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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (18 page)

—Fenomenal. ¿Puedo leerla?

La leyó de todos modos:

Lo invitamos y rogamos que venga acompañado de Gail. Será un placer volver a reunimos con ustedes.

—Por el amor de Dios —musitó Perry.

Sean tan amables de estar en la Allée Marcel-Bernard del complejo de Roland Garros quince (15) minutos antes del inicio del partido. En esa…
allée
…hay muchas tiendas. Sean tan amables de prestar especial atención al escaparate de Adidas. Haremos ver que es una gran sorpresa encontrarnos allí. Haremos ver que es una coincidencia. Sean tan amables de comentar este asunto con sus funcionarios británicos. Ellos se harán cargo de la situación.

Sean tan amables igualmente de aceptar nuestra hospitalidad en el palco del representante de la compañía La Arena. Conviene que un responsable de la entidad secreta de Gran Bretaña esté en París durante esos días para una conversación muy discreta. Sean tan amables de mediar para que esto sea posible.

En Dios os amamos.

Tamara

—¿Esto es todo?

—Todo.

—Y usted está consternado. Molesto. Cabreado por tener que enseñar sus cartas.

—A decir verdad, estoy que echo las putas muelas —admitió Perry.

—Bien, pues antes de que estalle del todo, permítame ofrecerle cierta información gratis. Puede que no reciba más. —Se había echado hacia delante, inclinándose sobre la mesa, y en sus ojos grises de fanático se observaba un destello de entusiasmo—. Dima tiene previsto firmar en fecha próxima dos convenios de cesión de vital importancia por los que traspasará formalmente todo su sistema de blanqueo de dinero, en extremo ingenioso, a manos más jóvenes: esto es, el Príncipe y su séquito. Hablamos de sumas de dinero astronómicas. La primera firma se celebra en París el lunes, 8 de junio, al día siguiente de ese partido de tenis. La segunda y última firma… terminal, podríamos decir… tendrá lugar en Berna al cabo de tres días, el jueves 11 de junio. En cuanto Dima se haya desprendido de la obra de su vida, o séase, a partir de la firma en Berna el 11 de junio, estará a punto de caramelo para recibir el mismo trato poco cordial ofrecido a su amigo Misha: en otras palabras, mandarlo al otro barrio. Esto lo menciono a modo de paréntesis, para que tome usted conciencia del alcance de los planes de Dima, el desesperado aprieto en que se encuentra y los miles de millones acumulados, literalmente, que hay en juego. Hasta que firme es inmune. Uno no puede pegarle un tiro a su vaca lechera. En cuanto haya firmado, es hombre muerto.… …

—¿Por qué demonios va a Moscú para el funeral, pues? —objetó Perry con voz distante.

—Bueno, usted y yo no iríamos, ¿verdad que no? —concedió Héctor—. Pero nosotros no somos…
vory
, y la venganza tiene su precio. También la supervivencia lo tiene. Mientras Dima no firme, está blindado. ¿Podemos centrarnos otra vez en usted?

—Si no hay más remedio.

—No, no lo hay. Acaba de comentar que está usted que echa las putas muelas. Bien, pues creo que no le falta razón para echarlas, y es consigo mismo con quien debe enfadarse, porque en cierto plano… en el plano de las relaciones sociales normales… está comportándose… en circunstancias difíciles, sí, todo hay que decirlo… como un machista de mierda. De nada sirve sulfurarse así. Fíjese en la que ha armado. Gail no ha podido subirse al tren, y arde en deseos. No sé en qué siglo se cree que vive, pero ella tiene tanto derecho como usted a tomar sus propias decisiones. ¿De verdad se ha planteado seriamente privarla de una entrada gratis para la final masculina del Abierto francés? ¿A Gail? ¿Su pareja en el tenis, así como en la vida?

Tapándose de nuevo la boca con la mano ahuecada, Perry ahogó un gemido.

—Eso mismo digo yo. En cuanto al otro plano, el de las relaciones sociales anormales, mi plano, el plano de Luke… el de Dima… lo que sí ha comprendido, y muy acertadamente, es que Gail y usted, por puro azar, se han metido en un campo de minas bien sembrado. Y su primer impulso, como corresponde a una persona honrada de su talante, ha sido apartar a Gail, y mantenerla apartada. También ha llegado a la conclusión, si no me equivoco, de que usted personalmente, por escuchar la propuesta de Dima, por transmitírnosla, y por ser designado árbitro, observador o como quiera que él lo llame, es, conforme a la ley de los…
vory,
…conforme a la visión de aquellos a quienes Dima se propone denunciar, un caso legítimo para la pena máxima. ¿Está de acuerdo?

De acuerdo.

—Quedaría por verse hasta qué punto Gail es un posible daño colateral. Sin duda usted también ha pensado en eso.

Perry había pensado en eso.

—Así las cosas, enumeremos las grandes preguntas. Gran pregunta número uno: ¿está usted, Perry, moralmente autorizado a no informar a Gail respecto al riesgo que corre? Respuesta, desde mi punto de vista: no. Gran pregunta número dos: una vez informada Gail, ¿está usted moralmente autorizado a privarla de la elección de subirse al tren, habida cuenta de su implicación emocional con las niñas de la familia de Dima, por no hablar ya de sus sentimientos hacia usted? Respuesta, desde mi punto de vista: otra vez no, pero eso podemos discutirlo más tarde. Y la número tres, que resulta un tanto sensiblera pero debe formularse: ¿se siente usted, Perry, se siente ella, Gail, se sienten los dos, como pareja, atraídos por la idea de hacer algo jodidamente peligroso en nombre de su país a cambio de casi nada salvo eso que a grandes rasgos llamamos «honor», muy conscientes de que si alguna vez sueltan prenda, aunque sea a la persona más cercana y querida, los perseguiremos hasta los confines de la tierra? —Introdujo un silencio para dejar hablar a Perry, pero como Perry permaneció callado, prosiguió—: Según consta en su ficha, considera usted que nuestra tierra verde y apacible necesita ser salvada de sí misma con urgencia. Da la casualidad de que esa es una opinión que comparto. He estudiado la enfermedad, he vivido en la ciénaga. Es mi conclusión bien fundada que, como ex gran nación, padecemos de corrupción corporativa a todos los niveles. Y ese no solo es el parecer de un carcamal achacoso. Para mucha gente de mi Agencia, no ver las cosas en blanco y negro es un credo. No me tome por uno de esos. Yo soy un radical tardío y furibundo con cojones. ¿Me sigue?

Un remiso gesto de asentimiento.

—Dima, al igual que yo, le ofrece la oportunidad de hacer algo en lugar de lamentarse y quedarse de brazos cruzados. Usted, por su parte, se muere de ganas y a la vez hace ver que no es así, postura que en esencia considero deshonesta. Por tanto, mi firme recomendación es que telefonee a Gail ahora mismo, acabe con su sufrimiento, le diga que mañana no vaya al trabajo con la excusa de que está enferma o algo así, y cuando usted llegue a Primrose Hill, cuéntele hasta el último detalle, por insignificante que sea, todo lo que le ha escondido hasta ahora. Mañana a las nueve vuelva aquí con ella. Mejor dicho, hoy a las nueve, vista la hora que es. Ollie pasará a recogerlos. Entonces firmarán una declaración aún más draconiana y peor redactada que la que los dos han firmado ya, y nosotros les contaremos el resto de la historia, no todo, sino solo lo estrictamente necesario para no echar a perder sus opciones si, entre los dos, deciden viajar a París, y a la vez lo menos posible por si deciden no ir. Si Gail pone alguna objeción por su cuenta, es asunto de ella, pero le apuesto cien contra nueve a que se subirá al tren y ahí seguirá hasta el final.

Perry levantó por fin la cabeza.

—¿Cómo?

—Cómo ¿qué?

—Salvar a Inglaterra ¿cómo? ¿De qué? Sí, ya, de sí misma. ¿Qué parte de sí misma?

Ahora le tocaba a Héctor reflexionar.

—Sencillamente tendrá que aceptar nuestra palabra.

—¿La palabra de su Agencia?

—De momento, sí.

—¿En virtud de qué? ¿No se supone que son ustedes esos caballeros que mienten por el bien del país?

—Esos son los diplomáticos. Nosotros no somos caballeros.

—Así que mienten para salvar el pellejo.

—Se equivoca otra vez. Esos son los políticos. Un mundo totalmente distinto.

Capítulo 8

A mediodía de un soleado domingo, diez horas después de regresar Perry Makepiece a Primrose Hill para hacer las paces con Gail, Luke Weaver renunció a su sitio en la mesa familiar —su mujer, Eloise, había preparado especialmente para la ocasión un orondo pollo de granja y salsa de miga de pan, y su hijo, Ben, había invitado a un compañero de colegio israelí— y, con sus propias disculpas reverberando aún en los oídos, abandonó la casa adosada de obra vista en Parliament Hill que a duras penas podía permitirse, y partió camino de lo que, creía, era la reunión decisiva de su accidentada carrera en los servicios de inteligencia.

Su destino, o eso se permitía saber a Eloise y Ben, era el horrendo cuartel general de la Agencia en Lambeth, a orillas del río, bautizado por Eloise, de extracción aristocrática francesa, como
la Lubyanka-sur-Thamise.
Pero en realidad iba a Bloomsbury, como siempre desde hacía tres meses. El medio de transporte escogido, a pesar de la tensión que empezaba a crecer dentro de él o precisamente debido a ella, no fue el metro ni el autobús, sino el coche de san Fernando, costumbre adquirida durante sus etapas en Moscú, donde tres horas pateándose aceras lloviera o tronara eran lo habitual cuando uno tenía que recoger algo en un buzón clandestino o entrar disimuladamente en un portal abierto para realizar una apresurada entrega de efectivo y material durante un tiempo no superior a treinta segundos.

Para llegar a pie a Bloomsbury desde Parliament Hill, paseo al que Luke solía dedicar una hora larga, tenía por norma elegir un camino distinto cada día, en la medida de lo posible, no con la intención de despistar a hipotéticos perseguidores, bien que la idea siempre le rondaba por la cabeza, sino para saborear los vericuetos de una ciudad que deseaba volver a conocer después de años de servicio en el extranjero.

Y aquel día, con el sol y la necesidad de aclararse las ideas ante la inminente acción, había decidido cruzar el Regent's Park antes de doblar hacia el este y atravesar el centro urbano; con ese fin añadió otra media hora al trayecto. Su estado de ánimo, dominado por la expectación y el entusiasmo, no estaba exento de temor. Apenas había pegado ojo, si es que había llegado a conciliar el sueño en algún momento. Necesitaba enderezar el calidoscopio. Necesitaba ver a personas corrientes, no secretas, ver las flores y el mundo exterior.

«Un "Sí" sin reservas de él, y un "Sí, maldita sea" de ella —había dicho Héctor con entusiasmo por el teléfono codificado—. Billy Boy nos concede audiencia a las dos y hay Dios en el cielo.»

Seis meses antes, durante un permiso de Luke en Inglaterra después de tres años en Bogotá, la Reina de Recursos Humanos, conocida en la Agencia con el apodo poco respetuoso de Reina Humana, le anunció que iba camino del paro. Luke no esperaba menos. Así y todo, tardó unos dolorosos segundos en descifrar el mensaje.

—La Agencia sobrevive a la recesión con su proverbial capacidad de recuperación, Luke —le aseguró con tal tono de desenfadado optimismo que podía perdonarse a Luke por imaginar que, lejos de quitárselo del medio, estaban a punto de ofrecerle una Dirección Regional—. La verdad es que en Whitehall nunca nos han tenido en mejor concepto, me complace decir, ni nuestra labor de reclutamiento ha sido nunca más fácil. El ochenta por ciento de nuestra última tanda de jóvenes aspirantes había acabado con sobresaliente cum laude en universidades aceptables y ya nadie se acuerda de Irak. Algunos con sobresaliente cum laude incluso en dos carreras. ¿Te lo puedes creer?

Luke se lo podía creer, pero se abstuvo de comentar que él, con un expediente académico más modesto, se las había arreglado bastante bien durante veinte años.

En la actualidad el único verdadero problema, explicó ella con el mismo tono de resuelta euforia, era que cada día costaba más encontrar un puesto a hombres del calibre y el nivel salarial de Luke, situados ya en su «cota máxima natural». Y a algunos ni siquiera les encontraban puesto, se lamentó. Pero qué iba a hacer ella —díselo— si el joven Jefe prefería un personal sin el lastre de la Guerra Fría a las espaldas. Era una lástima.

Así que lo mejor que podía conseguirle, por desgracia, Luke, pese a su extraordinaria actuación en Bogotá, y tan valiente… y ella, por cierto, no era quién para entrometerse en su vida privada, siempre y cuando esta no incidiese en su trabajo, cosa que no ocurría, a la vista estaba —dicho todo ello atropelladamente a modo de paréntesis—… era una vacante temporal en Administración hasta que la titular se reintegrase una vez cumplida la baja por maternidad.

Entretanto, no sería mala idea que hablara con los del Departamento de Reinserción para ver qué podían ofrecerle en el gran mundo exterior, donde, contrariamente al sinfín de tonterías que se leían en los periódicos, el panorama no era tan negro ni mucho menos. Gracias al terrorismo, y la amenaza de malestar social, el sector de la seguridad privada iba viento en popa. Algunos de sus mejores ex agentes ganaban el doble que en la Agencia, y les encantaba su trabajo. Con un historial de operaciones en el extranjero como el suyo —y su vida privada ya por buen camino, como era el caso, según contaban, aunque eso a ella ni le iba ni le venía—, sin duda Luke sería un valioso elemento para su siguiente jefe.

—¿Y no necesitas terapia postraumática ni nada de eso? —preguntó solícitamente cuando él ya se marchaba.

No de ti, gracias, pensó Luke. Y mi vida privada no va por buen camino.

El Departamento de Administración desarrollaba su aciaga existencia en la planta baja, y Luke tenía el escritorio tan cerca de la calle como podía uno estar sin verse de patas en ella. Después de tres años en la capital mundial del secuestro, no se adaptaba con facilidad a cuestiones como las dietas por kilometraje para el personal de bajo rango destinado en el propio país, pero hacía lo que podía. Por eso mismo fue mayor su sorpresa cuando, transcurrido un mes desde el inicio de su condena, cogió el auricular del teléfono que casi nunca sonaba y oyó la voz de Héctor Meredith, que lo emplazaba para comer con él de inmediato en su club de Londres, conocidamente caduco.

—¿Hoy, Héctor? Vaya.

—Ven temprano y que no se entere ni Dios. Di que te ha venido la regla o algo así.

—¿Qué es temprano?

—Las once.

—¿Las once? ¿Para el almuerzo?

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