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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (37 page)

«En la planificación operacional, solo hay dos circunstancias en las que es válida la flexibilidad. ¿Me sigues, Luke?»

Te sigo, Héctor.

«Una, cuando elaboras el plan. Eso ya lo hemos hecho. Dos, cuando el plan se va al garete. Hasta ese momento, cíñete como una malla a lo que hemos decidido, o la has cagado. Y ahora venga esa mano.»

He aquí, pues, la duda que asaltó a Luke mientras, a falta de cero minutos, esperaba con la mirada fija en la incoherente verborrea de la pantalla de su portátil plateado a que Dima abandonase, solo, el Salón d'Honneur: ¿el recuerdo del sermón de despedida de Héctor acudió a su memoria antes de ver a Niki el cara de niño y el filósofo cadavérico apostarse en las dos sillas de respaldo alto a los lados de las puertas de cristal? ¿O fue inducido por el sobresalto de verlos allí?

Y a propósito, ¿quién fue el primero en llamarlo «filósofo cadavérico»? ¿Perry o Héctor? No, fue Gail. Muy propio de Gail. ¿Quién, si no?

¿Y por qué justo en el momento en que descubrió la presencia de esos dos hombres el murmullo en el Salón d'Honneur fue en aumento hasta convertirse en barullo y las grandes puertas —de hecho solo una, advirtió— se abrieron para dejar salir a Dima, totalmente solo?

La desorientación de Luke no solo fue temporal, sino también espacial. Mientras Dima se acercaba desde atrás, Niki y el filósofo cadavérico se pusieron de pie delante de él, dejando a Luke encorvado a medio camino entre uno y otro, sin saber hacia dónde mirar.

Una colérica sarta de obscenidades en ruso por encima de su hombro derecho le anunció que Dima se había detenido junto a él:

—¿Qué coño queréis de mí, comemierdas? ¿Quieres saber qué voy a hacer, Niki? Voy a mear. ¿Quieres verme mear? Lárgate de aquí. Vete a mearte en el Príncipe, esa perra.

Detrás del mostrador, el conserje levantó la cabeza discretamente. La recepcionista alemana y chic a más no poder se dio media vuelta para echar un vistazo. Quizá ella misma era rusa. Resueltamente sordo a todo ello, Luke tecleó letras sin sentido en su portátil plateado. Niki y el filósofo cadavérico permanecieron allí de pie. Ninguno de los dos se había movido. Quizá sospechaban que la intención de Dima era salir corriendo hacia la calle por las puertas de cristal. En lugar de eso, con un ahogado «me cago en vuestras putas madres», se puso de nuevo en marcha y cruzó el vestíbulo hasta el corto pasillo que llevaba al bar. Dejó atrás el ascensor y se acercó a lo alto de la escalera de piedra que descendía a los aseos del sótano. Para entonces ya no estaba solo. Niki y el filósofo lo seguían, y a unos pasos por detrás de Niki y el filósofo se hallaba el pequeño Luke, dócil e inadvertido, con el portátil bajo el brazo y la gabardina azul encima, necesitando ir al baño.

El corazón ya no le late vigorosamente; se siente los pies y las rodillas prestos y ligeros. Oye y piensa con claridad. Se recuerda a sí mismo que él conoce el terreno y los guardaespaldas no, y Dima también lo conoce, mayor razón para que los guardaespaldas, si es que necesitan motivación extra, se queden detrás de Dima en lugar de situarse delante.

Luke está tan sorprendido por la imprevista aparición de esos dos hombres como a todas luces lo está Dima. No alcanza a comprender, como tampoco Dima, que acosen así a alguien que ya no les sirve de nada y que, según los cálculos de él mismo y probablemente también de ellos, no tardará en estar muerto. Pero no morirá aquí y ahora. No a plena luz del día, a la vista de todo el hotel, con los Siete Enviados Limpios, un distinguido diputado británico y otros dignatarios acabándose el champán y los canapés a veinte metros de allí. Además, como se sabe, el Príncipe es muy puntilloso con sus asesinatos. Le gustan los accidentes, o los atentados terroristas de malhechores chechenos perpetrados indiscriminadamente.

Pero tales reflexiones han de quedar para mejor momento. Si el plan «se ha ido al garete», en palabras de Héctor, este es un momento en que recurrir a la flexibilidad, un momento «no para darle vueltas, sino para actuar sin más», por citar otra vez a Héctor, un momento para recordar todo aquello que le han inculcado machaconamente en los sucesivos cursos de combate sin armas a lo largo de los años, pero que nunca se ha visto en la necesidad de poner en práctica salvo aquella vez en Bogotá, y su actuación fue entre regular y mediocre a lo sumo: unos cuantos golpes a bulto y luego oscuridad.

Pero en esa ocasión fueron los sicarios del magnate de la droga quienes se beneficiaron del factor sorpresa, y ahora era Luke quien lo tenía a su favor. No disponía de unas tijeras para papel, ni de un puñado de calderilla, ni de los cordones de las botas atados, ni de ninguno de esos absurdos artefactos caseros para matar que tanto entusiasmaban a los instructores, pero sí tenía a su disposición un ordenador portátil plateado y, gracias sobre todo a Aubrey Longrigg, una ira extrema. Había acudido a él como un amigo en una situación de necesidad, y en ese momento fue para él un amigo mejor que el valor.

Hacia la mitad de la escalera de piedra Dima alarga el brazo para empujar la puerta.

Niki y el filósofo cadavérico permanecen detrás de él, muy cerca, y Luke permanece detrás de ellos, pero no tan cerca como ellos respecto a Dima.

Luke se siente cohibido. Para un hombre, descender a unos aseos es un asunto íntimo, y Luke valora mucho su intimidad. Así y todo, experimenta un momento de lucidez espiritual único en la vida. Por una vez, la iniciativa la tiene él y nadie más que él. Por una vez, él es el agresor legítimo.

La puerta ante la que se detienen se cierra a veces con llave por motivos de seguridad, como bien señaló Dima en París, pero hoy no está cerrada. Existe la total certeza de que va a abrirse, y eso es porque Luke lleva la llave en su bolsillo.

Por tanto, la puerta se abre, mostrando, más abajo, el hueco de escalera exiguamente iluminado. Dima encabeza aún la marcha, pero esa situación cambia de pronto cuando Luke, de un golpe de portátil ciertamente colosal, manda al filósofo cadavérico rodando escalera abajo sin una queja, más allá de Dima, haciendo perder el equilibrio a Niki y permitiendo así a Dima agarrar por el cuello a su odiado guardaespaldas rubio, el muy renegado, tal como en sus fantasías, según Perry, se proponía asesinar al marido de la difunta madre de Natasha.

Con una mano aún en torno a su cuello, Dima estampa la cabeza del atónito Niki a izquierda y derecha contra la pared más cercana hasta que su cuerpo musculoso e inútil se desploma bajo él y cae sin habla a los pies de Dima, incitando a Dima a asestarle repetidos y violentos puntapiés, primero en la entrepierna y luego a un lado de la cabeza, con la puntera de su inadecuado zapato italiano derecho.

Para Luke, todo esto sucede muy despacio y como lo más natural del mundo, de una manera un poco descoordinada pero con un efecto catártico y misteriosamente triunfal. Coger un portátil con las dos manos, levantarlo por encima de la cabeza tanto como permitan los brazos y descargarlo como el hacha de un verdugo contra el cuello del guardaespaldas cadavérico, situado oportunamente un par de peldaños por debajo, equivalía a resarcirse de todas las afrentas de que había sido objeto a lo largo de los últimos cuarenta años, desde la infancia a la sombra de un padre militar tiránico, o la sucesión de aborrecidos colegios de pago e internados, o las docenas de mujeres con quienes se había acostado para acabar arrepintiéndose, hasta el bosque colombiano donde había estado recluido y el gueto diplomático de Bogotá donde había cometido el más estúpido y compulsivo de todos los pecados de su vida.

Pero a la postre fue sin duda la idea de devolvérsela a Aubrey Longrigg por traicionar la confianza de la Agencia lo que, por irracional que pudiera parecer, le proporcionó el mayor impulso, porque Luke, como Héctor, quería a la Agencia. La Agencia era su madre y su padre y también, un poco, su Dios, aun cuando sus caminos fuesen a veces inescrutables.

Alguien debería estar gritando, pero no es así. Al pie de la escalera yacen los dos hombres, uno encima del otro, en aparente desafío al código homófobo de los…vor.Dima sigue asentando patadas a Niki, que está debajo, y el filósofo cadavérico abre y cierra la boca como un pez fuera del agua. Dándose media vuelta, Luke retrocede con cautela escalera arriba hasta la puerta, echa la llave, se guarda esta otra vez en el bolsillo y se une nuevamente a la tranquila escena que se desarrolla más abajo.

Después de coger por el brazo a Dima —que tiene la necesidad de dar un último puntapié antes de marcharse—, Luke lo obliga a seguir, y juntos dejan atrás los aseos, suben por otra escalera y atraviesan una zona de recepción en desuso hasta llegar a una puerta blindada de reparto donde se lee el rótulo salida de emergencia. Esta puerta no requiere llave pero en su lugar dispone de un dispositivo montado en la pared, una caja verde metálica con tapa de vidrio y, dentro, un botón rojo de alarma para situaciones de emergencia como incendios, inundaciones o atentados terroristas.

En las últimas dieciocho horas Luke ha estudiado detenidamente esta caja verde con su botón para situaciones de emergencia, y también se ha tomado la molestia de hablar con Ollie de sus posibles propiedades. A sugerencia de Ollie ha aflojado previamente los tornillos que sujetan el cristal a la carcasa metálica y cortado un cable rojo de aspecto siniestro que se adentra en las entrañas del hotel, conectando el botón con el sistema central de alarma del establecimiento. En la especulativa opinión de Ollie, después de cortar el cable rojo, el botón permitirá abrir esa salida de emergencia sin provocar un éxodo entre el personal y los huéspedes del hotel.

Tras desprender el cristal ya suelto con la mano izquierda, Luke se dispone a pulsar el botón rojo con la derecha, y descubre que tiene la mano derecha temporalmente inutilizada. Vuelve a usar, pues, la mano izquierda, la puerta se abre con eficacia suiza, tal como Ollie, en sus especulaciones, ha pronosticado, y ahí está la calle, ahí está el día soleado, llamándolos.

Luke insta a Dima a precederlo y —bien por cortesía al hotel o por el deseo de parecer un par de honorables ciudadanos berneses trajeados que casualmente salen a la calle—, se detiene a cerrar la puerta y al mismo tiempo constata, con un sentimiento de gratitud hacia Ollie, que no resuena en el hotel a sus espaldas ninguna sirena de evacuación general.

En la otra acera, a cincuenta metros, hay un aparcamiento subterráneo llamado, curiosamente, Parking Casino. En la primera planta, encarando ya la salida, aguarda el BMW que Luke ha alquilado para la ocasión, y en su entumecida mano derecha se encuentra la llave electrónica que abre las puertas del coche antes de llegar hasta ellas.

—Dios santo, Dick, lo adoro, ¿me oye? —susurra Dima con la respiración entrecortada.

Con la mano derecha entumecida, Luke busca a tientas el móvil bajo el forro caliente de la chaqueta, lo extrae y, con el índice izquierdo, aprieta el bolón asignado a Ollie.

—Es el momento de actuar —ordena con un tono de majestuosa serenidad.

El remolque de caballos volvía a descender por una empinada pendiente y Ollie anunciaba a Perry y Gail que había llegado el momento de actuar. Después de un rato de espera en un área de descanso, habían subido por una tortuosa carretera de montaña, oído cencerros y olido heno. Habían parado, cambiado de sentido y desandado el camino, y ahora esperaban de nuevo, pero solo mientras Ollie levantaba el portón trasero, cosa que hizo lentamente para evitar el ruido, quedando él a la vista poco a poco hasta llegar al sombrero negro de ala ancha.

Detrás de Ollie había un establo, y detrás un cercado y un par de caballos jóvenes de buena planta, zainos, que se acercaron al trote para echarles un vistazo y volvieron a alejarse. Junto al establo se alzaba una gran casa moderna de madera, pintada de rojo oscuro, con los aleros muy prominentes. Tenía un porche delantero y otro lateral, los dos cerrados. El porche delantero daba a la calle y el lateral no, así que Perry eligió el lateral y dijo: «Voy yo delante». Habían acordado que Ollie, como la familia no lo conocía, se quedaría en la furgoneta hasta que lo llamasen.

Mientras Perry y Gail avanzaban, repararon en dos cámaras de televisión de circuito cerrado orientadas hacia ellos, una en el establo y otra en la casa. Responsabilidad de Igor, supuestamente, pero a Igor lo habían enviado de compras.

Perry tocó el timbre y al principio no oyeron nada. A Gail le pareció anormal aquel silencio, y volvió a llamar ella misma. Quizá el timbre no funcionaba. Lo pulsó largamente una vez y luego varias veces más, en toques cortos, para que todos se apresuraran. Y resultó que sí funcionaba, porque oyeron acercarse unos pies jóvenes e impacientes, descorrerse unos pasadores y girar una llave en la cerradura, y asomó uno de los hijos rubios de Dima: Viktor.

Pero en lugar de saludarlos con una sonrisa blanca como el marfil extendiéndose por toda aquella cara pecosa, que era lo que esperaban, Viktor los miró con expresión de desconcierto y nerviosismo.

—¿Ella viene con vosotros? —preguntó en su inglés americano internacional.

Se dirigía a Perry, no a Gail, ya que para entonces Katia e Irina habían cruzado la puerta, y Katia se había aferrado a una pierna de Gail y apretaba la cabeza contra ella mientras Irina alzaba los brazos hacia Gail para que la estrechase.

—A mi hermana, Natasha —vociferó Viktor a Perry con impaciencia, mirando con recelo el remolque como si ella pudiera estar escondida dentro—. Por Dios, ¿has visto a Natasha?

—¿Dónde está vuestra madre? —preguntó Gail, desprendiéndose de las niñas.

Siguieron a Viktor por un pasillo revestido de madera, con olor a alcanfor, hasta un salón de techo bajo y vigas vistas, dividido en dos niveles, con puertas halconeras a través de las que se veía el jardín y, más allá, el cercado. Sentada en el rincón más oscuro, encajonada entre dos maletas de cuero, se hallaba Tamara, que llevaba un sombrero negro con un velo alrededor. Cuando se acercaba a ella, Gail vio, bajo el velo, que se había teñido el pelo con henna y puesto colorete en las mejillas. Tradicionalmente los rusos se sientan antes de un viaje, había leído Gail en algún sitio, y quizá por eso Tamara estaba sentada en ese momento, y por eso permaneció sentada cuando Gail se plantó ante ella con la mirada fija en su rostro rígido y repintado.

—¿Qué le ha pasado a Natasha? —preguntó Gail.

—No lo sabemos —contestó Tamara al vacío.

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