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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros

¿Qué pasa cuando un mafioso ruso quiere dar la espalda a su pasado, contarlo todo y pedir asilo político? ¿Y si sus confesiones implican a miembros del gobierno? Una joven pareja inglesa, Gail y Perry, decide ir de vacaciones a Antigua, la pequeña isla caribeña. Perry, aficionado al tenis, acaba jugando un partido contra Dima, un carismático millonario ruso. Pero éste, en realidad, es un criminal que quiere pedir asilo político en Inglaterra par él y toda su familia, a cambio de contar podo lo que sabe. Esta introducción es el motor que impulsa esta fascinante nueva de John Le Carré. Una novela que se mueve entre la avaricia y la corrupción, entre las infernales agua del archipiélago de Gulgan y el yate de un millonario anclado en aguas del Adriático, entre la final masculina de Roland Garros y una localidad suiza enclavada a la sombra del Eiger. Una historia que avanza inquietante hacia un terrorífico final.

John Le Carré

Un traidor como los nuestros

ePUB v1.0

NitoStrad
20.02.12

Título: Un traidor como los nuestros

Autor: John Le Carré

Traducción: Carlos Milla Soler

Lengua de traducción: Inglés

Lengua: Español

Edición: mayo 2011

ISBN 13: 978-84-9989-072-2

En recuerdo de Simon Channing Williams, cineasta, mago, hombre de honor

En este caso, los príncipes aborrecen al traidor
pero gustan de la traición

SAMUEL DANIEL

Capítulo 1

A las siete de una mañana caribeña, en la isla de Antigua, un tal Peregrine Makepiece, más conocido como Perry, versátil deportista amateur de mérito y hasta fecha reciente profesor de literatura inglesa en un distinguido colegio universitario de Oxford, jugaba un partido de tenis a tres sets contra un cincuentón musculoso, erguido de espalda, calvo, de ojos castaños y porte regio, que se llamaba Dima y era por entonces de nacionalidad incierta. Las circunstancias que propiciaron dicho encuentro fueron enseguida objeto de intenso escrutinio por parte de los agentes británicos profesionalmente contrarios a la mecánica del azar. Y sin embargo, no podía atribuirse a Perry culpa alguna en los sucesos que llevaron a aquello.

Al despuntar el día de su trigésimo aniversario, hacía ya tres meses, se desencadenó en Perry un cambio vital que, de manera inconsciente, venía fraguándose en él a lo largo del último año poco más o menos. A las ocho de la mañana, sentado con la cabeza entre las manos en su modesto estudio de Oxford, después de correr doce kilómetros que de nada habían servido para mitigar su sensación de calamidad, llevó a cabo un acto de introspección a fin de saber cuáles eran sus logros personales una vez concluido el primer tercio de su vida natural, aparte de encontrar un pretexto para no aventurarse en el mundo más allá de las agujas de ensueño de esa ciudad.

¿Por qué?

Visto desde fuera, lo suyo era el colmo del éxito académico. Hijo de dos profesores de secundaria a quienes el activismo político había privado de una mejor posición, formado siempre en la enseñanza pública, llega a Oxford procedente de la Universidad de Londres colmado de honores académicos y ocupa una plaza por tres años, que le otorga una antiquísima y rica institución universitaria orientada al máximo rendimiento. Su nombre de pila, reservado tradicionalmente a las clases altas inglesas, procede de un prelado metodista del siglo XIX, Arthur Peregrine, de Huddersfield, proclive a las soflamas incendiarias.

En los períodos lectivos, durante los ratos que no dedica a la labor docente, descuella como corredor de campo a través y deportista en general. En sus tardes libres, echa una mano en el área juvenil del centro cívico local. En vacaciones, conquista difíciles cimas y acomete escaladas más que respetables. Y sir embargo, cuando la universidad le ofrece una plaza fija —o lo que es lo mismo, desde su ácido modo de pensar actual, la prisión a perpetuidad—, se resiste.

Una vez más: ¿por qué?

El trimestre anterior había impartido un ciclo de charlas sobre George Orwell bajo el título «Una Gran Bretaña asfixiada y hasta él se había alarmado de su propia retórica. ¿Habría considerado Orwell posible que las mismas voces sobrealimentadas que lo acosaban en la década de los treinta, la misma lesiva incompetencia, la adicción a las guerras extranjeras y la presunción de prerrogativas perdurasen aún, tan campantes, en 2009?

Al no detectar respuesta alguna en los perplejos rostros de los alumnos, la proporcionó él mismo: no, Orwell no se lo habría creído, categóricamente. O si se lo hubiera creído, se habría echado a la calle. Habría roto no pocos cristales.

Discutió el asunto a fondo y sin miramientos con Gail, su novia desde hacía ya tiempo, tumbados ambos en la cama después de una cena de cumpleaños en el piso de Primrose Hill, que ella había heredado de su padre, y que este, por lo demás sin blanca, había comprado a precio de ganga cuando la zona andaba de capa caída.

—No me gustan los profesores de universidad, ni me gusta serlo yo. No me gusta el mundo académico, y si no vuelvo a ponerme nunca más esa toga del carajo, me sentiré un hombre libre —declaró en su reniego, dirigiéndose a la mata de pelo trigueño plácidamente instalada sobre su hombro. Y como no obtuvo más contestación que un comprensivo ronroneo—: ¿Qué? ¿Soltar el rollo de Byron, Keats y Wordsworth delante de una pandilla de estudiantes aburridos sin más ambición que sacarse el título, tirarse a quien sea y hacer dinero? Objetivo alcanzado. Eso ya me lo conozco. A la mierda. —Y aumentando las probabilidades—: Ahora mismo, solo una revolución del carajo me animaría a quedarme en este país.

Gail, una abogada joven y animosa en plena pujanza, dotada tanto de belleza como de una lengua muy suelta —a veces un poco demasiado suelta para su propio bienestar, y el de Perry—, le aseguró que ninguna revolución estaría completa sin él.

Los dos eran huérfanos de facto. Si los padres de Perry habían sido la encarnación misma de la abstinencia por principio, los de Gail eran todo lo contrario. Su padre, actor de una inutilidad adorable, había muerto prematuramente a causa del alcohol, tres paquetes de tabaco al día y una pasión inmerecida por su casquivana esposa. Su madre había abandonado el domicilio familiar cuando Gail tenía trece años, y ahora, según se creía, llevaba una vida sencilla en la Costa Brava con un segundo cámara.

La primera reacción de Perry tras su decisión trascendental de volver la espalda al mundo académico —irrevocable, como todas las decisiones trascendentales de Perry— fue retornar a sus raíces. El hijo único de Dora y Alfred se situaría allí donde ellos tenían depositadas sus convicciones. Reiniciaría su trayectoria docente desde el punto en que ellos se habían visto obligados a abandonar la suya.

Dejaría ya de jugar a joven promesa de la intelectualidad, cursaría estudios de magisterio como Dios manda, igual que sus padres, sacaría el título de profesor de enseñanza media y solicitaría plaza en alguna de las zonas más desfavorecidas del país.

Daría clase de las asignaturas básicas, además de ocuparse de los entrenamientos en cualquier deporte que le asignasen, al servicio de niños que lo necesitaban para alcanzar la realización personal, y no como pasaporte a la prosperidad de las clases medias.

Pero Gail no se alarmaba ante esta perspectiva tanto como acaso él pretendiera. Al margen de su firme determinación de situarse en el «crudo centro de la vida», allí seguían otras versiones de él jamás reconciliadas, y Gail se hallaba en buenas relaciones con la mayoría de ellas:

Sí, estaba Perry el estudiante autoflagelado de la Universidad de Londres, donde se habían conocido, quien a la manera de T. E. Lawrence cogió su bicicleta en vacaciones y se echó a rodar por los caminos hasta caer rendido de cansancio.

Y sí, estaba Perry el aventurero alpino, el Perry que no era capaz de disputar una carrera o participar en un juego, ya fuera las sillas musicales con sus sobrinos en Navidad o un partido de rugby a siete, sin la necesidad compulsiva de ganar.

Pero también estaba, para alivio de Gail, Perry el sibarita encubierto que, en inesperados arranques, se entregaba a tal o cual lujo antes de volver sin pérdida de tiempo a su buhardilla. Y ese era el Perry que se encontraba ahora en Antigua, en la mejor pista de tenis del mejor complejo hotelero bajo los efectos de la recesión, aquella mañana de mayo, temprano, antes de que el sol estuviese ya demasiado alto para jugar, con el tal Dima a un lado de la red y Perry al otro, y Gail que, sin más ropa que un bañador, una pamela y un exiguo pareo de seda, permanecía sentada entre la insólita concurrencia de espectadores de mirada mortecina, en apariencia comprometidos por un juramento colectivo a no sonreír ni hablar ni manifestar el menor interés en el partido que se veían obligados a presenciar.

Fue una suerte, en opinión de Gail, que la aventura caribeña estuviese ya planeada antes de la impulsiva decisión trascendental de Perry. El punto de partida se remontaba al tétrico noviembre en que el padre de Perry sucumbió al mismo tipo de cáncer que se había llevado a su madre dos años antes, dejando a Perry, para su bochorno, en una situación de módica holgura. En manifiesto desacuerdo con la transmisión hereditaria de la riqueza, y debatiéndose en la duda de si donarlo todo a los pobres o no, Perry se vio ante un dilema. Pero después de la campaña de desgaste emprendida por Gail, optaron por unas vacaciones bajo el sol en un hotel con pistas de tenis, una de esas bicocas que se dan una sola vez en la vida.

Y ningunas vacaciones podrían haberse planeado más oportunamente, como al final se vio, pues cuando estaban ya en camino, tenían ante sí grandes decisiones que tomar:

¿Qué debía hacer Perry con su vida, y debían hacerlo los dos juntos?

¿Debía Gail renunciar a la abogacía y lanzarse ciegamente al vacío detrás de él? ¿O debía perseverar en su meteórica carrera en Londres?

¿O acaso había llegado el momento de reconocer que su carrera no era más meteórica que la de la mayoría de los abogados, y debía por tanto quedarse embarazada, que era a lo que Perry siempre la exhortaba?

Y si bien Gail, por picardía o en defensa propia, tenía la costumbre de convertir las preguntas grandes en pequeñas, no podía negarse que a todas luces se hallaban los dos, juntos y por separado, ante encrucijadas de la vida, con mucho que meditar, ni podía negarse que teóricamente diez días en Antigua les proporcionarían el marco ideal para hacerlo.

Su vuelo salió con retraso, y no llegaron al hotel hasta pasadas las doce de la noche. Ambrose, el ubicuo supervisor del establecimiento, los acompañó a su bungalow. Se levantaron tarde, y cuando terminaron de desayunar en la terraza, el sol calentaba ya demasiado para jugar al tenis. Nadaron en la playa, vacía en sus tres cuartas partes, comieron solos junto a la piscina, hicieron el amor lánguidamente a la hora de la siesta, y a las seis de la tarde se presentaron en la tienda del club, descansados, felices e impacientes por jugar.

Visto a lo lejos, el complejo hotelero se reducía a un puñado de casitas blancas diseminadas a lo largo de unos dos kilómetros de playa, en forma de herradura y con esa proverbial arena fina como el talco. La delimitaban dos promontorios de roca con matorrales dispersos. Entre uno y otro se extendían un arrecife de coral y una hilera de boyas fluorescentes para repeler a los yates a motor inoportunos. Y en recónditos rellanos de tierra en la ladera del monte estaban las pistas de tenis, aptas para campeonatos. Una estrecha escalera con peldaños de piedra ascendía tortuosamente entre arbustos en flor hasta la puerta de la tienda del club. Al cruzarla, uno accedía al paraíso del tenista, razón por la que Perry y Gail habían elegido aquel lugar.

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