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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (14 page)

¿O que Siobhan, la criada irlandesa, el tesoro de la familia Makepiece desde hacía veinte años cuatro horas por semana, bajo intimidación hubiese entregado el contenido de la papelera de su padre a un inspector de la policía de Hertfordshire? Carga tan pesada para ella que un día, deshecha en lágrimas, lo confesó todo a la madre de Perry, y después ya nunca más volvió a dejarse ver en la casa pese a los ruegos de su madre.

¿O que solo un mes antes el propio Perry hubiese puesto un anuncio de una página en el
Oxford Times
, refrendado por una organización que él mismo había creado precipitadamente, llamada «Académicos contra la Tortura», exhortando a la acción contra el Gobierno Secreto de Gran Bretaña y el furtivo ataque a nuestras libertades civiles, conquistadas con tantos sacrificios?

Pues sí, para Perry tenía una importancia inmensa.

Y seguía teniéndola la mañana posterior a su larga noche de vacilación cuando, a las ocho, con un carpesano bajo el brazo, se obligó a cruzar el patio del antiguo colegio de Oxford que pronto abandonaría para siempre y subir por la escalera de madera carcomida que conducía al apartamento de Basil Flynn, jefe de estudios, doctor en derecho, diez minutos después de solicitar una breve conversación con él sobre un asunto privado y confidencial.

Solo tres años separaban a los dos hombres, pero Flynn, a juicio de Perry, era ya carne de comité universitario en su máxima expresión. «Puedo hacerte un hueco si vienes ahora mismo —había dicho en tono oficioso—. Tengo una reunión con el Consejo a las nueve, y estas cosas suelen alargarse.» Vestía un traje oscuro y zapatos negros con hebillas laterales abrillantadas. Solo la melena hasta los hombros, cuidadosamente peinada, lo apartaba del solemne uniforme de la ortodoxia. Perry no se había detenido a pensar cómo dar inicio a la conversación con Flynn, y se precipitó, admitiría ahora, al elegir sus primeras palabras.

—El trimestre pasado abordaste a uno de mis alumnos —prorrumpió apenas cruzar el umbral de la puerta.

—Dices que hice ¿qué?

—A un chico medio egipcio. Dick Benson. Madre egipcia, padre inglés. Hablante de árabe. Quería una beca de investigación, y tú le aconsejaste que, en lugar de eso, se dirigiese a cierta gente que tú conocías en Londres. No entendió qué querías decir. Me pidió consejo.

—¿Y qué le dijiste?

—Que fuera con pies de plomo si esa «cierta gente» de Londres era quien yo creía. Por mí, le habría dicho que ni se acercara a ellos, pero eso no me pareció bien. La decisión dependía de él, no de mí. ¿Tengo razón o no?

—¿En cuanto a qué?

—Te dedicas a reclutar para ellos. A modo de cazatalentos.

—¿Y quiénes son «ellos», exactamente?

—Los espías. Ni el propio Dick Benson sabía cuáles eran en concreto, así que difícilmente podría saberlo yo. No te acuso de nada. Estoy preguntándotelo. ¿Es verdad? ¿Eso de que estás en contacto con ellos? ¿O eran fantasías de Benson?

—¿A qué has venido y qué quieres?

En ese momento Perry estuvo a punto de marcharse de allí. Lamentó no hacerlo. Incluso llegó a darse media vuelta y encaminarse hacia la puerta, pero se detuvo y regresó.

—Necesito que me pongas en contacto con esa cierta gente tuya en Londres —declaró, todavía con el carpesano rojo bajo el brazo y esperando la pregunta «¿Por qué?».

—¿Estás pensando en unirte a ellos? Sé que hoy día aceptan a toda clase de gente, pero ¿a ti? ¡Por Dios!

Perry estuvo a punto de dirigirse hacia la puerta por segunda vez. Y por segunda vez lamentó no hacerlo. Pero no, se contuvo y respiró hondo, y en esta ocasión sí encontró las palabras oportunas:

—Me he topado por casualidad con determinada información. —Dio un golpe seco en el carpesano con sus dedos largos e inquietos, oyéndose un sonido metálico—. Una información no solicitada, no deseada y… —vaciló durante un prolongado momento antes de emplear la palabra— secreta.

—¿Y eso quién lo dice?

—Yo.

—¿Por qué?

—Si es cierta, podría haber vidas en peligro. También podría salvar vidas. No es mi especialidad.

—Tampoco es la mía, me complace decir. Yo soy cazatalentos. Secuestro bebés. Esa cierta gente mía cuenta con una página web absolutamente válida. Además, publican anuncios absurdos en la prensa de más solera. Tienes a tu disposición cualquiera de esas vías.

—Mi material es demasiado urgente para eso.

—¿Urgente además de secreto?

—Si algo puede decirse, es que es muy urgente.

—¿El destino de la nación pende de un hilo? Y eso que llevas bajo el brazo es el
Librito Rojo,
cabe suponer.

—Es un documento donde constan los hechos.

Se observaron con mutua aversión.

—¿No pretenderás dármelo?

—Pues sí. ¿Por qué no?

—¿Entregarle tus secretos urgentes a Flynn, que les pondrá un sello y se los enviará a esa cierta gente suya en Londres?

—Algo así. ¿Por qué habría yo de saber cómo actuáis?

—¿Mientras tú partes en pos de tu alma inmortal?

—Yo me ocuparé de mis cosas. Ellos se ocuparán de las suyas. ¿Qué tiene eso de malo?

—Lo tiene todo de malo. En este juego, que no es un juego en absoluto, el mensajero es al menos la mitad de importante que el mensaje, y a veces él por sí solo es todo el mensaje. ¿Adónde vas ahora? En este mismo instante, quiero decir.

—Vuelvo a mi estudio.

—¿Tienes teléfono móvil?

—Claro.

—Apúntame aquí el número, por favor —entregándole un papel—. Nunca confío nada a la memoria: falla. ¿En tu estudio tienes una cobertura satisfactoria para tu teléfono móvil, espero? ¿Las paredes no son demasiado gruesas ni nada por el estilo?

—Tengo una cobertura excelente, te lo aseguro.

—Llévate tu
Librito Rojo.
Vuelve a tu estudio y recibirás una llamada de alguien que se hace llamar Adam. Un señor o señora Adam. Necesitaré un epígrafe.

—Necesitarás ¿qué?

—Algo para ponerlos cachondos. No voy a irles con que «tengo aquí a un bolchevique de salón que cree haber descubierto por casualidad una conspiración internacional». Bien he de decirles qué es lo que hay.

Tragándose la indignación, Perry hizo el primer esfuerzo consciente para concebir un titular.

—Diles que tiene que ver con un banquero ruso de cuidado, que se hace llamar Dima —respondió después de fallarle misteriosamente otros cauces—. Quiere llegar a un acuerdo con ellos. «Dima» es «Dimitri», abreviado, por si no lo saben.

—Irresistible, diría yo —comentó Flynn con sorna a la vez que cogía un lápiz y lo anotaba en el mismo papel.

Perry llevaba solo una hora en su estudio cuando sonó el móvil y oyó la misma voz masculina, guasona y un poco ronca que ahora le hablaba en el sótano.

—¿Perry Makepiece? Fenomenal. Yo, Adam. Acabo de recibir su mensaje. Si no le importa, le haré un par de preguntitas para asegurarme de que roemos el mismo hueso. No hace falta mencionar el nombre de nuestro amigo. Basta con que nos aseguremos de que es el mismo. ¿Tiene mujer, por casualidad?

—Sí.

—¿Una gorda y rubia? ¿Con pinta de camarera?

—Morena y demacrada.

—¿Y las circunstancias exactas de su encuentro casual con nuestro amigo? ¿El cuándo y el cómo?

—En Antigua. En una pista de tenis.

—¿Quién ganó?

—Yo.

—Fenomenal. Vamos a por la tercera preguntita. ¿Cuánto tardaría usted en llegar a Londres, a cargo nuestro, y cuándo podríamos echarle el guante a ese comprometido informe suyo?

—De puerta a puerta, unas dos horas, calculo. No es solo el informe. Hay también un lápiz USB. Lo he pegado a la tapa por dentro.

—¿Bien pegado?

—Eso creo.

—Pues asegúrese. Escriba ADAM en la tapa con letras grandes, en negro. Utilice un rotulador de tinta permanente o algo así. Luego paséese por recepción agitando el informe hasta que alguien se fije en usted.

¿«Un rotulador de tinta permanente»? ¿Era la sugerencia de un viejo solterón? ¿O una astuta alusión al pueblo de origen de Dima?

Ya mejor de ánimo gracias a la presencia de Héctor, repantigado a un metro y medio de él, Perry hablaba con rapidez e intensidad, y no dirigiéndose al vacío, a esa distancia intermedia que es el refugio tradicional del profesor universitario, sino mirando a Héctor a la cara, directamente a aquellos ojos aquilinos, y también, pero no tanto, a Luke, tan peripuesto él, sentado en posición de firmes junto a Héctor.

Sin Gail allí para contenerlo, Perry se sentía libre para sintonizar con los dos hombres. Se confesaba a ellos tal como Dima se había confesado a él: de hombre a hombre, cara a cara. Estaba creando una sinergia de confesión. Recuperaba el diálogo con la precisión con que recuperaba cualquier texto, bueno o malo, sin parar a corregirse.

A diferencia de Gail, a quien nada gustaba tanto como imitar las voces de los demás, él o bien era incapaz de hacerlo, o bien un orgullo absurdo se lo impedía. Pero en su memoria seguía oyendo el marcado acento de Dima, y en su imaginación veía la cara sudorosa tan cerca de la suya que si hubiese estado un poco más cerca, sus frentes se habrían tocado. Olía, a la vez que los describía, los efluvios del vodka en su aliento, y oía su respiración ronca. Observaba a Dima mientras rellenaba el vaso, lo miraba con expresión ceñuda, arremetía y lo vaciaba de un trago. Se sentía resbalar hacia una afinidad involuntaria con él: el vínculo rápido y necesario que nace de la situación de peligro en la pared rocosa del acantilado.

—Pero ¿no llevaba lo que llamaríamos una cogorza como un piano? —insinuó Héctor, y tomó un sorbo de su whisky de malta—. ¿O era más bien el típico bebedor en sociedad a pleno rendimiento, diría usted?

Exacto, coincidió Perry: ni confuso, ni sensiblero, ni arrastrando las palabras, sencillamente a gusto.

—Si hubiésemos jugado al tenis a la mañana siguiente, habría jugado como siempre, seguro. Tiene un motor enorme, y funciona con alcohol. Se enorgullece de eso.

Por como Perry hablaba, daba la impresión de que también él se enorgullecía.

—O por parafrasear al Maestro —resultó que Héctor era otro entusiasta seguidor de P. G. Wodehouse—, ¿era de esos hombres que han nacido con alguna que otra copa bajo par?

—«Tal cual, Bertie» —convino Perry, también en vena Wodehouse, y encontraron un momento para compartir una breve risa, secundada por Luke, clase B, quien, por lo demás, con la llegada de Héctor, había adoptado el papel de convidado de piedra.

—¿Le importa si introduzco aquí una pregunta con relación a la inmaculada Gail? —inquirió Héctor—. No es de las candentes. Templada, solo.

Candente, templada: Perry se puso en guardia.

—Cuando llegaron ustedes a Inglaterra de Antigua… —empezó Héctor—. A Gatwick, ¿no?

A Gatwick, confirmó Perry.

—Se separaron. ¿Me equivoco? Gail volvió a sus responsabilidades jurídicas y su piso en Primrose Hill, y usted a su estudio de Oxford, para plasmar su prosa inmortal.

También correcto, admitió Perry.

—Entonces, ¿a qué acuerdo llegaron los dos en ese punto… o entendimiento, que sería una palabra más bonita… respecto a cómo proceder en adelante?

—Proceder ¿en qué?

—Pues casualmente en cuanto a nosotros.

Sin adivinar la intención de la pregunta, Perry vaciló.

—No existió ningún «entendimiento» propiamente dicho —repuso con cautela—. No explícito. Gail había cumplido ya con su función. A partir de ese momento yo cumpliría con la mía.

—¿Cada uno por su cuenta?

—Sí.

—¿Sin comunicarse?

—Nos comunicamos. Solo que no acerca de los Dima.

—¿Y eso por qué?

—Ella no había oído lo que había oído yo en Las Tres Chimeneas.

—¿Y por lo tanto seguía aún en la inopia?

—En efecto. Sí.

—Y que usted sepa, ahí sigue. Y ahí seguirá mientras de usted dependa.

—Sí.

—¿Lamenta que le hayamos pedido a ella que asista a la reunión de esta tarde?

—Usted me ha dicho que nos necesitaba a los dos. Yo le he dicho a ella que nos necesitaba a los dos. Ella ha accedido a venir —contestó Perry, y la irritación empezó a ensombrecer su rostro.

—Pero ella ha querido venir, cabe suponer. De lo contrario se habría negado. Es una mujer con carácter. No es una persona que obedece ciegamente.

—No, no lo es —coincidió Perry, y sintió alivio al encontrarse con la sonrisa beatífica de Héctor.

Perry describe el minúsculo espacio al que Dima lo llevó para hablar: una cofa, lo llama, de dos metros por dos y medio, en lo alto de una escalera de barco que asciende desde un rincón del comedor, una precaria torrecilla de madera y cristal construida sobre el semihexágono orientado a la ensenada. Por efecto del viento, los tablones temblaban y las ventanas crujían.

—Debía de ser el sitio más ruidoso de la casa. Por eso lo eligió, imagino. Me cuesta creer que exista un micrófono en el mundo capaz de oírnos con semejante estruendo. —Y su voz adquiere poco a poco el tono de perplejidad de un hombre que cuenta un sueño—: Era una casa parlante, sin duda. Tres chimeneas y tres vientos. Y esa caja donde estábamos sentados, cabeza con cabeza.

»La cara de Dima no estaba a más de un palmo de la mía —repite, y se inclina sobre la mesa hacia Héctor como para mostrarle lo cerca que estaban—. Durante una eternidad nos quedamos allí inmóviles, mirándonos. Creo que él dudaba de sí mismo. Y dudaba de mí. Dudaba de si sería capaz de llevar a cabo su propósito, si había elegido al hombre indicado. Y yo quería inducirlo a creer que así era. En fin, no sé si eso tiene sentido.

Para Héctor, todo el sentido del mundo, por lo visto.

—Intentaba superar un obstáculo descomunal en su cabeza, que es lo que pasa en una confesión, supongo. Luego dejó caer por fin una pregunta, aunque parecía más bien una petición: «¿Es usted espía, Catedrático? ¿Un espía inglés?». Al principio pensé que era una acusación. Luego me di cuenta de que él presuponía, incluso esperaba, que dijese que sí. Así que dije: «No, lo siento, no soy espía, nunca lo he sido, nunca lo seré. Solo doy clases, ese es mi único trabajo». Pero a él no le bastó: «Muchos ingleses son espías. Lores. Caballeros. Intelectuales. ¡Me consta! Lo suyo es el juego limpio. Son un país de ley. Tienen buenos espías».

»Tuve que repetírselo: No, Dima, no soy, repito, no soy espía. Soy su compañero de tenis, y un profesor universitario a punto de cambiar de vida. Debería haberme indignado. Pero a esas alturas ¿qué significaba ya «debería»? Yo estaba en un mundo nuevo.

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