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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (7 page)

Y sí, Yvonne, ese es él, coinciden con un susurro, acercando las cabezas hasta rozarse. Entre ellos saltan chispas de electricidad mientras contemplan la fotografía de veinte por quince centímetros que Yvonne ha colocado bajo sus narices. Sí, ese es Vania, de Perm, el segundo por la izquierda del grupo de cuatro hombres blancos, obesos y alegres, sentados en un club nocturno entre busconas y serpentinas y botellas de champán la Nochevieja de 2009, a saber dónde.

Gail necesita ir al baño. Yvonne la acompaña por la estrecha escalera del sótano hasta la planta baja misteriosamente postinera. Ollie, el afable taxista, ahora sin boina, se halla repantigado en el sillón de orejas, absorto en la lectura de un periódico. No es un diario corriente: está impreso en cirílico. Gail cree descifrar las palabras
Novaya Gazeta,
pero no tiene la total certeza, y no quiere hacerle el favor de preguntárselo. Yvonne espera mientras Gail orina. El lavabo es elegante, con toallas de baño bonitas, jabón perfumado y grabados de caza de Jorrocks sobre un papel pintado caro. Regresan al sótano. Perry continúa encorvado sobre sus manos, pero ahora con las palmas hacia arriba, de manera que parece leer la buenaventura por partida doble.

—Bien, Gail —dice el pequeño Luke, animoso, como si acabara de iniciarse un nuevo capítulo—. Ahora lleva usted la voz cantante.

¿Cantante, Luke? Más que cantar, voy a clamar al cielo, a desahogarme de todo aquello que lleva acumulándose dentro de mí desde hace ya un rato, como quizá hayas notado mientras me recorrías con la mirada algo más a menudo de lo que se considera estrictamente necesario en el
Manual de protocolo entre géneros
de los espías.

—No tenía ni idea, la verdad —empieza Gail, hablando al frente pero decantándose más hacia Yvonne que hacia Luke—. Metí la pata, así de claro. Debería haberlo visto venir. Y no lo vi.

—No tienes nada que reprocharte —ataja Perry con vehemencia desde su lado—. Nadie te lo dijo, nadie te hizo la menor advertencia. Si hay culpables, son Dima y su gente.

Gail no acepta el consuelo. Es una profesional de la abogacía en una bodega con las paredes de ladrillo, ya entrada la noche, arguyendo en contra del acusado, y el acusado es ella. Está tendida boca abajo en una playa de Antigua, a la sombra de un parasol, a media tarde, con el tirante del sujetador desatado y dos niñas en cuclillas junto a ella, y Perry tumbado al otro lado con su pantalón corto de colegial y unas gafas de la Seguridad Social de su difunto padre que ha aprovechado para hacerse unas gafas de sol con sus propias lentes graduadas.

Las niñas se han comido sus helados gratis y bebido sus zumos gratis. El tío Vania de Perm está en lo alto de su escalerilla, con una pistola de tamaño familiar al cinto, y Natasha —cuyo nombre es un reto para Gail cada vez que se enfrenta a él; tiene que prepararse y superarlo de un salto limpio, como en las clases de equitación del colegio—… y Natasha yace en el otro extremo de la playa en magnífico aislamiento. Entretanto, Elspeth se ha retirado a distancia prudencial. Tal vez sepa qué está a punto de ocurrir. Con la visión retrospectiva a la que no se le permite recurrir, Gail así lo cree.

Las sombras han reaparecido en los semblantes de las niñas, observa. La abogada que hay en ella teme que acaso las pequeñas compartan un secreto horrendo. Con las cosas que tiene que oír en el juzgado casi todos los días de la semana, eso es lo que la inquieta, eso es lo que aviva su curiosidad: niñas que no parlotean ni se portan mal. Niñas que no se dan cuenta de que son víctimas. Niñas que son incapaces de mirar a los ojos. Niñas que se sienten culpables del daño que les infligen los adultos.

—Yo me gano la vida haciendo preguntas —afirma. Ahora se dirige a Yvonne. Luke es una forma borrosa y Perry queda fuera del encuadre, relegado aposta—. He trabajado en los juzgados de familia, he llevado a niños al estrado como testigos. Lo que hacemos en nuestro trabajo lo hacemos también fuera de nuestro trabajo. No nos desdoblamos. Somos una única persona.

En un gesto destinado a atenuar la tensión de Gail más que la suya propia, Perry echa el cuerpo adelante y estira sus largos brazos como un nadador, pero Gail no está menos tensa cuando se obliga a seguir.

—Así las cosas, lo primero que dije a las niñas fue: contadme algo más sobre el tío Vania. Se habían mostrado tan enigmáticas respecto a él que pensé que a lo mejor era un mal tío. «El tío Vania toca la balalaica con nosotras, lo queremos mucho, y es muy gracioso cuando se emborracha.» Esto en palabras de Irina, decidida a ser más comunicativa que su hermana mayor. Pero yo me digo: un tío borracho que les toca música… ¿y qué más les toca?

—Y siguen hablando en inglés, cabe suponer —pregunta Yvonne en su búsqueda de todos los detalles, hasta los más nimios. Pero ahora con delicadeza, de mujer a mujer—. ¿No hemos pasado a un francés básico ni nada por el estilo?

—El inglés era prácticamente su lengua materna, un inglés americano de colegio internacional con un ligero acento italiano. Y entonces pregunté si Vania era un tío de verdad o solo honorario. Respuesta: Vania es el hermano de nuestra madre y antes estaba casado con la tía Raísa, que ahora vive en Sochi con otro marido que no le cae bien a nadie. Acto seguido pasamos a hacer el árbol genealógico, cosa que a mí me interesa mucho. Tamara es la mujer de Dima, y es muy estricta, y reza mucho porque es una santa, y es buena por quedarse con nosotras. ¿Buena? ¿Cómo que «quedarse con nosotras»? Y entonces digo… ahora en plan abogada astuta, con preguntas tangenciales, no a las claras… ¿Dima es bueno con Tamara? ¿Dima es bueno con sus hijos? En el fondo me interesa saber: ¿Dima es un poco demasiado bueno con vosotras? Y Katia dice: sí, Dima es bueno con Tamara porque es su marido y la hermana de Tamara ha muerto, y Dima es bueno con Natasha porque es su padre y su madre ha muerto, y con sus hijos porque es su padre. Cosa que abre la puerta a la pregunta que en realidad quiero hacer, y se la planteo a Katia porque es la mayor: ¿y quién es vuestro padre, Katia? Y Katia contesta: ha muerto. E Irina añade: y nuestra madre también. Están los dos muertos. Yo pongo cara como diciendo «¡Vaya por Dios!», y al ver que ellas se quedan mirándome, añado que lo siento mucho. ¿Cuánto hace que murieron? Ni siquiera sabía aún si creerlas. Una parte de mí conservaba la esperanza de que aquello fuese una de esas bromas pesadas propias de los niños. Para entonces es Irina quien habla. Katia ha entrado en una especie de trance; también yo, pero eso no viene al caso. Murieron el miércoles, dice Irina. Con mucho énfasis en el día. Como si la culpa la tuviera el día. Fue el «miércoles» cuando murieron, a saber qué miércoles. Así que digo… y la cosa va de mal en peor… ¿te refieres al miércoles pasado? Y la respuesta de Irina es: sí, el miércoles de la semana pasada, el 29 de abril. Con mucha precisión, asegurándose de que entiendo bien. O sea, el miércoles de la semana anterior, y algo sobre un accidente de coche, y yo me quedo allí sentada, mirándolas boquiabierta, e Irina me coge la mano y me da unas palmadas y Katia apoya la cabeza en mi regazo, y Perry, de quien me he olvidado por completo, me rodea con el brazo, y yo soy la única que llora.

Gail se muerde el nudillo del dedo índice, que es otro de sus recursos en el juzgado para protegerse de emociones poco profesionales.

—Al hablar luego con Perry en el bungalow, todo encajaba poco más o menos —explica Gail, levantando la voz para adoptar un tono aún más remoto, pero manteniendo a Perry fuera de su campo visual, y a la vez intentando presentar como algo natural que las dos niñas disfrutasen de una feliz estancia junto al mar un par de días después de morir sus padres en un accidente de coche, como así sucede con los niños pequeños, pero quizá los espías no tienen niños, claro—. Sus padres murieron el miércoles. El partido de tenis tuvo lugar el miércoles siguiente. Por tanto, la familia llevaba una semana de duelo, y Dima había decidido que ya era hora de sacarlos a tomar un poco de aire fresco: así que arriba esos ánimos y a ver quién se apunta a un partido de tenis. Si eran judíos, y por lo que nosotros sabíamos bien podían serlo, o al menos algunos de ellos, o tal vez los padres muertos, quizá observaban el
shivah
y en principio ese miércoles debían volver a la vida. Eso no cuadraba mucho con el devoto cristianismo y el crucifijo de Tamara, pero allí no era una cuestión de coherencia religiosa lo que se planteaba, no con aquella gente, y en general a Tamara la tenían por rara.

Otra vez Yvonne, respetuosa pero firme:

—Lamento insistir, Gail, pero Katia dijo que fue un accidente de coche. Veamos, ¿solo contó eso? ¿O también dijo, por ejemplo, dónde se produjo el accidente?

—En algún sitio de las afueras de Moscú. Sin precisar. Según ella, la culpa fue de las carreteras. En las carreteras había muchos baches. Todo el mundo conducía por el medio para esquivar los baches, y lógicamente los coches chocaban.

—¿Se mencionó una posible hospitalización? ¿O el papá y la mamá murieron en el acto? ¿Cómo fue?

—Muertos en el impacto. «Un camión enorme vino a toda velocidad por el medio de la carretera y los mató bien muertos», palabras de Katia.

—¿Alguna otra víctima, aparte de los padres?

—No estuve muy acertada en las preguntas de seguimiento, lamento decir —sintiendo que empezaba a flaquear.

—Pero ¿había un chófer, por decir algo? Si el chófer también resultó muerto, sin duda formaría parte de la historia, ¿no?

Yvonne no ha contado con Perry.

—Ni Katia ni Irina hicieron referencia a un chófer, ni vivo ni muerto, ni directa ni indirectamente, Yvonne —dice él con el lento tono de rectificación que reserva a los alumnos holgazanes y los guardaespaldas rapiñeros—. No se habló de otras víctimas, ni de hospitales, ni de qué coche en concreto llevaba nadie. —El volumen de su voz va en aumento—. Ni de si tenían seguro a terceros o…

—Basta —ataja Luke.

Gail había vuelto a subir a la planta baja, esta vez sin escolta. Perry se quedó donde estaba, la cabeza enjaulada tras los dedos de una mano mientras tamborileaba impaciente en la mesa con los de la otra. Gail regresó y se sentó. Perry no pareció darse cuenta.

—¿Y bien, Perry? —dijo Luke, imperioso y profesional.

—Y bien ¿qué?

—El criquet.

—Fue al día siguiente.

—Eso ya lo sabemos. Consta en su documento.

—¿Y por qué no lo leemos, pues?

—Creía que eso ya estaba claro, ¿no?

Muy bien, fue al día siguiente, a la misma hora, en la misma playa, en una zona distinta, confirmó Perry de mala gana. El mismo monovolumen de cristales tintados se detuvo en el área de estacionamiento prohibido, y de él salieron no solo Elspeth, las dos niñas y Natasha, sino también los chicos.

No obstante, al oír la palabra «criquet», Perry había empezado a animarse.

—Parecían dos potros adolescentes que, después de un largo encierro en el establo, por fin pueden galopar —dijo con repentina satisfacción, asaltado por el recuerdo.

Para la visita a la playa de ese día, Gail y él habían elegido el lugar más alejado posible de la casa conocida como Las Tres Chimeneas, explicó. No es que se escondieran de Dima y compañía, pero habían pasado mala noche, tras cometer el elemental error de beberse el ron de cortesía en el hotel, y se habían levantado tarde con un tremendo dolor de cabeza.

—Y además era imposible escapar de ellos, claro —interviene Gail, decidiendo que vuelve a ser su turno—. En esa playa. ¿Verdad, Perry? En toda la isla, si a eso vamos. ¿A qué venía tanto interés en nosotros por parte de los Dima? Es más, ¿quiénes eran? ¿Qué querían? ¿Y por qué nosotros? A cada esquina que doblábamos, allí estaban. Esa sensación empezábamos a tener. En el bungalow, los teníamos justo enfrente, al otro lado de la ensenada, y desde allí nos observaban. O eso imaginábamos nosotros, que era igual de malo. Y en la playa no necesitaban siquiera prismáticos. Les bastaba con asomarse por encima de la tapia del jardín y mirar. Cosa que sin duda ocurría con frecuencia, porque hacía unos minutos que habíamos plantado el campamento cuando apareció el monovolumen de cristales tintados.

El mismo guardaespaldas con cara de niño, dijo Perry, tomando él de nuevo el hilo del relato. Esta vez no en el bar, sino a la sombra de un árbol en una elevación del terreno. El tío Vania de Perm, con su boina escocesa y su revólver de tamaño familiar, no estaba a la vista, pero sí los acompañaba el sustituto de este, un individuo alto y flaco como una espingarda, que debía de ser un obseso del
fitness
, porque en lugar de encaramarse al puesto del socorrista trotaba playa arriba, playa abajo, cronometrándose y deteniéndose en cada extremo para hacer un poco de tai chi.

—Un individuo con el pelo cardado —explicó Perry, y su sonrisa se ensanchó hasta alcanzar toda su amplitud—. Cinético. Bueno, más bien, frenético. Era incapaz de quedarse quieto más de cinco segundos. Y decir delgado es quedarse corto. Era esquelético. Pensamos que era una nueva incorporación al séquito de la familia, concluyendo que existía una gran rotación de primos de Perm entre los Dima.

—Y Perry echó una ojeada a los niños, ¿verdad? —dijo Gail—. Sobre todo a los dos chicos, y pensaste: «Dios mío, ¿qué vamos a hacer con esta gente?». Entonces se te ocurrió la única idea brillante de todas las vacaciones: el criquet. Bueno, no tan brillante para quien conozca a Perry. Solo hay que darle una pelota mordisqueada por un perro y unos cuantos maderos arrastrados a la playa por el mar, y para él ya no hay nada en el mundo aparte del criquet, ¿eh que no?

—Nos tomamos el juego muy en serio, como debe ser —admitió Perry con un ceño poco convincente detrás de la sonrisa—. Montamos un
wicket
con trozos de madera y pusimos ramas encima a modo de travesaños. Los del club marítimo nos consiguieron un bate y algo parecido a una pelota. Reunimos a un puñado de rastas y viejos británicos para ocupar las posiciones de juego exteriores, y de pronto éramos seis por bando, Rusia contra el resto del mundo, todo un acontecimiento deportivo. Mandé a los chicos a persuadir a Natasha para que viniera a hacer de guardameta, pero al volver dijeron que estaba leyendo a un tal Turguéniev, del que aparentaron no haber oído hablar nunca. Nuestra siguiente tarea fue impartir las sagradas Leyes del Criquet a… —la sonrisa ahora de oreja a oreja—, bueno, a una gente que no atendía a leyes. No me refiero a los viejos británicos y los rastas, claro está. Esos eran jugadores de criquet natos. Los jóvenes Dima, en cambio, eran internacionales. Habían jugado un poco al béisbol, pero se ofendían si les decías que aquello consistía en lanzar la pelota, no en dar pedradas. Las niñas necesitaron un poco de supervisión, pero en cuanto conseguimos que los viejos británicos batearan, pudimos situarlas como corredoras. Si las niñas se aburrían, Gail se las llevaba a tomar algo y nadar. ¿No?

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