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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (17 page)

De nuevo Perry en resuelta actitud profesoral. Perry en función de historiador capsular, y nada más:

Perm se ha quedado pequeño para Dima o para la Hermandad. El negocio está en expansión. Los sindicatos del crimen forman alianzas. Se llega a acuerdos con mafias extranjeras. Y lo mejor de todo: Dima, la…
bête intellectuelle
…de Kolyma sin la menor formación, ha descubierto un don natural para el blanqueo de beneficios procedentes de actividades delictivas. Cuando la Hermandad de Dima decide introducirse en Estados Unidos, lo envía a él a Nueva York para fundar una cadena de blanqueo radicada en Brighton Beach. Dima se lleva a Misha para imponer su ley. Cuando la Hermandad decide inaugurar una rama europea en el negocio de blanqueo de dinero, designa a Dima para el puesto. Antes de aceptar, Dima, como condición, solicita de nuevo el nombramiento de Misha, esta vez como número dos suyo en Roma. Solicitud concedida. Ahora los Dima y los Misha son en efecto una sola familia: operan juntos en los negocios, actúan juntos, intercambian casas y visitas, admiran mutuamente a sus hijos.

Perry tomó otro sorbo de whisky.

—Eso era en los tiempos del Príncipe anterior —dijo casi con nostalgia—. Para Dima, la época dorada. El Príncipe anterior era un auténtico…
vor.
…A ojos de Dima, era incapaz de hacer nada malo.

—¿Y qué hay del nuevo Príncipe? —pregunta Héctor con tono provocador—. ¿El joven? ¿Alguna idea de por dónde van los tiros?

Perry no le ve la gracia.

—Usted bien lo sabe —gruñe. Y añade—: El Príncipe es la peor perra de todos los tiempos. El traidor entre todos los traidores. Es el Príncipe que entrega a los…
vory
…al Estado, y eso es lo peor que puede hacer un…
vor.
…Traicionar a un hombre así es una obligación, no un delito.

—¿Le caen bien esas niñas, Catedrático? —pregunta Dima con un tono de falso distanciamiento, echando atrás la cabeza y fingiendo examinar los paneles desconchados del techo—. ¿Katia? ¿Irina? ¿Le caen bien?

—Claro que sí. Son un encanto.

—¿Y a Gail? ¿También a ella le caen bien?

—Ya sabe usted que sí. Siente mucha lástima por ellas.

—¿Qué le han contado a Gail, las niñas? ¿Sobre la muerte de su padre?

—Que fue un accidente de coche. Hace diez días. En las afueras de Moscú. Una tragedia. El padre y la madre, los dos.

—Claro. Fue una tragedia. Fue un accidente de coche. Un simple accidente de coche. Un accidente de coche normal y corriente. En Rusia hay muchos accidentes de coche así. Cuatro hombres, cuatro Kaláshnikovs, quizá sesenta balas, ¿a quién coño le importa? Eso es un puñetero accidente de coche, Catedrático. Un cadáver, veinte o quizá treinta balas. Mi Misha, mi discípulo, aún joven, cuarenta años. Dima lo presentó ante los…
vory,
…lo hizo hombre. —Un arrebato de rabia—: ¿Y por qué no protegí a mi Misha? ¿Por qué le dejé ir a Moscú? ¿Por qué dejé que el Príncipe, esa perra, enviara a sus cabrones a matarlo de veinte o treinta balazos? ¿A matar a Olga, la preciosa hermana de mi mujer, Tamara, madre de las hijas de Misha? ¿Por qué no lo protegí? ¡Usted es catedrático! Hágame el favor de explicarme por qué no protegí a mi Misha.

Si ha sido la rabia, no el volumen, lo que ha conferido a su voz una fuerza ultraterrena, es su carácter camaleónico lo que le permite desprenderse de la rabia en favor de una actitud reflexiva muy eslava, dominada por el desaliento.

—Vale. Es posible que la hermana de Tamara, Olga, no fuese tan puñeteramente religiosa —dice, admitiendo un razonamiento que Perry no ha planteado—. Digo a Misha: «Puede que tu Olga mire aún demasiado a otros hombres, tiene un buen culo. A lo mejor te convendría dejar de andar folleteando por ahí, Misha, quedarte más en casa, como hago yo ahora, ocuparte un poco más de ella». —Vuelve a bajar la voz hasta reducirla de nuevo a un susurro—: Treinta puñeteras balas, Catedrático. El Príncipe, esa perra, tiene que pagar por esos treinta tiros a mi Misha.

Perry se había quedado en silencio. Era como si un timbre lejano hubiera anunciado el final de la clase, y él tomara conciencia con retraso. Por un momento dio la impresión de que se sorprendía de su propia presencia ante aquella mesa. A continuación, sacudiéndose en un respingo su cuerpo largo y anguloso, entró de nuevo en el tiempo presente.

—Pues en esencia a eso se reduce —dijo como para resumir—. Dima se ensimismó durante un rato, volvió en sí, pareció desconcertado al verme allí, molesto por mi presencia, y finalmente decidió que yo no era un problema, volvió a olvidarse de mí, se tapó la cara con las manos y murmuró algo para sí en ruso. Después se levantó, se palpó bajo la camisa de raso y sacó de un tirón el pequeño paquete que he incluido en mi documento —prosiguió—. Me lo entregó, me abrazó. Fue un momento emotivo.

—Para los dos.

—Cada uno lo vivió a su manera, pero sí, para los dos. Eso creo.……

De pronto pareció tener prisa por regresar junto a Gail.

—¿Alguna instrucción adjunta, con el paquete? —preguntó Héctor mientras a su lado el pequeño Luke, clase B, sonreía por encima de las manos melindrosamente entrelazadas.

—Claro. «Lleve esto a sus…
apparatchiks,
…Catedrático. Un regalo del blanqueador de dinero número uno del mundo. Dígales que quiero juego limpio.» Tal como escribí en mi documento.

—¿Tiene idea de qué contenía el paquete?

—Simples conjeturas, la verdad. Estaba envuelto en algodón y film transparente. Como usted ha visto. Supuse que era una cásete, de dictáfono o algo así. Al menos esa impresión daba.

Héctor no se dejó convencer.

—Y no intentó abrirlo.

—No, por Dios. Iba dirigido a ustedes. Yo solo me aseguré de que quedara bien sujeto al interior de la tapa del informe.

Pasando despacio las hojas del documento de Perry, Héctor movió la cabeza en un distraído gesto de asentimiento.

—Lo llevaba pegado al cuerpo —prosiguió Perry, sintiendo a todas luces la necesidad de eludir el creciente silencio—. Inevitablemente, pensé en Kolyma, en los trucos que debían de inventar. Para ocultar mensajes y demás. El paquete chorreaba. Tuve que secarlo con una toalla cuando regresé al bungalow.

—¿Y no lo abrió?

—Ya he dicho que no. ¿Por qué iba a abrirlo? No tengo por costumbre leer las cartas de los demás. Ni escucharlas.

—¿Ni siquiera antes de pasar por la aduana en Gatwick?

—Claro que no.

—Pero lo palpó.

—Por supuesto. Acabo de decírselo. ¿A qué viene todo esto? A través del film de plástico. Y el algodón. Cuando me lo dio.

—Y cuando se lo dio, ¿qué hizo usted con él?

—Guardarlo en sitio seguro.

—¿Y eso dónde fue?

—¿Cómo dice?

—Ese sitio seguro. ¿Dónde fue?

—En mi neceser. En cuanto llegamos al bungalow, fui derecho al cuarto de baño y lo dejé allí.

—Al lado de su cepillo de dientes, por así decirlo.

—Por así decirlo.

Otro largo silencio. ¿Se les hizo a ellos tan largo como a Perry? Seguramente no.

—¿Por qué? —preguntó Héctor por fin.

—Por qué ¿qué?

—En el neceser —respondió Héctor con paciencia.

—Pensé que sería lo más seguro.

—¿Cuando pasase por la aduana en Gatwick?

—Sí.

—¿Pensó que es ahí donde todo el mundo guarda sus casetes?

—Solo pensé que… —Se encogió de hombros.

—¿Que llamaría menos la atención en un neceser?

—Algo así.

—¿Lo sabía Gail?

—¿Cómo? Claro que no. No.

—¡Solo faltaría! ¿La grabación está en ruso o en inglés?

—¿Cómo quiere que lo sepa? No la escuché.

—¿Dima no le dijo en qué idioma estaba?

—No me dio descripción alguna, aparte de lo que ya les he dicho. Salud.

Apuró el último trago de whisky muy aguado y plantó el vaso en la mesa con un sonoro golpe, en expresión de perentoriedad. Pero Héctor no compartió sus prisas ni remotamente. Todo lo contrario. Volvió a la página anterior del documento de Perry; luego pasó otro par de hojas hacia delante.

—Una vez más, pues: ¿por qué? —insistió Héctor.

—Por qué ¿qué?

—¿Por qué hizo una cosa así? ¿Por qué pasó a escondidas por la aduana británica un paquete poco fiable para un maleante ruso? ¿Por qué no tirarlo al Caribe y olvidarse de todo?

—Yo diría que es evidente.

—Para mí sí lo es. Pero nunca habría pensado que lo fuese para usted. ¿Por qué lo considera tan evidente?

Perry buscó, pero al parecer no tenía respuesta a esa pregunta.

—¿Porque ahí está, acaso? —propuso Héctor—. ¿No esa la razón por la que escalan los escaladores?

—Eso dicen.

—Gilipolleces, créame. No es por eso: es porque están ahí los escaladores. No le echemos la culpa a la condenada montaña. La culpa es de los escaladores. ¿Coincide conmigo?

—Es posible.

—Son ellos quienes ven la cumbre allí a lo lejos. A la montaña se la trae floja.

—Es posible, sí —una sonrisa poco convincente.

—¿Comentó Dima cuál sería su participación personal, la de usted, en esas negociaciones… si llegaban a producirse? —preguntó Héctor después de lo que a Perry se le antojó una dilación interminable.

—Más o menos.

—¿En qué sentido… más o menos?

—Quería que yo estuviese presente.

—Presente ¿por qué?

—Para velar por el juego limpio, se ve.

—¿El juego limpio? No me joda. El juego limpio ¿de quién?

—El de ustedes, mucho me temo —respondió Perry a su pesar—. Quería que yo mediase para obligarlos a cumplir su palabra. Como quizá hayan notado, siente aversión por los…
apparatchiks.
…Quiere admirarlos porque son caballeros ingleses, pero no se fía porque son…
apparatchiks.

—¿Es esa la impresión que usted tiene? —escrutando a Perry con sus desmesurados ojos grises—. ¿Que somos…
apparatchiks?

—Es posible —admitió Perry una vez más.

Héctor se volvió hacia Luke, que seguía igual de envarado junto a él.

—Luke, muchacho, se me hace que tienes una cita. No querríamos entretenerte.

—Claro —dijo Luke, y dirigiendo una imperiosa sonrisa de despedida a Perry, abandonó obedientemente la sala.

El whisky de malta era de la isla de Skye. Héctor sirvió dos buenos vasos e invitó a Perry a echarse él mismo el agua.

—En fin, llegó la hora de las preguntas candentes —anunció—. ¿Se siente con ánimos?

¿Cómo no?

—Observamos una discrepancia. Una de padre y muy señor mío.… …

—Yo no he notado ninguna.

—Yo sí. Tiene que ver con lo que no ha incluido en su óptimo examen escrito, y lo que hasta el momento ha omitido en el oral, por lo demás impecable. ¿Se lo explico yo, o lo hace usted?

Visiblemente incómodo, Perry volvió a encogerse de hombros.

—Usted mismo.

—Será un placer. En ambos ejercicios se ha abstenido de informarnos sobre una cláusula clave en los términos y condiciones tal como se nos transmiten en el paquete que usted, ingeniosamente, pasó a escondidas por el aeropuerto de Gatwick en su neceser o, como decíamos antes, estuche de aseo. Dima insiste… y no «más o menos», como usted sostiene, sino como punto innegociable… y Tamara insiste, lo que, sospecho, es aún más importante pese a las apariencias… en que usted, Perry, esté presente en todas las negociaciones, que se desarrollarán en inglés por consideración a usted. ¿Por casualidad le mencionó Dima esa condición en el transcurso de sus disquisiciones?

—Sí.

—Pero a usted le ha parecido innecesario comentárnoslo.

—Sí.

—¿Eso no se deberá por ventura a que Dima y Tamara especifican asimismo la participación no solo del «Catedrático» Makepiece, sino también de una dama que se complacen en presentar como «madame Gail Perkins»?

—No —respondió Perry, reflejándose la tensión en su voz y su mandíbula.

—¿No? No ¿qué? No, ¿no suprimió usted unilateralmente esa condición en sus exposiciones escrita y oral?

Tan vehemente y precisa fue la respuesta de Perry que resultó obvio que la tenía ya preparada. Pero primero cerró los ojos como si consultase con sus demonios internos.

—Lo haré por Dima. Lo haré incluso por ustedes. Pero lo haré yo solo o no lo haré.

—A pesar de que en esa dispersa diatriba dirigida a nosotros —prosiguió Héctor con un tono ajeno a la efectista declaración de Perry—, Dima hace referencia también a un encuentro programado para el próximo mes de junio en París. El día 7, para ser exactos. Un encuentro no con nosotros los despreciados…
apparatchiks,
…sino con usted y Gail, cosa que se nos antoja un tanto insólita. ¿Puede por ventura aclararlo?

Perry no podía o no quería. Contemplaba la penumbra con expresión ceñuda, manteniendo la larga mano ahuecada ante la boca como si cargase un arma por el cañón.

—Por lo visto, propone una cita —continuó Héctor—. O mejor dicho, remite a una cita que ya ha propuesto y a la que, según parece, usted ha accedido. ¿Dónde tendrá lugar?, nos preguntamos. ¿Al pie de la torre Eiffel al sonar las doce de la noche con un ejemplar de ayer de…
Le Fígaro?

—No, obviamente no.

—Entonces, ¿dónde?

Después de decir entre dientes «A la mierda, pues», Perry hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un sobre azul y lo dejó ruidosamente, sin miramientos, en la mesa ovalada. No estaba cerrado. Héctor lo cogió, abrió la solapa meticulosamente con las yemas de los dedos blancos y descarnados, extrajo dos tarjetas azules impresas y las desplegó. Luego sacó una hoja de papel blanco, también plegada.

—¿Y para qué son exactamente estas entradas? —dijo tras someterlas, perplejo, a una inspección que en circunstancias normales habría bastado para proporcionar respuesta a su pregunta.……

—¿Es que no lo ha leído? Para la final masculina del Abierto francés. Roland Garros, París.

—¿Y cómo han llegado a sus manos?

—Yo estaba pagando la factura del hotel. Gail hacía las maletas. Me las entregó Ambrose.

—¿Junto con esta amable nota de Tamara?

—Así es. Junto con la amable nota de Tamara. Bien deducido.

—La nota de Tamara estaba en el sobre con las entradas, imagino. ¿O iba aparte?

—La nota de Tamara iba en un sobre aparte, que estaba cerrado, y que he destruido —contestó Perry, espesándosele la voz por la ira—. Las dos entradas al estadio de Roland Garros estaban en un sobre sin cerrar. Es el sobre que ahora tiene usted en sus manos. Me deshice del sobre que contenía la carta de Tamara y metí la carta en el sobre de las entradas.

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