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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (36 page)

—¿Estás pasándotelo bien, Luke?

—Sí, la verdad es que sí, gracias. Berna es una ciudad preciosa. Deberíamos venir juntos alguna vez. Traer a Ben.

Así es como hablamos siempre: por el bien del niño. Para que se beneficie al máximo de unos padres felices y heterosexuales.

—¿Quieres hablar con él? —preguntó ella.

—¿Aún no se ha acostado? ¿No me digas que todavía está haciendo las tareas de español?

—Allí es una hora más, Luke.

—Ah, sí, claro. Entonces sí, por favor. Si es posible. Hola, Ben.

—Hola.

—Estoy en Berna, para mi castigo. Berna, en Suiza. La capital. Aquí hay un museo fantástico. El museo Einstein, uno de los mejores que he visto en la vida.

—¿Has ido a un museo?

—Solo media hora. Anoche cuando llegué. Inauguraban una exposición a última hora. Está enfrente del hotel, al otro lado del puente. Y fui.

—¿Por qué?

—Porque me apetecía. Me lo recomendó el conserje y fui.

—¿Así sin más?

—Sí. Así sin más.

—¿Qué más te recomendó?

—¿A qué te refieres?

—¿Has comido fondue de queso?

—No es muy divertido si estás solo. Os necesito a mamá y a ti. Os necesito a los dos.

—Ya, claro.

—Y con un poco de suerte estaré de vuelta para el fin de semana. Iremos al cine o algo así.

—Tengo que hacer una redacción de español, si no te importa.

—Claro que no me importa. Que te vaya bien. ¿De qué trata?

—La verdad es que no lo sé. Cosas españolas. Adiós.

—Adiós.

«¿Qué más te recomendó el conserje?» ¿He oído bien? Como si preguntara: «¿Te mandará el conserje a una fulana?». ¿Qué ha estado contándole Eloise de mí? ¿Y por qué demonios le he dicho que estuve en el museo Einstein si solo vi el folleto en recepción?

Se fue a la cama, puso la BBC World News y enseguida apagó el televisor. Medias verdades. Una cuarta parte de verdades. Lo que el mundo sabe realmente de sí mismo no se atreve a decirlo. Desde lo de Bogotá había descubierto que a veces le faltaba valor para afrontar su soledad. Tenía la sensación de que había estado manteniendo unidas por la fuerza muchas partes de sí mismo durante demasiado tiempo, y ahora empezaban a desarmarse. Fue al minibar, se sirvió un whisky con soda y lo dejó al lado de la cama. Uno solo, y se acabó. Echó de menos a Gail, y luego a Yvonne. ¿Estaría Yvonne quemándose las pestañas con las muestras comerciales de Dima, o acaso yacía en los brazos de su marido perfecto? Si es que este existía, cosa que a veces Luke dudaba. Tal vez se lo había inventado para ahuyentarlo. Volvió a pensar en Gail. ¿También Perry era perfecto? Probablemente sí. Excepto Eloise, todo el mundo tenía un marido perfecto. Pensó en Héctor, padre de Adrián. Héctor visitando a su hijo en la cárcel todos los miércoles y los sábados, seis meses con suerte. Héctor el Savonarola secreto, como lo había llamado algún ingenioso, el fanático obsesionado con la reforma de la Agencia que veneraba, consciente de que perderá la batalla aunque la gane.

Sabía que de un tiempo a esa parte el Comité de Atribuciones disponía de su propia sala de crisis. Parecía lógico: debía de estar en algún lugar muy, muy secreto, suspendida de cables o a treinta metros bajo tierra. En fin, él había estado en salas como esa: en Miami y Washington cuando intercambiaba información con sus…chers colléguesde la CIA, o de la Agencia Contra la Droga, o de la Agencia para el Control del Alcohol, las Armas y el Tabaco, y otras agencias, a saber cuáles. Y en su ponderada opinión, eran lugares donde el delirio colectivo estaba garantizado. Había visto cómo se alteraba el lenguaje corporal conforme los adoctrinados abandonaban su identidad y su sentido común para integrarse en aquel mundo virtual.

Pensó en Matlock, que iba de vacaciones a Madeira y no sabía qué era un «hotel negro». Matlock arrinconado por Héctor, sacándose del bolsillo el nombre de Adrián y disparándolo a quemarropa. Matlock sentado ante su ventanal con vistas al Padre Támesis enumerando soporíferamente sus torpes sutilezas, primero el palo, luego la zanahoria, luego los dos juntos.

En fin, Luke no había mordido el anzuelo ni agachado la cabeza. No es que poseyera una gran astucia, como él mismo reconocía: era «insuficientemente manipulador», según rezaba en uno de sus informes anuales confidenciales, y en el fondo le complacía. No se consideraba manipulador. Lo suyo era más bien la tenacidad. Persistía. Se aferraba a una misma nota contra viento y marea: «no, no y no», ya fuera encadenado en una empalizada o sentado en la otra butaca del confortable despacho de Matlock en…la Lubyanka-sur-Thamise,tomándose su whisky y esquivando sus preguntas. Solo con escucharlas, uno podía abstraerse en sus pensamientos.

«Un contrato de tres años ampliable a cinco en una academia de instrucción, Luke, incluida una bonita vivienda para tu mujer, cosa que contribuirá a mejorar las cosas después de los conflictos que no es necesario mencionar, un plus por cambio de residencia, agradable aire marino, buenos colegios en el barrio… No tendrías que vender tu casa de Londres si no quisieras, no ahora que los precios han caído… Alquílala, ese es mi consejo, disfruta de la renta. Ve a hablar con contabilidad en la planta baja, diles que te mando yo… No estamos al nivel de Héctor en cuestiones inmobiliarias, pocos lo están. —Un silencio para aparentar honrada preocupación—. Confío en que Héctor no vaya a arrastrarte a algo que te venga grande, Luke, siendo como eres un tanto promiscuo en tus lealtades, si me permites decirlo… Me han contado que Ollie Devereux ha caído bajo su hechizo, dicho sea de paso, cosa que considero una imprudencia por su parte. A jornada completa está Ollie, por lo visto, ¿no? ¿O es más bien una colaboración informal?»

Y repitiéndolo todo para Héctor una hora después.

—¿En estos momentos Billy Boy está con nosotros o contra nosotros? —había preguntado Luke a Héctor ante la misma copa de despedida en el aeropuerto Charles de Gaulle cuando, gracias a Dios, pasaron a temas menos personales.

—Billy Boy irá allí donde crea que está su título de caballero. Si tiene que elegir entre los guardabosques y los cazadores furtivos, elegirá a Matlock. Así y todo, un hombre que odia a Aubrey Longrigg tanto como él no puede ser del todo malo —añadió Héctor como si acabara de concebir la idea.

En otras circunstancias Luke habría puesto en duda tan feliz afirmación, pero no era el momento, no en vísperas de la decisiva batalla de Héctor con las fuerzas de las tinieblas.

A saber cómo, era ya jueves por la mañana. A saber cómo, Gail y Perry habían dormido un poco y despertado con el ánimo bien dispuesto para el desayuno con Ollie, que después se marchó en busca de la carroza real, como él la llamaba, mientras ellos preparaban la lista de la compra e iban al supermercado a por alguna que otra cosa para los niños. Como no fue raro, eso les recordó una expedición parecida a St. John's la tarde que Ambrose los acompañó hasta el nacimiento del fragoso sendero que conducía hasta Las Tres Chimeneas a través del bosque, pero esta vez la selección fue mucho más prosaica: agua, con y sin gas, refrescos —bueno, vale, les dejaremos beber Coca-Cola (Perry)—, cosas para picar —los niños por lo general prefieren lo salado a lo dulce, aunque no lo sepan (Gail)—, pequeñas mochilas para todos, da igual si no son de comercio justo; un par de pelotas de goma y un bate de béisbol, que era lo más cercano al criquet que podían conseguir allí pero, si es necesario, les enseñaremos a jugar al pichi, o más probablemente, como los chicos juegan al béisbol, nos enseñarán ellos a nosotros.

La carroza real de Ollie era un viejo remolque para caballos de siete metros con los laterales de madera y el techo de lona. Tenía compartimentos para dos caballos, separados por una mampara, y en el suelo había cojines y mantas para seres humanos. Gail se sentó con cuidado en los cojines. Perry, complacido ante la perspectiva de un viaje rústico, subió de un salto declara la finalidad del sombrero negro de ala ancha: era Ollie el alegre gitano, camino de la feria de caballos.

Estuvieron en marcha quince minutos según el reloj de Perry y se detuvieron con una sacudida en tierra blanda. Nada de travesuras ni de asomarse, había advertido Ollie. Soplaba un viento cálido y el techo de lona encima de ellos se hinchaba como un…spinnaker.Según los cálculos de Ollie, estaban a diez minutos de su objetivo.

«Luke Solo», lo llamaban sus profesores de primaria, como el intrépido héroe de una novela de aventuras olvidada hacía mucho tiempo. Al pensar que a los ocho años manifestaba ya la misma sensación de soledad que lo asediaba a los cuarenta y tres, siempre le parecía injusto.

Pero Luke Solo había seguido siendo, y Luke Solo era en ese momento, con sus gafas de montura de concha y su corbata de la Rusia roja, tecleando ante un portátil plateado, sentado bajo el dosel de cristal espléndidamente iluminado del gran vestíbulo del hotel Bellevue Palace, con una gabardina azul colgada, muy visible, en el brazo de una butaca de piel a medio camino entre las puertas de cristal de la entrada y el Salón d'Honneur, con columnas, escenario del…apéroque está a punto de ofrecer a mediodía el Consorcio Internacional La Arena, véase el hermoso poste indicador de bronce que señala el camino a los invitados. Era Luke Solo, atento a quienes entraban por las muchas y muy elegantes puertas con espejo, allí en espera para evacuar sin ayuda de nadie a un candente desertor ruso.

Durante los últimos diez minutos había contemplado con cierto asombro pasivo la aparición deliberadamente discreta primero de Emilio dell Oro y los dos banqueros suizos, inmortalizados por Gail como Pedro y el Lobo, seguidos de un grupo de hombres con traje gris, luego dos jóvenes saudíes, a juzgar por su aspecto, luego una mujer china y un individuo moreno de hombros anchos a quien Luke atribuyó arbitrariamente un origen griego.

A continuación, en aburrido tropel, los Siete Enviados Limpios en persona, sin más protección que la de Bunny Popham con un clavel en la solapa, y Giles de Salis, lánguidamente encantador, provisto de un bastón de empuñadura de plata a juego con su traje insultantemente perfecto.

Aubrey Longrigg, ¿dónde estás ahora que te necesitan?, quiso preguntarle Luke. ¿Escondiendo la cabeza? Un hombre sensato. Un escaño seguro en el Parlamento y una entrada gratis para el Abierto francés es una cosa, como lo es un soborno…offshorey unos cuantos diamantes más para tu lerda esposa, amén de un cargo de director no ejecutivo en un buen banco nuevo de la City con miles de millones recién blanqueados para jugar. Pero una firma de gala en un banco suizo bajo los focos ya es pasarse de la raya: o eso pensaba Luke cuando la figura desgarbada, calva e irascible de Aubrey Longrigg, diputado, ascendió parsimoniosamente por la escalinata —él en carne y hueso, no ya un retrato—, con Dima, el blanqueador de dinero número uno del mundo, a su lado.

Cuando Luke se hundió un poco más en su butaca de piel y levantó un poco más la tapa de su portátil plateado, supo que si en su vida había existido algo parecido a un momento Eureka era precisamente ese, y nunca habría otro igual, dando gracias una vez más a los dioses en los que no creía por no haber puesto jamás los ojos en Aubrey Longrigg en sus muchos años al servicio de la Agencia, y por que Longrigg, que Luke supiese, no los hubiera puesto en él.

Aun así, solo cuando tuvo la seguridad de que los dos hombres habían pasado camino del Salón d'Honneur —Dima casi lo había rozado— se atrevió Luke a alzar la cabeza y, con una rápida ojeada a los espejos, determinó los siguientes datos de interés para la operación:

Dato uno: Dima y Longrigg no estaban hablando entre sí. Y con toda probabilidad tampoco hablaban entre sí al llegar. Simplemente, por casualidad, habían coincidido en la escalinata. Los seguían otros dos hombres —los típicos contables suizos, de mediana edad y aspecto formal—, y lo más seguro, a juicio de Luke, era que Longrigg hubiera estado hablando con uno de ellos o con los dos, no con Dima. Y si bien la conclusión era endeble —cabía la posibilidad de que hubieran hablado entre sí antes—, Luke tuvo la cautela de buscar consuelo en ello, porque nunca es agradable descubrir, justo cuando la operación cristaliza, que el topo tiene una relación personal que desconocías con uno de los elementos principales. Por lo demás, en lo que se refería a Longrigg, lo asaltó un único pensamiento, exultante, obvio: «¡Está aquí! ¿Lo he visto! ¡Soy el testigo!».

Dato dos: Dima ha decidido marcharse a tambor batiente. Para la gran ocasión se ha puesto un traje milrayas azul a medida de chaqueta cruzada, y para sus delicados pies unos mocasines negros italianos de becerro con borlas, no el calzado ideal, en la efervescente cabeza de Luke, para salir de estampía, pero aquí no vamos a salir de estampía, aquí vamos a replegarnos ordenadamente. A Luke le asombró la actitud de Dima, tratándose de alguien que, según pensaba él mismo, acababa de firmar su propia sentencia de muerte. Quizá estuviera saboreando anticipadamente la venganza: el honor de un viejo…vorque pronto se vería restablecido, y el asesinato de un discípulo que quedaría desagraviado. Quizá, en medio de todas sus angustias, sencillamente se alegraba de poner fin a las mentiras, las evasivas y la simulación, y pensaba ya en la Inglaterra verde y apacible que lo esperaba a él y su familia. Luke conocía bien ese sentimiento.

El…apéroestá en marcha. Un borboteo grave sale del Salón d'Honneur, sube el volumen y vuelve a bajar. Un invitado honorable pronuncia una alocución, primero en un ruso indistinto, después en un inglés indistinto. ¿Pedro? ¿El Lobo? ¿De Salis? No. Es Emilio dell Oro; Luke reconoce su voz porque la recuerda del club de tenis. Aplausos. Un silencio de iglesia mientras se hace un honorable brindis. ¿Por Dima? No, por el honorable Bunny Popham, que es quien responde; Luke conoce también esa voz, y las risas lo confirman. Consulta su reloj, saca el móvil, pulsa el botón preasignado a Ollie:

—Veinte minutos si es puntual —dice, y una vez más se concentra en su portátil plateado.

Ay, Héctor. Ay, Billy Boy. Ya veréis cuando os diga con quién me he tropezado hoy.

«¿Te importa que pontifique un poco, Luke, aquí de manera improvisada?», pregunta Héctor, y apura su whisky en el aeropuerto Charles de Gaulle.

A Luke no le importa en absoluto. Los temas de Adrián, Eloise y Ben han quedado atrás. Héctor acaba de pronunciar su dictamen acerca de Billy Boy Matlock. Han anunciado la salida de su vuelo.

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