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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (10 page)

—Pensé que estaban como regaderas —dice Gail para pararle los pies—. Paranoicos los dos, Luke, para serle sincera.

—¿Y esa paranoia qué forma tomaba exactamente? —Luke, sin inmutarse.

—¿Y yo qué sé? Para empezar, decidieron que había micrófonos ocultos en la casa. Y hombrecillos verdes escuchando.

Pero Luke tiene más redaños de lo que ella esperaba. Replica con aspereza:

—¿De verdad les pareció tan improbable, Gail, después de lo que los dos habían visto y oído? ¿Los guardaespaldas? ¿La historia del dinero caliente en canastas de lavandería? ¿La pistola del tío Vania? A esas alturas ya debían de haberse dado cuenta de que tenían al menos un pie en el mundo del hampa rusa. Tanto más siendo usted una abogada experta, si me permite decirlo.

Siguió un largo silencio. Gail no había previsto el encontronazo con Luke, pero si él quería pelea, por ella encantada.

—La supuesta experiencia a la que se refiere, Luke —empezó Gail con furia—, lamentablemente no abarca…

Pero Perry la interrumpió.

—Sonó el teléfono —le recordó con delicadeza.

—Sí. Ya, vale, sonó el teléfono —cedió ella—. Estaba a un metro de nosotros. O menos, ¿no, Perry? Quizá a medio metro. El timbre era como una alarma contra incendios. Nos dio un susto de muerte. A ellos no, a nosotros dos. Un aparato mohoso, negro, de los años cuarenta, con esfera y cable en espiral, colocado en una mesa de ratán tambaleante. Dima descolgó y bramó por el auricular en ruso, y vimos aparecer en su cara, a su pesar, una sonrisa de lameculos. Todo en él era un acto contra su propia voluntad. Sonrisas postizas, carcajadas postizas, falsa jovialidad, y mucho sí señor, no señor, lo que usted mande, y de buena gana te estrangularía con mis propias manos. La mirada siempre fija en la loca de Tamara, siguiendo sus indicaciones. Y de nuevo el dedo ante los labios, para pedirnos que nada de ruidos, por favor, eso sin dejar de hablar en ningún momento. ¿Eh que sí, Perry? —eludiendo a Luke intencionadamente. Sí.

—Conque es a esos a quienes tienen miedo, pienso. Y quieren que nosotros les tengamos miedo también. Y Tamara lo dirige. Con su colorete en las mejillas y demás, mueve la cabeza para asentir, para negar, pone cara de Medusa en los casos de hiperdesaprobación. ¿Te parece una descripción aceptable, Perry?

—Recargada, pero precisa —admitió Perry, incómodo; luego, a Dios gracias, le dedicó una sincera sonrisa radiante, aunque marcada por la culpabilidad.

—Y esa fue la primera de las llamadas de la noche, ¿no es así? —apuntó Luke, ágil como siempre, mirándolos a uno y otro con sus ojos rápidos de expresión extrañamente mortecina.

—Debieron de recibir cinco o seis llamadas antes de regresar la familia —admitió Perry—. Tú también las oíste, ¿no? —esto a Gail—. Y no fue más que el principio. Todo el rato que pasé encerrado con Dima, de pronto oíamos sonar el teléfono, y o bien Tamara venía llamando a Dima a gritos para que contestara, o Dima se levantaba de un salto y corría a cogerlo, jurando en ruso. Si había supletorios en la casa, no los vi. Más tarde, esa noche, me dijo que allí los móviles no tenían cobertura debido a los árboles y los acantilados, y por eso todo el mundo lo llamaba al fijo. No me lo creí. Pensé que esa gente quería comprobar su paradero, y la manera de hacerlo era llamar a un teléfono fijo antiguo en la propia casa.

—¿Esa gente?

—La gente que no se fiaba de él. Y en quienes él a su vez tampoco confiaba. Esos con quienes está en deuda. Y a quienes odia. La gente a la que tiene miedo, y a la que por tanto nosotros debemos tenérselo.

En otras palabras, la gente cuya identidad Perry, Luke e Yvonne pueden conocer y yo no, pensó Gail. La gente aludida en «nuestro» dichoso documento, ese que no es nuestro.

—Y es entonces, pues, cuando Dima y usted se retiran a ese «sitio adecuado» donde pueden hablar sin peligro de que los oigan —dijo Luke. —Sí.

—Y usted, Gail, se marchó a estrechar relaciones con Tamara.

—¿Estrechar? Y un cuerno.

—El caso es que se fue con ella.

—A un salón de un mal gusto lamentable que apestaba a meados de murciélago. Con un televisor de plasma en el que ponían una misa mayor ortodoxa en ruso. Ella llevaba una caja de hojalata.

—¿Una caja?

—¿No se lo ha contado Perry? ¿En nuestro documento conjunto, ese que yo no he visto? Tamara cargaba con una caja de hojalata negra en forma de bolso. Cuando la dejó, se oyó un ruido metálico. No sé dónde llevan las mujeres sus armas en el mundo normal, pero tuve la impresión de que en el caso de ella esa caja era el equivalente al tío Vania. —«Es mi canto del cisne, así que pienso sacarle el mayor partido.»— La tele de plasma ocupaba casi toda una pared. Las otras paredes estaban decoradas con iconos. Iconos portátiles. Con marcos muy recargados para mayor santidad. Santos varones, no vírgenes. Allí donde Tamara va, la acompañan sus santos, o eso deduje. Tengo una tía igual que ella, una ex fulana convertida al catolicismo. Cada uno de sus santos tiene una función distinta. Si pierde las llaves, acude a san Antonio. Si ha de coger un tren, a san Cristóbal. Si va apurada de dinero, a san Marcos. Si tiene un pariente enfermo, a san Francisco. Si ya es demasiado tarde, a san Pedro.

Pausa. Se ha apagado: otra actriz de tres al cuarto superada por el papel.

—Y ya resumiendo, Gail, ¿cómo fue el resto de la velada? —preguntó Luke, sin llegar a consultar el reloj pero como si lo hubiera hecho.

—Pues le diré: de chuparse los dedos, sencillamente. Caviar de beluga, langosta, esturión ahumado, vodka a mares, efusivos brindis de media hora en ruso ebrio para los adultos, un estupendo pastel de cumpleaños envuelto en saludables nubes de asqueroso humo de tabaco ruso. Filetes de Kobe y criquet en el jardín a la luz de los reflectores, una banda de tambores de acero a todo tren que nadie escuchaba, fuegos artificiales que nadie miraba, un baño en la playa a medianoche para los que quedaban de pie, y vuelta a casa pasada la una, para un intensivo análisis de la velada con una última copa.

Yvonne muestra la que a todas luces será su última serie de fotografías, en papel brillante.

—Si son tan amables, identifiquen a cualquiera que les parezca haber visto entre los presentes en la celebración —dice Yvonne, recitando de carrerilla.

—Este y este —responde Gail, señalando, ya cansada.

—Y este también, sin duda —añade Perry.

Sí, Perry, este también. Otro más, y hombre, cómo no. Algún día en el mundo del hampa ruso habrá igualdad de oportunidades para las mujeres.

Silencio mientras Yvonne da por concluida otra de sus minuciosas anotaciones y deja el lápiz.

—Gracias, Gail, ha sido una gran ayuda —dice Yvonne.

Es la indicación al calenturiento Luke para que recurra a su tono imperioso. Aquí imperioso equivale a compasivo.

—Gail, sintiéndolo mucho, debemos dejarla marchar. Ha demostrado una generosidad inmensa, y como testigo ha estado soberbia. En cuanto a lo demás, Perry nos pondrá al corriente. Le estamos muy agradecidos. Los dos. Gracias.

Gail se ve de pie ante la puerta, sin saber muy bien cómo ha llegado hasta ahí. Tiene a Yvonne al lado.

—¿Perry?

¿Le responde él? Si es así, ella no se da cuenta. Sube, seguida de cerca por Yvonne, su carcelera. En el postinero y ostentoso vestíbulo, Ollie, el individuo corpulento con un dejo cockney y voces extranjeras, dobla su periódico ruso, se pone en pie con cierto esfuerzo y, deteniéndose ante un espejo de época, se arregla cuidadosamente la boina con las dos manos.

Capítulo 5

—¿La acompaño hasta la puerta, Gail? —preguntó Ollie, volviéndose en su asiento para hablarle a través de la mampara del taxi.

—Gracias, pero estoy perfectamente.

—Nadie lo diría, Gail. No desde donde yo la veo. Parece preocupada. ¿Quiere que entre a tomar una taza de té con usted?

Ese acento.

—No, gracias. Estoy perfectamente. Solo necesito dormir un poco.

—No hay nada como echarse un sueñecito para recomponerse, ¿eh?

—No. No lo hay. Buenas noches, Ollie. Gracias por traerme.

Cruzó la calle y esperó a que Ollie se marchase, pero él se quedó allí.

—¡Se ha olvidado el bolso, guapa!

Así era. Y se enfureció consigo misma. Y con Ollie por esperar a verla llegar hasta la puerta para echar a correr detrás de ella. Entre dientes, volvió a darle las gracias y dijo que era una idiota.

—No se disculpe, Gail. Yo soy mucho peor. Me olvidaría hasta la cabeza si la tuviese suelta. No quiere que me quede, pues. ¿Lo tiene claro, guapa?

Claro no tengo nada, guapo, la verdad. En estos momentos no. No tengo claro si es usted jefe de espías o subalterno. No tengo claro por qué lleva unas gafas de culo de botella para conducir hasta Bloomsbury a plena luz del día, y en cambio no se pone gafas en el viaje de regreso, cuando está oscuro como boca de lobo. ¿O acaso ustedes los espías solo ven en la oscuridad?

El piso que había coheredado de sus padres no era un piso sino un dúplex, que ocupaba las dos plantas superiores de una bonita casa adosada victoriana, una de esas que confieren su encanto a Primrose Hill. Su hermano, el que estaba en plena movilidad social ascendente y cazaba faisanes con sus amigos ricos, era dueño de la mitad, y al cabo de unos cincuenta años más o menos, si él no había muerto antes a causa de la bebida y Perry y Gail continuaban juntos, cosa que ahora dudaba, le habrían pagado ya su parte.

En el vestíbulo, apestaba a la
bourguignone
de los vecinos del número 2 y resonaba el eco de las riñas y los televisores de otros inquilinos. Encadenada a un bajante, en el inoportuno sitio de costumbre, estaba la
mountain bike
que Perry dejaba allí para sus estancias en Londres de los fines de semana. Algún día, le había prevenido Gail, un ladrón emprendedor robaría también el bajante. Su mayor placer consistía en pedalear hasta Hampstead Heath a las seis de la mañana y bajar a toda velocidad por senderos marcados con el rótulo PROHIBIDO EL PASO DE BICICLETAS.

La moqueta de los cuatro estrechos tramos de escalera que conducían hasta la puerta del dúplex se hallaba en sus últimas fases de deterioro, pero el inquilino de la planta baja no veía por qué tenía que aportar dinero para eso y los otros dos se negaban a pagar su prorrata hasta que el primero desembolsase la suya, y Gail, como abogada residente, no remunerada, debía mediar para encontrar una solución de compromiso pero, como ninguna de las partes cedía un ápice en sus inflexibles posturas, ¿qué posibilidad de mediar tenía?

Aun así, aquella noche se alegraba de todo eso: que riñeran y pusieran su dichosa música hasta cansarse, que la invadieran con su normalidad porque, Dios santo, vaya si necesitaba la normalidad. Solo quería que la sacaran del quirófano y la trasladaran a la sala de recuperación. Solo quería que le dijeran que la pesadilla había terminado, apreciada Gail, no hay ya más intelectualoides escocesas de voz suave, ni espiócratas enanos con el dejo de Eton, ni niñas huérfanas, ni Natashas guapas de caerse de espaldas, ni tíos con armas, ni Dimas y Tamaras, y Perry Makepiece, mi providencial amante e inocente miope, no está a punto de envolverse en la bandera del sacrificio por su orwelliano amor a la Inglaterra perdida, su admirable búsqueda de Comunión con C mayúscula —¿comunión con qué, por amor de Dios?—, o su peculiar forma de vanidad casera, una vanidad en sentido inverso y puritano.

Mientras subía por la escalera, empezaron a temblarle las rodillas.

En el primer descansillo, un espacio minúsculo, le temblaban más aún.

En el segundo le temblaban de tal modo que se vio obligada a apoyarse en la pared hasta serenarse.

Y cuando llegó al último tramo, tuvo que ayudarse del pasamanos para arrastrarse hasta su puerta antes de que el tempo— rizador cortase la luz.

En el pequeño rellano, de espaldas a la puerta cerrada, aguzó el oído, olfateó el aire en busca de efluvios etílicos, olor corporal o humo de tabaco, o de las tres cosas, que fue lo que hacía un par de meses la llevó a descubrir, aun antes de subir por la escalera de caracol y encontrarse la cama mojada de orina y las almohadas rajadas y mensajes obscenos escritos con carmín en el espejo, que habían entrado a robar en el dúplex.

Solo después de revivir ese momento plenamente, abrió la puerta de la cocina, colgó el abrigo, miró en el baño, orinó, se sirvió un vaso grande de rioja, tomó un trago, rellenó el vaso hasta el borde y se lo llevó precariamente al salón.

De pie, no sentada. Ya había estado sentada en actitud pasiva tiempo más que suficiente para toda una vida, eso desde luego.

De pie delante de la chimenea de pino puramente decorativa, réplica en bricolaje de un modelo georgiano instalada por el dueño anterior, con la mirada fija en la misma ventana de guillotina alargada junto a la que Perry se hallaba hacía seis horas: Perry allí inclinado, como un ave de dos metros y medio de altura, escrutando la calle, en espera de un taxi negro corriente con el letrero luminoso LIBRE apagado, matrícula acabada en 73, y el conductor se llamará Ollie.

En nuestras ventanas no hay cortinas. Solo persianas. Perry, a quien le gustan los visillos pero pagará su mitad de las cortinas si ella de verdad las quiere. Perry, que no ve con buenos ojos la calefacción central, pero a quien le preocupa que ella pueda pasar frío. Perry, que tan pronto dice que podemos tener un solo hijo por miedo a la superpoblación mundial como quiere seis a vuelta de correo. Perry, que en cuanto aterrizan en Inglaterra después de aguárseles las vacaciones, esas que se dan una sola vez en la vida, se larga sin pérdida de tiempo a Oxford, se enclaustra en su cubil y durante cincuenta y seis horas se comunica solo mediante enigmáticos mensajes de texto desde el frente:

documento casi acabado… he entrado en contacto con las personas indicadas… llegaré a Londres hacia el mediodía… por favor, deja la llave bajo el felpudo…

—Dice que son un equipo aparte, al margen de los cauces habituales —explica Perry mientras ve pasar taxis que no son el suyo.

—¿Quién lo dice?

—Adam.

—El hombre que te ha llamado. ¿Ese Adam?

—Sí.

—¿Ese es el nombre o el apellido?

—No se lo he preguntado, no me lo ha dicho.

—Y tú no se lo has preguntado.

—Dice que tienen sus propias pautas para casos como este. Y una casa especial. Ha preferido no dar la dirección por teléfono. El taxista ya la conoce.

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