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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (8 page)

—Decidimos que lo más importante era mantenerlos en movimiento —explicó Gail, compartiendo resueltamente el buen ánimo de Perry—. No dejarles demasiado tiempo para cavilaciones. Los chicos iban a pasárselo en grande hiciéramos lo que hiciéramos. Y en cuanto a las niñas… en fin, por lo que a mí se refería, bastaba con arrancarles una sonrisa para… quiero decir… Dios mío… —y dejó el resto en el aire.

Al ver a Gail en apuros, Perry intervino en el acto.

—En criquet, cuesta mucho lanzar en condiciones desde esa arena tan blanda —explicó a Luke mientras ella recobraba la compostura—. Imagíneselo: los lanzadores se quedan clavados, los bateadores giran como peonzas.

—Me lo imagino —asintió Luke de todo corazón, presto a acomodarse al tono de Perry e igualarlo.

—Tampoco es que importara mucho. Todos se lo pasaron bomba y el equipo ganador recibió helados de premio. Lo declaramos empate, así que los dos equipos tuvieron sus helados —dijo Perry.

—Pagados por el nuevo tío en funciones, ¿supongo? —comentó Luke.

—Yo había puesto fin a eso —contestó Perry—. Los helados corrieron de nuestra cuenta sin discusión.

En cuanto Gail se serenó, Luke adoptó un tono más serio.

—¿Y fue mientras los dos equipos ganaban… ya muy avanzado el partido, de hecho… cuando vieron ustedes el interior del monovolumen aparcado? ¿Lo he entendido bien?

—Estábamos ya pensando en levantar la sesión, sí —admitió Perry—, y de pronto se abrió la puerta y allí estaban. Quizá les apetecía respirar un poco de aire fresco. O vernos mejor. Quién sabe. Fue como una visita de la realeza. De incógnito.

—¿Cuánto tiempo llevaba abierta la puerta?

Perry en guardia, amparándose en su acreditada memoria. Perry el testigo perfecto, que nunca se fía de sí mismo, nunca se precipita al contestar, siempre actúa de manera responsable. Ese era otro Perry al que Gail adoraba.

—Pues la verdad es que no lo sé, Luke. No podría decírselo exactamente. No podríamos. —Mirando de soslayo a Gail, que cabeceó para corroborar que ella tampoco podía—. Miré; Gail me vio mirar, ¿verdad? Y ella también miró. Los dos los vimos. A Dima y Tamara, uno al lado del otro, muy erguidos, lo oscuro y lo claro, la flaca y el gordo, observándonos desde el asiento trasero del monovolumen. Y de pronto, zas, cierran la puerta.

—Observándolos atentamente, digamos, sin sonreírles —comentó Luke con despreocupación mientras tomaba nota.

—Él tenía algo de… en fin, ya se lo he dicho… algo de regio. Sí. Él y ella, los dos. Los Dima de la realeza. Si uno de ellos hubiese alargado el brazo y tirado de una borla de seda para que el cochero se pusiera en marcha, no me habría sorprendido en absoluto. —Se recreó en esta idea y dio el visto bueno con un gesto de asentimiento—. En una isla, la gente importante parece más importante. Y los Dima eran… en fin, gente importante. Todavía lo son.

Yvonne tenía una fotografía más que someter a su consideración, esta vez una foto de archivo policial en blanco y negro: de cara y de perfil, dos ojos morados, un ojo morado. Y la boca hinchada y maltrecha de alguien que acaba de hacer una declaración voluntaria. Al verla, Gail arruga la nariz en actitud de desaprobación. Mira a Perry y coinciden: no lo conocemos. Pero Yvonne, la escocesa, no se da por vencida: —Si le pongo una peluca un poco rizada… imagínenlo por un momento… y le limpio un poquito la cara, ¿no creen que tal vez este sea el obseso del
fitness,
que salió de una cárcel italiana el pasado mes de diciembre?

Piensan que sí podría ser. Acercándose el uno al otro, al final no les cabe la menor duda.

Esa misma noche, en el restaurante Captain's Deck, recibieron la invitación de manos del venerable Ambrose mientras servía el vino para que lo catara Perry. Perry, el hijo de puritanos, no imita voces. Gail, la hija de actores, las imita todas. Se asigna el papel del venerable Ambrose:

—«Y mañana por la noche, joven pareja, tendré que renunciar al placer de servirles. ¿Y saben por qué? Porque se les ha concedido el honor, joven pareja, de asistir como invitados sorpresa del señor Dima y señora a la celebración del decimocuarto cumpleaños de sus hijos gemelos, a quienes, según he oído, han dado a conocer ustedes personalmente el noble arte del criquet. Y mi Elspeth ha preparado la tarta de nueces más grande y mejor que han visto en su vida. Si fuese más grande… caray, señorita Gail, esos chicos, por lo que he oído, la harían salir a usted de dentro, de tanto como la adoran.»

Con un floreo final, Ambrose les entregó un sobre donde se leía: «Señor Perry y señorita Gail». Contenía dos tarjetas de visita de Dima, blancas, de papel de barba, como las invitaciones de boda, con nombre y apellidos: «Dimitri Vladimiróvich Krasnov, director europeo, Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre». Y debajo, la dirección de la página web de la compañía y una dirección de Berna presentada como «residencia y sede».

Capítulo 4

Si alguno de los dos se planteó rehusar la invitación de Dima, no se lo confesó al otro.

—Lo hicimos por los chicos —dijo Gail—. Los gemelos, dos adolescentes grandullones, celebraban su cumpleaños: genial. Así nos vendieron la invitación, y nosotros nos tragamos el anzuelo. Pero para mí contaban más las dos niñas. —Felicitándose de nuevo en sus adentros por no mencionar a Natasha—. Mientras que para Perry… —Le lanzó una mirada de incertidumbre.

—Para Perry ¿qué? —preguntó Luke al ver que él no respondía.

Gail echaba ya marcha atrás, para proteger a su hombre.

—Todo aquello lo fascinaba. ¿Verdad, Perry? Dima, quien era, la fuerza vital, el hombre forjado. Esa banda de forajidos rusos. El peligro. La simple y pura diferencia. Perry empezaba a… en fin… a comulgar. ¿Es injusto lo que digo?

—A mí me suena un poco a psicología de salón —dijo Perry con aspereza, replegándose.

El pequeño Luke, siempre conciliador, intervino de inmediato.

—En esencia, pues, fue una combinación de motivos, tanto para el uno como para el otro —sugirió, todo un experto en combinaciones de motivos—. ¿Y qué hay de malo en eso? Nos encontramos ante una situación donde se mezclan muchas cosas. La pistola de Vania. Dinero ruso en canastas de lavandería. Dos niñas huérfanas que los necesitaban a ustedes con desesperación, y quizá los adultos también los necesitaban, a juzgar por lo poco que sabían de ellos. Y para colmo, el cumpleaños de los gemelos. O sea, ¿cómo iban a resistirse, siendo ustedes dos personas decentes?

—En una isla —recordó Gail en voz baja.

—Exacto. Y encima, me atrevería a decir, picados por el gusanillo de la curiosidad. ¿Y quién no iba a estarlo? En fin, la combinación resulta ciertamente embriagadora. Yo habría sucumbido, eso por descontado.

A Gail no le cupo duda. Tenía la sospecha de que el pequeño Luke, a lo largo de la vida, había sucumbido a casi todo, y precisamente como consecuencia de ello estaba un poco preocupado por sí mismo.

—Y Dima —insistió ella—. Para ti, Perry, Dima era el principal gancho, reconócelo. Lo dijiste ya entonces. Para mí, eran las niñas, pero para ti, a la hora de la verdad, fue Dima. Hablamos de ello hace unos días, ¿te acuerdas?

Quiso decir: «mientras redactabas tu dichoso documento y yo era una esclava cristiana».

Perry reflexionó por un momento, como quizá habría reflexionado sobre cualquier premisa académica; luego, con una sonrisa de deportividad, admitió el rigor del razonamiento.

—Es verdad. Me sentí escogido. Ascendido por encima de mis méritos, digamos. La verdad es que ya no sé qué sentí. Quizá tampoco entonces lo supe.

—Pero Dima sí lo sabía: usted era su catedrático del juego limpio.

—Así que esa tarde, en lugar de ir a la playa, fuimos de compras a la ciudad —continuó Gail, hablando a Yvonne pero remitiendo la historia a Perry, pese a que este tenía la cabeza vuelta—. Para los cumpleañeros, lo obvio era un juego completo de criquet. De eso te encargaste tú. Te lo pasaste en grande buscando el juego de criquet. Te encantó la tienda de material deportivo. Te encantó aquel viejo. Te encantaron las fotografías de los grandes jugadores antillanos. ¿Learie Constantine? ¿Quién más había?

—Martindale.

—Y Sobers. Gary Sobers estaba allí. Me lo señalaste.

Perry asintió. Sí, Sobers.

—Y nos encantó que fuera un secreto. Por los niños. La idea de Ambrose, aquello de hacerme salir de la tarta, no iba muy desencaminada, ¿eh que no? Y yo me ocupé de los regalos para las niñas. Con un poco de ayuda tuya. Pañuelos para las pequeñas, y un collar muy bonito para Natasha, de conchas y piedras semipreciosas alternas. —Hecho: había vuelto a mencionar a Natasha y salido indemne—. Querías comprarme otro a mí, pero no te dejé.

—Y dígame, Gail, si es tan amable: ¿por qué no? —Yvonne, con su sonrisa discreta e inteligente, buscando cierta distensión.

—Por la exclusividad. Fue todo un detalle por parte de Perry, pero no quería verme emparejada con Natasha —contestó Gail, tanto para Perry como para Yvonne—. Y seguro que Natasha no habría querido verse emparejada conmigo. Gracias, es un gesto adorable, pero resérvalo para otra vez, te dije, ¿verdad? Y anda que no es difícil comprar un papel de regalo aceptable en St. John's, Antigua. —Continuó sin pausa—: Por otro lado estaba la cuestión de entrar a escondidas, ¿eh? Porque nosotros éramos la gran sorpresa. Eso también iba a ser la bomba. Pensamos en presentarnos disfrazados de piratas caribeños… eso fue idea tuya… pero decidimos que quizá era pasarse un poco de rosca, sobre todo habiendo allí personas todavía de luto, por más que no lo supiésemos oficialmente. Fuimos tal cual, pues, sin acicalarnos mucho. Perry, tú te pusiste la ropa del viaje: la americana vieja y el pantalón gris. Tu
look
de Brideshead. Perry no es lo que llamaríamos un «esclavo» de la moda, pero hiciste lo que pudiste. Y el bañador, claro. Y yo fui con un vestido de algodón encima del bañador, más una rebeca por si refrescaba, porque sabíamos que había una playa privada en Las Tres Chimeneas, y quizá ellos tuviesen previsto un baño.

Yvonne redactaba un concienzudo informe. ¿Para quién? Luke, mentón en mano, la escuchaba con los cinco sentidos, tal vez demasiado atento para el gusto de Gail. Perry observaba con expresión lúgubre el dibujo de los ladrillos en la pared a oscuras. Los tres le concedían toda su atención en espera de su canto del cisne.

Cuando Ambrose les dijo que estuvieran en formación a las seis en el vestíbulo del hotel, prosiguió Gail con un tono más comedido, dieron por supuesto que los trasladarían furtivamente a Las Tres Chimeneas en uno de los monovolúmenes de cristales tintados y los introducirían por una puerta lateral. Suponían mal.

Al acceder al aparcamiento por la parte de atrás como les habían indicado, encontraron a Ambrose esperándolos al volante de un cuatro por cuatro. Según el plan, explicó él con entusiasta complicidad, los invitados sorpresa debían infiltrarse por el viejo Sendero de la Naturaleza, que discurría por la cresta de la península justo hasta la entrada posterior de la casa, donde el señor Dima en persona estaría aguardándolos.

Gail volvió a imitar la voz de Ambrose:

—«Oigan, en ese jardín hay bombillas de colores, una banda de tambores de acero, un entoldado… Han recibido un envío de la carne de Kobe más tierna que ha salido de una vaca. No sé qué puede faltar en esa casa. Y el señor Dima lo tiene todo a punto, listo hasta el último detalle. Ha enviado a mi Elspeth y a toda esa ruidosa familia suya a una importante carrera de cangrejos más allá de St. John's, y todo para que podamos entrarlos a ustedes a escondidas por la puerta de atrás… ¡así de secreta es su aparición de esta noche, joven pareja!»

Si hubiesen andado en busca de aventuras, les habría bastado con el Sendero de la Naturaleza. Debían de ser los primeros en utilizarlo desde hacía años. En un par de ocasiones Perry incluso tuvo que «abrirse paso a manotazos a través de la maleza».

—Cosa que, por supuesto, le encantó. Pensándolo bien, debería haber sido campesino, ¿eh que sí? Al final, fuimos a dar a un largo túnel verde, y Dima nos esperaba en el otro extremo con el aspecto de un Minotauro feliz. Si es que tal cosa existe.

Perry levantó de pronto el huesudo dedo índice en un gesto admonitorio.

—Que fue cuando vimos a Dima solo por primera vez —observó con tono solemne—. Sin guardaespaldas, sin familia. Sin niños. Sin nadie que nos vigilase. O nadie a la vista. Estábamos solos los tres, al borde de un bosque. Creo que nos dimos cuenta de eso los dos, Gail y yo, de la repentina exclusividad.

Pero por más trascendencia que Perry atribuyese a este hecho, su comentario se perdió en medio de la insistente verborrea de Gail:

—¡Nos abrazó, Yvonne! Nos abrazó de verdad. Primero a Perry, y lo apartó de un empujón. Luego a mí, luego a Perry otra vez. No abrazos coquetos, no. Fueron grandes abrazos de familia. Como si no nos viese desde hacía años. O no fuese a volver a vernos.

—O estuviese desesperado —apuntó Perry con el mismo tono serio y pensativo—. Yo percibí algo de eso. Puede que tú no. De lo mucho que significábamos para él en ese momento, lo importantes que éramos.

—Nos quería de verdad —prosiguió Gail con determinación—. Allí estaba, declarando su amor. Tamara también nos quería, nos aseguró Dima. Solo que le resultaba difícil expresarlo porque estaba un tanto enloquecida desde su problema. No dio mayores explicaciones sobre el problema en cuestión, ¿y quiénes éramos nosotros para preguntarlo? Natasha nos quería, pero últimamente apenas habla con nadie, solo lee libros. Toda la familia quería a los ingleses por nuestra humanidad y nuestro juego limpio. Aunque él no dijo «humanidad»… ¿Qué dijo?

—Corazón.

—Allí estábamos, de pie al final del túnel, en medio de aquel hartón de abrazos, y Dima dale que dale con el rollo del buen corazón. En fin, ¿cuánto amor puede uno declarar a alguien con quien no ha cruzado más de seis palabras en la vida?

—¿Perry? —instó Luke.

—A mí me pareció heroico —contestó Perry, llevándose la larga mano a la frente en la postura clásica de la preocupación—. Solo que no sabía por qué. ¿No incluí eso en algún sitio de nuestra declaración? ¿«Heroico»? A mí me lo pareció —con un gesto de indiferencia, como si restase valor a sus propios sentimientos—. Pensé: «la dignidad bajo el fuego enemigo». Solo que no sabía quién era el enemigo. Ni por qué lo atacaba. No sabía nada, salvo…

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