry puede asegurarle sin la menor sombra de duda que Natasha es, en efecto, muy guapa.

—Diez, doce libros por semana, y ella como si nada. Se los lee todos. Si consigue unos cuantos alumnos así, ya puede estar contento.

Perry responde que ciertamente estaría contento.

—Monta a caballo, hace ballet. Esquía de maravilla, como un puñetero pájaro. ¿Quiere saber una cosa? Su madre… acabó muerta. Yo quería a esa mujer. ¿Vale?

Perry expresa su pesar con un murmullo.

—Puede que en otro tiempo me tirara a muchas mujeres, demasiadas. Algunos hombres necesitan a muchas mujeres. Una buena mujer quiere ser la única. Si vas follando por ahí, se vuelven un poco locas. Es una lástima.

Perry coincide en que es una lástima.

—¡Dios bendito, Catedrático! —Se inclina hacia delante, hincando el dedo índice en la rodilla de Perry—. La madre de Natasha… quiero a esa mujer, la quiero tanto que casi reviento, ¿me oye? Con un amor que es como fuego en las entrañas. La polla, las pelotas, el corazón, el cerebro, el alma… todas las partes de tu cuerpo viven solo para ese amor. —Vuelve a restregarse la boca con el dorso de la mano, dice entre dientes «como su Gail, preciosa», toma un trago de vodka y continúa—: El cabrón de su marido la mató —cuenta en confianza—. ¿Y sabe por qué?

No, Perry no sabe por qué el cabrón del marido de la madre de Natasha mató a la madre de Natasha, pero espera averiguarlo, igual que espera averiguar si en realidad ha ido a parar a un manicomio.

—Natasha es mi hija. Cuando la madre de Natasha se lo dijo al marido, porque era incapaz de mentir, el cabrón la mató.

Puede que un día encuentre a ese cabrón. Pienso matarlo. No con una pistola, no. Con estas.

Levanta las manos, de una delicadeza inverosímil, para someterlas a la inspección de Perry. Este las admira debidamente.

—Mi Natasha irá a Eton, ¿vale? Dígaselo a sus espías. O no hay trato.

Por un breve momento, dentro de un mundo en violenta rotación, Perry se siente en tierra firme.

—No estoy del todo seguro de si Eton acepta ya a chicas —dice con cautela.

—Pagaré bien. Donaré una piscina. No hay problema.

—Aun así, no creo que cambien las normas por ella.

—¿Y dónde ha de estudiar, pues? —pregunta irreflexivamente, como si fuera Perry, y no la escuela, quien ponía pegas.

—Hay un centro que se llama Roedean. En principio es el equivalente a Eton para chicas.

—¿El número uno de Inglaterra?

—Eso dicen.

—¿Para hijas de intelectuales? ¿De lores? ¿La
Nomenklatura?

—Es una escuela para el más alto nivel de la sociedad británica, por así decirlo.

—¿Cuesta mucho dinero?

—Muchísimo.

Dima se conforma solo a medias.

—Vale —gruñe—. Cuando lleguemos a un acuerdo con sus espías. Condición número uno: colegio Roedean.

Héctor mira boquiabierto a Perry, luego a Luke, junto a él, y luego otra vez a Perry. Se desliza los dedos por entre la revuelta mata de pelo blanco con sincera incredulidad.

—Hay que joderse —musita—. ¿Y ya puestos por qué no una plaza en la Caballería Real para sus gemelos? ¿Y usted qué le dijo?

—Le prometí que haría lo que estuviese en mis manos —contestó Perry, decantándose hacia el bando de Dima—. Esa es la Inglaterra que él cree venerar. ¿Qué iba a decirle?

—Estuvo usted fenomenal —responde Héctor con entusiasmo. Y el pequeño Luke concuerda con él, siendo la palabra «fenomenal» parte del vocabulario de ambos.

—¿Se acuerda de Mumbai, Catedrático? ¿En noviembre del año pasado? ¿Aquellos paquistaníes chiflados, los que mataron a medio mundo? ¿Aquellos que recibían las órdenes por móvil? ¿Aquella puñetera cafetería que tirotearon? ¿Los judíos que mataron? ¿Los rehenes? ¿Los hoteles, las estaciones de tren? ¿Los niños, las madres, todos muertos? ¿Cómo coño hacen una cosa así, esos chiflados, los muy cabrones?

Perry no tiene respuesta.

—Si mis hijos se hacen un corte en un dedo, si sangran un poco, me entran ganas de vomitar —afirma Dima, indignado—. Yo he causado muertes de sobra en mi vida, ¿me oye? ¿Por qué hacen una cosa así, esos chiflados de mierda?

A Perry el descreído le gustaría decir «lo hacen por Dios», pero calla. Dima se arma de valor y por fin se lanza:

—Vale. Dígaselo una sola vez a sus puñeteros espías ingleses, Catedrático —lo insta en otro arranque de agresividad—. Octubre de 2008. Recuerde esa puta fecha. Me llama un amigo. ¿Vale? ¿Un amigo?

Vale. Otro amigo.

—Un paquistaní. De una red con la que trabajamos. El 30 de octubre, a altas horas de la noche, va y me llama. Estoy en Berna, Suiza, una ciudad de lo más tranquila, mucho banquero. Tamara está ahí, dormida a mi lado. Se despierta. Me da el puñetero teléfono: para ti. Es ese amigo tuyo. ¿Me sigue?

Perry lo sigue.

—«Dima», me dice. «Soy tu amigo, Khalil.» De eso nada.

En realidad se llama Mohamed. Khalil es un nombre especial suyo que usa para ciertos movimientos de dinero en los que yo participo… es igual, no viene al caso. «Me ha llegado un soplo de la bolsa, un asunto caliente. Muy grande. Muy caliente. Muy especial. Tenéis que recordar que fui yo quien os pasó el soplo. ¿Os acordaréis?» Vale, digo. Cómo no. Eso a las cuatro de la mañana, joder, y seguro que para una información de mierda sobre la Bolsa de Mumbai. Pero da lo mismo. Le digo: vale, Khalil, nos acordaremos de que fuiste tú. Tenemos buena memoria. Nadie te dejará colgado. ¿Cuál es ese soplo tan caliente?

»Y él me dice: "Dima, tienes que salir por piernas de la bolsa india o pincharás de pleno". "¿Qué?", digo. "Pero ¿qué dices, Khalil? ¿Estás mal de la cabeza? ¿Por qué vamos a pinchar en Mumbai? Tenemos negocios respetables a patadas en Mumbai. Inversiones normales y corrientes, más limpias que una puta patena, tardé cinco años en blanquearlas: servicios, té, madera, hoteles tan blancos y grandes que el Papa podría decir misa allí." Mi amigo no se atiene a razones. "Dima, escúchame, sal por piernas de Mumbai. A lo mejor dentro de un mes puedes asentar la posición otra vez y embolsarte unos cuantos millones. Pero ahora sal por piernas de esos hoteles."

Dima vuelve a pasarse un puño por la cara, apartándose el sudor a puñetazos. Susurra «Dios bendito» para sí y mira alrededor, como buscando ayuda en la minúscula caja donde se encuentran.

—¿Va a contárselo a sus
apparatchiks
ingleses, Catedrático?

Perry hará lo que pueda.

—La noche del 30 de octubre de 2008, después de despertarme ese capullo paquistaní, ya no duermo bien, ¿vale?

Vale.

—A la mañana siguiente, el 31 de octubre, llamo a mis puñeteros bancos suizos. «Salgamos por piernas de Mumbai.» Servicios, madera, té, tengo posiblemente el treinta por ciento. De los hoteles, el setenta. Al cabo de unas semanas, estoy en Roma. Me telefonea Tamara. «Enciende la puñetera tele.» ¿Y qué veo? A esos paquistaníes, esos chiflados de mierda, destrozando Mumbai a tiros, y cesan las operaciones en la bolsa india. Al otro día los hoteles indios han caído el dieciséis por ciento, a cuarenta rupias y bajando. En diciembre habían caído a treinta y uno. Khalil me llama. «Vale, amigo, ya puedes volver. Recuerda que fui yo quien te lo dijo.» Así que vuelvo por piernas. —El sudor baña su cara lampiña—. A finales de año, los hoteles indios están a cien rupias. Yo gano veinte millones limpios. Los judíos están muertos, los rehenes están muertos, y yo soy un puto genio. Cuénteselo a sus espías ingleses, Catedrático. Dios bendito.

El rostro sudoroso, una máscara de auto despreció. Las tablas podridas crujen a causa del viento. Después de todo lo que ha dicho, ya no hay vuelta atrás para Dima. Perry ha sido observado, puesto a prueba y declarado apto.

Lavándose las manos en el cuarto de baño primorosamente decorado de la planta baja, Perry se mira en el espejo y queda impresionado por la avidez de una cara que empieza a no reconocer. Se apresura a bajar otra vez por la escalera forrada de tupida moqueta.

—¿Otro traguito? —pregunta Héctor, señalando la bandeja de la bebida con un perezoso ademán—. Luke, muchacho, ¿y si nos preparas una cafetera?

Capítulo 7

En la calle, por encima del sótano, pasa una ambulancia a toda velocidad, y el ululato de la sirena parece un grito por el dolor del mundo entero.

En la ventosa torrecilla semihexagonal con vistas a la ensenada, Dima se remanga el brazo izquierdo de la camisa de raso. En el inconstante claro de luna al que ha dado paso el sol ya oculto, Perry distingue a una Virgen de pechos desnudos entre voluptuosos ángeles en posturas seductoras. El tatuaje desciende desde el descomunal hombro hasta la cadena de oro de su Rolex con piedras preciosas.

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