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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (9 page)

—Salvo que tú estabas en la pared rocosa con él —sugirió Gail, no en mal tono.

—Sí, así era. Y él estaba en un sitio complicado. Nos necesitaba.

—A ti —corrigió ella.

—De acuerdo. A mí. Es lo que intento decir.

—Pues dilo.

—Salimos del túnel guiados por él, y nos llevó hacia lo que, como vimos, era la parte de atrás de la casa —empezó a explicar Perry, y se interrumpió—. ¿Querrán, supongo, una descripción precisa del lugar? —preguntó a Yvonne con tono adusto.

—Ciertamente, Perry —contestó Yvonne con la misma actitud de eficiencia—. Hasta el detalle más insignificante, por favor, si no le importa. —Y reanudó sus concienzudas anotaciones.

—Al dejar atrás el bosque, fuimos a dar a un viejo camino de servicio, con pavimento de ceniza roja o algo así, abierto probablemente como vía de acceso cuando se construyó la casa. Tuvimos que subir sorteando los socavones.

—Con los regalos a cuestas —prorrumpió Gail desde bastidores—. Tú con tu juego de criquet, yo con mis paquetes para las niñas en la bolsa más elegante que encontré, que no es mucho decir.

¿Hay ahí alguien escuchando?, se preguntó. A mí no. Perry es el pozo de sabiduría. Yo soy el pozo negro.

—Al acercarnos desde atrás, vimos que la casa era un montón de escombros —prosiguió él—. Ya nos habían prevenido, y no esperábamos ningún palacio; sabíamos que la casa iba a demolerse. Pero no esperábamos semejante estado de ruina. —El profesor saliente de Oxford se había convertido en reportero in situ—: Vi un edificio de ladrillo decrépito, con barrotes en las ventanas. Deduje que eran las antiguas dependencias de los esclavos. Rodeaba el perímetro una tapia encalada, de unos cuatro metros de altura, rematada con alambre de espino, que parecía nuevo y ofendía a la vista. Alrededor había reflectores de seguridad montados sobre pilones, como en un estadio de fútbol, iluminando a todo aquel que pasaba. Habíamos advertido el resplandor desde la terraza del bungalow. Sartas de bombillas de colores colgaban entre ellos, supuestamente en preparación para la fiesta de cumpleaños de esa noche. Cámaras de seguridad, pero no apuntadas hacia nosotros, porque estábamos ya del lado bueno, o eso creo. Una reluciente antena parabólica, nueva, de siete metros de diámetro, orientada más o menos hacia el norte, por lo que pude deducir en el camino de regreso.

En dirección a Miami. O a Houston, quizá. Sabe Dios. —Se detuvo a pensar—. Bueno, Dios y ustedes, obviamente. Ustedes sí saben esas cosas.

¿Es un desafío o una broma? Ni lo uno ni lo otro. Es Perry exhibiendo sus dotes para hacer el trabajo de ellos, por si no las han notado antes. Es Perry el escalador de cornisas en la pared norte, diciéndoles que nunca olvida un recorrido. Es el Perry incapaz de resistirse a un reto siempre y cuando tenga las de perder.

—Luego otra vez cuesta abajo, de nuevo a través del bosque, hasta un pequeño prado desde donde se veía la punta del cabo, el extremo de la península. En realidad, la casa no tiene parte trasera propiamente dicha; o toda ella es parte trasera, como ustedes prefieran. Es una residencia colonial, a base de madera y amianto, con tres fachadas, un popurrí seudoisabelino. Muros grises de estuco. Ventanas diminutas de cristal emplomado. Armadura de vigas vistas, con contrachapado en lugar de maderos, y un farol colgado en el porche de atrás. ¿Estamos de acuerdo, Gail?

¿Habría venido si no lo estuviéramos?

—Lo estás haciendo muy bien —dijo ella. Que no era exactamente lo que él había preguntado.

—Dormitorios, cuartos de baño, cocinas y despachos añadidos posteriormente, con puertas al exterior, lo que induce a pensar que en su día aquello fue una comuna o una colonia, o algo así. Dicho de otro modo, estaba todo patas arriba. No era culpa de Dima. Eso lo sabíamos, gracias a Mark. Los Dima nunca habían vivido allí hasta entonces. No habían tocado nada salvo por unas reformas rápidas en el apartado de seguridad. La idea no nos molestó. Al contrario. Aportaba un muy necesario toque de realidad.

La doctora Yvonne, siempre curiosa, aparta la vista de sus anotaciones clínicas.

—¿Y resulta que no había chimeneas, pues, Perry?

—Solo dos. Unidas a los restos de la refinería de azúcar en el extremo oeste de la península. La tercera había desaparecido. Eso también lo incluí en nuestro documento, creo.

¿Nuestro dichoso documento? ¿Cuántas veces lo has dicho ya? ¿Nuestro documento que tú escribiste y yo no he podido leer, pero ellos sí? ¡Ese dichoso documento es tuyo! ¡Ese dichoso documento es de ellos! Le ardían las mejillas, y esperaba que él lo notase.

—Luego, cuando bajábamos hacia la casa, a unos veinte metros, calculo, Dima nos indicó que aflojáramos el paso —decía Perry. Su voz cobraba intensidad—. Con las manos: más despacio.

—¿Y también fue allí donde se llevó el dedo a los labios en un gesto de complicidad? —preguntó Yvonne, levantando de pronto la cabeza para mirarlo sin dejar de escribir.

—¡Sí, allí! —saltó Gail—. Exactamente allí. Una gran complicidad. Primero, más despacio; luego, silencio. Suponiendo que ese dedo en los labios formaba parte de la sorpresa a los chicos, le seguimos la corriente. Según Ambrose, los había mandado a las carreras de cangrejos, así que nos pareció un poco raro que estuviesen aún en la casa. Imaginamos, pues, que por algún cambio de planes al final no se habían ido. O lo imaginé yo.

—Gracias, Gail.

Dios santo, ¿gracias por qué? ¿Por hacer sombra a Perry? No hay de qué, Yvonne; es un placer.

—Para entonces —se apresuró a continuar Gail— íbamos ya de puntillas por indicación de Dima. Conteníamos la respiración literalmente. No dudábamos de él: creo que eso debe quedar claro. Le obedecíamos, cosa que no es propia de ninguno de nosotros, pero así era, tal cual. Nos llevó hasta una puerta, una puerta de la casa, pero lateral. No estaba cerrada con llave. La empujó y entró él primero. Se dio media vuelta de inmediato, con una mano en alto y la otra ante los labios como… —Como mi padre sobreactuando en una pantomima navideña, solo que sobrio, iba a decir pero se calló—. En fin, da igual… y con una mirada muy intensa, imponiéndonos silencio. ¿Eh que sí, Perry? Ahora te toca a ti.

—Entonces, cuando se aseguró de que tenía nuestra total atención, nos pidió que lo siguiéramos con una seña. Yo pasé primero. —En contraste con Gail, Perry redujo la voz al mínimo en intencionado contrapunto: así hablaba cuando estaba muy emocionado y quería disimularlo—. Entramos sigilosamente en un vestíbulo vacío. Bueno, «vestíbulo» es un decir. Más bien una caja de unos tres por cuatro metros, con una ventana de vidrios romboidales en el lado oeste, rota y remendada con cinta adhesiva. El sol penetraba a raudales. Dima tenía aún el dedo en los labios. Cuando entré, me agarró del brazo, tal como me había agarrado en la pista de tenis. Con una fuerza de otra dimensión. A mí me habría sido imposible competir contra una fuerza así.

—¿Pensó que quizá se vería obligado a competir contra ella? —indagó Luke en un arranque de solidaridad masculina.

—No supe qué pensar. Mi preocupación era Gail, y me planteé solo cómo interponerme entre ellos. Pero eso fue únicamente durante unos segundos.

—Tiempo de sobra para comprender que aquello no era ya un juego de niños —apuntó Yvonne.

—Bueno, empezaba a tomar conciencia —admitió Perry, y se interrumpió por un momento, ahogada su voz por el ululato de una ambulancia que pasaba por la calle—. Háganse idea del inesperado estruendo que nos encontramos dentro de la casa —insistió, como si un sonido hubiese desencadenado el otro—. Aunque estábamos en el pequeño vestíbulo, oíamos las embestidas del viento contra toda aquella casa ruinosa. Y la luz era… en fin, fantasmagórica, por usar una de las palabras preferidas de mis alumnos. Nos llegaba como en distintas capas por la ventana del lado oeste: primero una luz granulosa, filtrada por las nubes bajas procedentes del mar; encima, una capa de luz solar más viva. Y allí donde no alcanzaba la claridad, sombras de una negrura total.

—Y era un sitio frío —se quejó Gail, abrazándose en una actitud teatral—. Como solo pueden serlo las casas vacías. Y con ese olor escalofriante que tienen, como de cementerio. Pero yo solo pensaba: ¿dónde están las niñas? ¿Por qué no se las ve ni se las oye? ¿Por qué no se oye nada salvo el viento? Y si allí no había nadie, ¿a qué venía tanto secreto? ¿A quién estábamos engañando aparte de a nosotros mismos? Y tú, Perry, pensaste lo mismo, ¿no? Me lo dijiste después.

Y detrás del dedo índice en alto de Dima, un rostro distinto, dice Perry. Había desaparecido de su semblante todo asomo de sonrisa. Y de sus ojos. No se traslucía ni rastro de humor. Estaba tenso. Realmente necesitaba asustarnos. Compartir su miedo con nosotros. Y en ese momento, mientras permanecíamos allí inmóviles, atónitos —y sí, asustados—, cobra forma ante nosotros, en un rincón del reducido vestíbulo, la figura espectral de Tamara, que ha estado ahí desde el principio, en el hueco más oscuro al otro lado de los haces de luz, y nosotros no nos habíamos dado cuenta. Lleva puesto un vestido negro, largo, el mismo que el día del partido de tenis, y que cuando Dima y ella los espiaban desde la penumbra del monovolumen, como si fuera su propio fantasma.

En este punto Gail se adueñó otra vez del relato:

—Lo primero que vi fue el crucifijo de obispo. Después el resto de ella, surgiendo alrededor. Para la fiesta de cumpleaños se había recogido el pelo en una trenza y puesto colorete en las mejillas, y llevaba los labios embadurnados de carmín, y digo «embadurnados», como lo oyen. Parecía loca de atar. Ella no tenía el dedo ante la boca. No hacía falta. Todo su cuerpo era como una señal de advertencia en negro y rojo. ¡Qué Dima ni qué ocho cuartos!, pensé. Esta sí que se las trae. Y lógicamente seguía preguntándome cuál era su problema, porque algún problema tenía, caray que si lo tenía.

Perry empezó a hablar pero ella, porfiadamente, continuó, obligándolo a callar.

—Tamara tenía una hoja en la mano, DIN A4, doblada por la mitad, y la tendía hacia nosotros. ¿Para qué? ¿Era un folleto religioso? ¿Prepárate para reunirte con tu Dios? ¿O estaba entregándonos un mandato judicial?

—Y a todo eso, ¿qué hacía Dima? —preguntó Luke, volviéndose hacia Perry.

—Por fin me soltó el brazo —respondió Perry con una mueca—. Pero no sin antes asegurarse de que prestaba atención al papel de Tamara. Que ella acto seguido me endosó. Y Dima, con un gesto, me indicó que lo leyera. Aún con el dedo en los labios. Y Tamara estaba poseída, sin duda. Los dos estaban poseídos, la verdad. Y querían compartir su miedo con nosotros. Pero ¿miedo a qué? Así que leí. No en voz alta, obviamente. Ni siquiera de inmediato. Yo no estaba en la zona iluminada. Tuve que acercar el papel a la ventana. De puntillas, para que se hagan ustedes idea de hasta qué punto estábamos bajo el hechizo. Y después tuve que ponerme de espaldas a la ventana por lo intensa que era la luz del sol. Y pedirle a Gail mis gafas de lectura de reserva, que ella llevaba en el bolso…

—… porque, como de costumbre, Perry se había olvidado las otras en el bungalow…

—Entonces Gail, de puntillas, se situó detrás de mí…

—Tú me lo pediste…

—Para tu protección, y leyó la hoja por encima de mi hombro. Y la leímos… no sé, por lo menos dos veces, supongo.

—Y alguna más —añadió Gail—. ¡En serio, vaya acto de fe! ¿Por qué confiaron en nosotros de esa manera? ¿Qué los llevó a pensar de pronto que nosotros éramos las personas idóneas? ¡Fue tal… tal imposición!

—No tenían mucho dónde elegir —comentó Perry en voz baja, a lo que Luke añadió un sabio gesto de asentimiento que Yvonne imitó discretamente, y Gail se sintió aún más aislada de lo que se había sentido en toda la tarde.

Quizá la tensión en el sótano mal ventilado empezaba a desbordar a Perry. O quizá, pensó Gail, experimentaba un tardío ataque de culpabilidad. Comoquiera que fuese, estiró hacia atrás su largo cuerpo en la silla, bajó los hombros angulosos para relajarlos e hincó el índice en la carpeta beige colocada entre los pequeños puños de Luke.

—En cualquier caso ahí tienen el texto de Tamara, en nuestro documento, así que no hay necesidad de recitarlo —dijo con tono hostil—. Pueden leerlo hasta cansarse. Ya lo han hecho, es de suponer.

—Igualmente —insistió Luke—. Si no le importa, Perry. Por redondear, digamos.

¿Pretendía Luke ponerlo a prueba? Eso creía Gail. Incluso en la selva académica que Perry estaba decidido a dejar atrás se lo conocía por su capacidad para citar textualmente fragmentos de literatura inglesa después de una sola lectura. Provocado en su vanidad, Perry empezó a recitar pausadamente con tono inexpresivo:

—«Dimitri Vladimiróvich Krasnov, a quien llaman Dima, director europeo del Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre, está dispuesto a negociar a través de los intermediarios, el catedrático Perry Makepiece y la señora Gail Perkins, abogada, un acuerdo con las autoridades de Gran Bretaña, en beneficio mutuo, respecto al permiso de residencia permanente para toda la familia a cambio de cierta información muy importante, muy urgente, muy vital para la Gran Bretaña de Su Majestad. Los niños y los demás regresarán aproximadamente dentro de una hora y media. Hay un sitio adecuado para que Dima y Perry conversen de manera provechosa sin riesgo de ser oídos. Gail tendrá la amabilidad de acompañar a Tamara a otra parte de la casa. Es posible que haya muchos micrófonos en esta casa. Por favor no hablemos hasta que vuelvan todos de la carrera de cangrejos para la celebración.»

—Y entonces sonó el teléfono —dijo Gail.

Perry está sentado en su silla, muy erguido, como si lo hubieran llamado al orden, con las manos como antes, extendidas y abiertas sobre la mesa, la espalda recta pero los hombros inclinados mientras medita sobre la corrección de lo que se dispone a hacer. Mantiene la mandíbula apretada como en actitud de negación, pese a que nadie le ha pedido nada a lo que deba negarse, salvo Gail, cuya expresión al mirarlo es de solemne súplica, o eso espera ella, pero acaso en realidad esté fulminándolo con la mirada, porque ya no sabe bien qué signos faciales emite.

Luke emplea un tono desenfadado, incluso afable, que es lo que desea, cabe suponer.

—Veamos, trato de imaginarlos a los dos allí juntos —explica con tono entusiasta—. Es un momento francamente extraordinario, ¿no te parece, Yvonne? Los dos allí de pie en el vestíbulo, uno al lado del otro. Leyendo. Perry con la carta en la mano, y usted, Gail, mirando el papel por encima del hombro de Perry. Los dos enmudecen literalmente. Acaba de caerles del cielo una proposición extraordinaria a la que no pueden dar ninguna respuesta. Es una pesadilla. Y en lo que se refiere a Dima y Tamara, por el mero hecho de no hablar ya están ustedes medio captados para la causa. Ninguno de los dos, supongo, se plantea salir corriendo de la casa. Están maniatados. Física y emocionalmente. ¿Me equivoco? Desde el punto de vista de ellos, pues, de momento todo va bien: tácitamente, ustedes han accedido. Esa es la impresión que ustedes no pueden evitar transmitirles. Involuntariamente. Por el mero hecho de no hacer nada, de estar allí, pasan a convertirse en parte de su gran juego, así sin más.

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