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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (6 page)

Bebemos un par de copas de Krug y, de común acuerdo, decidimos terminarnos el resto en la cama.

—¿Qué son los filetes de Kobe? —me pregunta Perry en algún momento durante una noche memorable.

—¿Alguna vez le has frotado la barriga a una chica? —pregunto.

—Ni se me pasaría por la cabeza —contesta Perry mientras hace precisamente eso.

—Vacas vírgenes —explico—. Criadas con sake y la mejor cerveza. A las reses de Kobe les masajean la barriga cada noche hasta que están listas para el tajo. Además, son propiedad intelectual de primera categoría —añado, lo que es también verdad, pero dudo que siga escuchándome—. Nuestro bufete los defendió en un pleito y ganó de calle.

Cuando me duermo, tengo un sueño profético en blanco y negro: estoy en Rusia y ocurren desgracias a niños pequeños en tiempo de guerra.

Capítulo 3

El cielo de Gail se oscurece, y también la habitación del sótano. Con el anochecer, la luz tenue de la lámpara suspendida del techo parece iluminar más lúgubremente la mesa, y las paredes de obra vista ahora son negras. Por encima de ellos, en la calle, el murmullo del tráfico llega amortiguado y a rachas. Lo mismo ocurre con los pasos de los pies desdibujados que desfilan por detrás de las ventanas de cristal mate. Ollie, el taxista corpulento y afable del pendiente, ya sin boina, ha entrado con cuatro tazas de té y una bandeja de galletas digestivas y ha vuelto a marcharse.

Si bien este es el mismo Ollie que los ha recogido en el taxi negro frente al piso de Gail unas horas antes esa tarde, ahora ya está claro que no es un verdadero taxista, pese a la placa con el número de licencia que exhibe en el amplio pecho. Ollie, según Luke, «nos lleva a todos por el camino recto», pero Gail no se lo traga. Una escocesa calvinista e intelectualoide no necesita orientación moral, y para un jockey amateur de club de campo, sin control sobre su propia mirada y al amparo de la armadura de encanto propia de su clase, ya es demasiado tarde.

Además, los ojos de Ollie, a juicio de Gail, esconden mucho más de lo que se requiere para una función menor como esa. La desconcierta el pendiente, ya sea un signo sexual o una simple payasada. La desconcierta asimismo su voz. Al oírla por el interfono en Primrose Hill, era puro cockney. Mientras conversaba con ellos a través de la mampara sobre el mal tiempo que estábamos teniendo para mayo —después de un abril magnífico, y a ver cómo se recuperan ahora las flores del diluvio de anoche—, Gail detectó un dejo extranjero, y su sintaxis empezó a resquebrajarse. ¿Cuál era, pues, su lengua materna? ¿El griego, el turco, el hebreo? ¿O es la voz, como ese único pendiente, pura pantomima sin otro fin que embaucar a un par de aficionados como nosotros?

Lamenta haber firmado la dichosa declaración. Lamenta que Perry la haya firmado. Perry, al firmar ese impreso, no estaba «firmando»; estaba uniéndose a la causa.

El viernes era el último día de vacaciones de la pareja india en luna de miel, dice Perry. Por tanto, han acordado jugar al mejor de cinco sets en lugar de los habituales tres, y en consecuencia se pierden otra vez el desayuno.

—Nos conformamos, pues, con un baño en el mar, y quizá un
brunch
si apretaba el hambre. Elegimos el extremo más concurrido de la playa. No era la zona a la que solíamos ir, pero teníamos el ojo puesto en el Shipwreck Bar.

El tono de eficiencia, identifica Gail. Perry el profesor de lengua. Datos y frases cortas. Nada de conceptos abstractos. Dejemos que la historia se cuente por sí sola. Eligieron una sombrilla, continúa él. Extendieron sus cosas. Iban camino del agua cuando en el área de estacionamiento prohibido se detuvo un monovolumen con las lunas tintadas. Salieron primero el guardaespaldas con cara de niño y luego el hombre de la boina escocesa que habían visto en el partido de tenis, ahora con pantalón corto y chaleco de gamuza amarillo, pero con la boina todavía bien calada. A continuación apareció Elspeth, la mujer de Ambrose, y la siguieron un cocodrilo de goma hinchable con las fauces abiertas y Katia, dice Perry, alardeando de su legendaria retentiva. Y detrás de Katia asomó una enorme pelota playera roja con una cara sonriente y asas, que resultó ser propiedad de Irina, vestida también para la playa.

Y finalmente salió Natasha, añade él, momento en que Gail decide intervenir: «Natasha es asunto mío, no tuyo».

—Pero solo después de una pausa teatral, y justo cuando creíamos que ya no quedaba nadie en el monovolumen —matiza—. Vestida para matar, con un sombrero de estilo hakka, como una pantalla de lámpara, un
cheongsam
abotonado con muletillas y sandalias griegas atadas a los tobillos con correas cruzadas, acarreando su mamotreto encuadernado en piel. Después de avanzar por la arena con mucha delicadeza para que todos la vean, se acomoda lánguidamente bajo la última sombrilla de la hilera, la más alejada, e inicia esa lectura suya tan seria. ¿No es así, Perry?

—Si tú lo dices —contesta Perry, incómodo, y se echa atrás bruscamente en la silla como para distanciarse de ella.

—Lo digo, sí. Pero lo más misterioso, lo escalofriante de verdad —prosigue con estridencia ahora que Natasha no está ya en el punto de mira—, fue que todos los miembros del grupo, grandes y pequeños, sabían adonde ir y qué hacer exactamente en cuanto llegaron a la playa.

El guardaespaldas con cara de niño fue derecho al Shipwreck Bar y pidió una lata de cerveza de raíces, que consiguió alargar durante dos horas, dice ella, conservando la iniciativa. El hombre de la boina escocesa, pese a su mole —un «primo», según Mark, uno de los muchos «primos» de Perm, en Rusia, el pueblo, que no tenía nada que ver con la permanente—, subió por la precaria escalerilla del puesto de vigilancia de un socorrista, sacó un flotador, lo infló y se sentó encima, cabe suponer que por un problema de almorranas. Las dos niñas, seguidas de lejos por la amplia Elspeth con su voluminosa cesta, descendieron con su cocodrilo y su pelota playera por la pendiente de arena hacia donde habían plantado el campamento Perry y Gail.

—También caminando —precisa Gail con mucho énfasis en atención a Yvonne—, sin brincos ni saltos ni gritos. Caminando, y tan calladas y alertas como en la pista de tenis. Irina, con el pulgar en la boca y cara de pocos amigos; Katia, con una voz tan cordial como la de un reloj parlante: «¿Quiere venir a nadar con nosotras, señorita Gail?». Y yo, quizá para distender un poco el ambiente, contesté: «Señorita Katia, será un honor para el señor Perry y para mí nadar con vosotras». Y fuimos a nadar. ¿Eh que sí? —esto a Perry, quien, después de responder con un gesto de asentimiento, insistió en colocar de nuevo las manos sobre las de ella, tal vez para darle apoyo o tal vez para tranquilizarla, Gail no acababa de saberlo, pero en cualquier caso el resultado fue el mismo: se vio obligada a cerrar los ojos y esperar varios segundos hasta sentirse en condiciones de continuar, cosa que hizo con otra ráfaga—. Era todo un montaje. Nosotros sabíamos que era un montaje. Las niñas sabían que era un montaje. Pero si había dos criaturas que necesitaban chapotear con un cocodrilo y una pelota playera, eran aquellas, ¿eh que sí, Perry?

—Sin duda —contesta Perry con convicción.

—Así que Irina me agarró de la mano y me llevó al agua casi por la fuerza. Katia y Perry nos siguieron con el cocodrilo. Y yo pensaba: ¿dónde demonios están sus padres y por qué hacemos esto nosotros en lugar de ellos? No se lo pregunté a Katia a las claras. Presentía, supongo, que era una pregunta indiscreta. Una situación de divorcio o algo por el estilo. Así que le pregunté quién era aquel caballero tan amable de la boina, el que estaba sentado en lo alto de la escalinata. El tío Vania, dice Katia. Ah, muy bien, digo, ¿y quién es el tío Vania? Respuesta: pues un tío. ¿De Perm? Sí, de Perm. Sin más explicaciones. Igual que la otra vez: ya no vamos al colegio en Roma. ¿Me he apuntado ya algún tanto en contra, Perry?

—En absoluto.

—Entonces continúo.

Durante un rato, el sol y el mar cumplen su cometido. Gail prosigue.

—Las niñas chapotean y saltan, y es para morirse de risa cuando Perry, haciendo de poderoso Poseidón, surge de las profundidades con sus ruidos de monstruo marino… no, en serio, fue así, Perry, estuviste maravilloso, admítelo.

Extenuados, vuelven todos tambaleantes a la arena, y Elspeth seca, viste y aplica crema solar a las niñas.

—Pero en cuestión de segundos, literalmente, vuelven y se ponen en cuclillas al borde de mi toalla. Y basta con mirarlas a la cara para saber que las sombras de tristeza siguen presentes, solo que por un rato han quedado escondidas. Bien, pienso, un refrigerio: helados y refrescos. Perry, eso es trabajo de hombres, le digo, cumple con tu obligación. ¿Eh que sí, Perry?

¿Un refrigerio?, repite Gail para sí. ¿Por qué hablo otra vez como mi deplorable madre? Porque soy otra actriz fracasada con una voz poderosa que sube de volumen cuanto más hablo.

—Sí —asiente Perry con retraso.

—Y allá va él, raudo y veloz, a buscarlos, ¿no? Cucuruchos de helado de caramelo con nueces para todos, zumo de piña para las pequeñas. Pero cuando Perry va a firmar la cuenta, el camarero le dice que ya está todo pagado. ¿Por quién? —Gail se acelera exhibiendo la misma falsa alegría—. ¡Por Vania! Por el tío gordo, siempre tan atento, con su boina escocesa, encaramado en la cofa. Pero Perry, siendo quien es, no podía aceptar una cosa así, ¿eh, Perry?

Incómodo, mueve su alargada cabeza en un gesto de negación para dar a entender que está en la pared del precipicio y no oye nada, pero ha captado el mensaje.

—Ciertas formas de gorroneo le generan un malestar patológico, ¿verdad que sí? Y aquí se trata de una persona que ni siquiera conoces. Así que Perry va y sube por la escalerilla para decirle al tío Vania que muy amable por su parte y demás, pero él prefiere pagar lo suyo.

Calla. Se apaga. Sin la desesperada ligereza de Gail, Perry toma el relevo y reanuda la historia:

—Subí por la escalerilla hasta donde estaba sentado Vania en su flotador. Me agaché bajo la sombrilla para darle mi opinión y, sin querer, puse la mirada en la culata de una pistola negra enorme que asomaba de debajo de su tripa. Se había desabrochado el chaleco de gamuza por el calor, y allí estaba, a plena vista. Yo no entiendo de armas, gracias a Dios. Ni quiero. Ustedes sí entienden, eso no lo dudo. Esta era de tamaño familiar —explica, pesaroso, y se produce un elocuente silencio mientras lanza una mirada lastimera a Gail, quien, indiferente a sus esfuerzos, no se la devuelve.

—¿Y no se le ocurrió comentar nada al respecto, Perry? —apunta el pequeño y hábil Luke, quien siempre sale a cubrir la brecha—. Respecto al arma, quiero decir.

—Pues no. Supuse que él no se había dado cuenta de que yo la había visto, y decidí que lo más sensato por mi parte, desde un punto de vista táctico, era no haber visto nada. Le di las gracias por el helado y volví a bajar hasta donde estaba Gail, charlando con las niñas.

Luke reflexiona sobre esto con especial intensidad. Da la impresión de que algo le reconcome. ¿Era acaso la espinosa cuestión del protocolo entre espías el motivo de su inquietud?, se pregunta Gail con sorna. ¿Qué hace uno si ve asomar una pistola por debajo del chaleco de un hombre y no lo conoce muy bien? ¿Le dice que se le ve, o sencillamente se hace el sueco? Como cuando alguien a quien uno no conoce muy bien tiene la bragueta abierta.

Yvonne, la intelectualoide escocesa, decide salir en ayuda de Luke ante este dilema.

—¿En inglés, Perry? —pregunta con severidad—. Le dio usted las gracias en inglés, imagino. ¿Contestó también él en inglés?

—No contestó en ningún idioma. Pero sí me fijé en que llevaba un botón negro de luto prendido en el chaleco, algo que no veía desde hacía mucho tiempo. Y que usted ni siquiera sabía que existía, ¿verdad? —preguntó él con tono acusador.

Atónita ante la agresividad de Perry, Gail cabecea. Es verdad, Perry. Me declaro culpable. No sabía qué eran los botones de luto y ahora ya lo sé, así que puedes seguir con la historia, ¿eh?

—¿Y no se le ocurrió, por ejemplo, poner sobre aviso al hotel, Perry? —porfía Luke—. «Hay un ruso con una pistola de tamaño familiar sentado en el puesto del socorrista.»

—Uno considera diversas opciones, Luke, y esa fue sin duda una de ellas —contesta Perry, que no ha agotado aún del todo su arranque de agresividad—. Pero ¿qué demonios iba a hacer el hotel? Saltaba a la vista que Dima era el dueño del establecimiento o al menos lo tenía en el bolsillo. Además, debíamos pensar en las niñas: ¿estaba bien armar revuelo delante de todo el mundo? Decidimos que no.

—¿Y a las autoridades policiales de la isla? ¿Eso se lo planteó? —otra vez Luke.

—Nos quedaban cuatro días. No queríamos perderlos en declaraciones melodramáticas a la policía sobre asuntos en los que seguramente estaban ya metidos hasta el cuello.

—¿Eso fue una decisión conjunta?

—Fue una decisión ejecutiva. Mía. No iba a ir a Gail y decirle: «Vania lleva una pistola debajo del cinturón, ¿crees que deberíamos avisar a la policía?». Y menos delante de las niñas. En cuanto nos quedamos solos y puse en orden las ideas, le conté lo que había visto. Hablamos del tema racionalmente, y esa fue la decisión a la que llegamos: no actuaríamos.

Asaltada por un involuntario y súbito impulso de apoyo afectivo, Gail lo respalda con su experta opinión jurídica:

—Podía ser que Vania tuviera un permiso local perfectamente válido para llevar el arma. ¿Qué iba a saber Perry? Podía ser que ni siquiera necesitara permiso. Podía ser incluso que le hubiese dado el arma la propia policía. No estábamos lo que se dice muy al corriente sobre la normativa para el uso de armas en Antigua, ¿eh que no, Perry? Ni tú ni yo.

Medio espera que Yvonne plantee una argumentación jurídica opuesta, pero está muy ocupada consultando en su carpeta beige la copia del conflictivo documento.

—¿Sería mucha molestia si les pido a los dos una descripción de ese tío Vania? —pregunta con voz despojada de toda agresividad.

—Picado de viruela —se apresura a contestar Gail, de nuevo pasmada por haber registrado todo eso en su memoria—. Cincuentón. Mejillas como de piedra pómez. Barriga de bebedor. —Creía haberlo visto beber furtivamente de una petaca en la pista de tenis, pero no podía asegurarlo.

—Anillos en todos los dedos de la mano derecha —añade Perry cuando le llega el turno—. Vistos conjuntamente, unas nudilleras. Pelo negro, de espantapájaros, asomando por detrás de la boina escocesa, pero sospecho que era calvo, y por eso llevaba la boina. Grasa por todas partes.

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