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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (31 page)

A continuación reclaman el apretón de manos dos hombres, con sombreros de papel suizos, uno gordo y ufano, el otro flaco: Pedro y el Lobo, piensa Gail absurdamente, pero el recuerdo de ellos perdura.

—¿Lo has visto ya? —pregunta Gail a Perry, y justo en ese momento ella misma lo localiza: Dima, encorvado al otro extremo del palco, solo y taciturno en una mesa para cuatro, con una botella de vodka Stolichnaya delante; y de pie detrás de él un filósofo cadavérico, con muñecas largas y pómulos salientes, que a todas luces vigila la entrada a la cocina. Emilio dell Oro susurra a Gail al oído como si la conociera de toda la vida:

—La verdad es que nuestro amigo Dima está un poco deprimido, Gail. Ya conocerá usted, claro, la tragedia del doble funeral de Moscú… sus queridos amigos brutalmente asesinados por unos psicópatas… Eso ha tenido un precio. Ya lo verá.

Gail en efecto lo ve. Y se pregunta qué parte de lo que ve es real: un Dima serio, sin alegrarse apenas de su presencia, un Dima sumido en un estado de melancolía avivado por el vodka, que no se molesta en ponerse en pie para saludarlos cuando se acercan, sino que los mira con expresión ceñuda desde el rincón al que ha sido relegado con sus dos vigilantes, ya que ahora el rubio Niki ha montado guardia al lado del filósofo cadavérico, y hay algo de escalofriante en la manera en que los dos hombres permanecen ajenos el uno al otro a la vez que conceden su atención al prisionero.

—Acérquese, Catedrático. ¡No se fíe de ese puñetero Emilio! Gail. La quiero. Siéntense.
Gargon!
Champán. Carne de Kobe.
Ici.

Fuera, en la pista, la Guardia Republicana de Napoleón ha vuelto a sus puestos.

Federer y Soderling se suben a una tribuna. Los acompaña Andre Agassi, trajeado.

—¿Han hablado con los puñeteros mandamases de aquella mesa, la que está en alto? —preguntó Dima, huraño—. ¿Quieren conocer a unos cuantos banqueros, abogados, contables? ¿A la gente que jode el mundo? Tenemos franceses, alemanes, suizos. —Levantó la cabeza y gritó hacia el otro extremo del palco—: ¡Eh, saludad todos al Catedrático! ¡Este hombre me trató como a un maricón en el tenis! Esta es Gail. Él va a casarse con esta chica. Si no se casa con ella, ella se casará con Roger Federer. ¿No es así, Gail?

—Creo que me conformaré con Perry —contestó Gail.

¿Lo escuchaba alguien? Desde luego no los jóvenes de mirada dura en la mesa grande ni sus chicas, que se arrimaron más entre sí efusivamente al levantar Dima la voz. También en las mesas cercanas predominó la indiferencia.

—¡E ingleses, tenemos! Hombres que juegan limpio. ¡Eh, Bunny! ¡Aubrey! ¡Bunny, ven aquí! ¡Bunny! —Sin respuesta—. ¿Saben lo que significa «Bunny»? «Conejo.» Anda y que se joda.

Volviéndose animadamente para compartir la broma, Gail llegó a tiempo de identificar a un caballero regordete con barba y patillas anchas, y si su apodo no era Bunny, debería serlo. Pero al tal Aubrey lo buscó en vano, a menos que fuese el hombre alto y medio calvo, cargado de espaldas, de expresión inteligente, con unas gafas montadas al aire, que en ese momento recorría briosamente el pasillo en dirección a la puerta con la gabardina colgada del brazo, como quien de pronto recuerda que tiene que coger el tren.

El atildado Emilio dell Oro, con su espléndido pelo gris plata, había ocupado el asiento libre al otro lado de Dima. ¿Era ese pelo auténtico o era una peluca?, se preguntó Gail. Últimamente están tan bien hechas.

Dima propone un partido de tenis para el día siguiente. Perry inventa excusas, disculpándose con Dima como un viejo amigo, que es en lo que de algún modo se ha convertido en esas tres semanas desde que se conocen.

—Dima, de verdad que lo veo imposible —sostiene Perry—. Nos hemos comprometido con un sinfín de gente. No he traído el equipo. Y le he dado mi palabra a Gail de que esta vez veremos los nenúfares de Monet. En serio.

Dima toma un trago de vodka, se enjuga la boca. Coge un pepinillo de la mesa, se lo come.

—Jugaremos —insiste, presentándolo como hecho consumado—. Club des Rois. Mañana a las doce. Ya he reservado la pista. Después nos darán un puto masaje.

—¿Un masaje bajo la lluvia, Dima? —pregunta Gail en tono jocoso, echándole un capote a Perry—. No me diga que ha descubierto un vicio nuevo.

Dima no le presta atención.

—Tengo una reunión en el puto banco, a las nueve, para firmar un montón de papeles. A las doce juego la puta revancha con usted, ¿me oye? ¿Va a rajarse?

Perry empieza a protestar de nuevo. Dima hace caso omiso.

—Pista número seis. La mejor. Jugamos una hora, nos dan un masaje, comemos. Pago yo, joder.

Interponiéndose finalmente con cortés desenvoltura, Dell Oro opta por causar una distracción:

—¿Y dónde se alojan en París, si me permite preguntarlo, Catedrático? ¿En el Ritz? Espero que no. Aquí hay hotelitos maravillosos, si uno sabe dónde buscar. Si me hubiese enterado antes, les habría dado el nombre de media docena.

«Si os preguntan, no os andéis con tonterías: contestad a las claras —había dicho Héctor—. Es una pregunta inocente; recibe una respuesta inocente.» Como se vio, Perry se había tomado la recomendación muy en serio, porque ya estaba riéndose: —En un sitio tan cutre que ni se lo creería —exclamó. Pero Emilio sí se lo creyó, y le gustó tanto el nombre que lo anotó en un cuaderno de piel de cocodrilo que guardaba en el forro azul marino de la americana de color crema con su emblema en el bolsillo. Y después se dirigió a Dima con toda la fuerza de su persuasivo encanto:

—Si es tenis lo que estás proponiendo para mañana, Dima, creo que Gail tiene toda la razón. Te has olvidado por completo de la lluvia. Ni siquiera nuestro amigo el Catedrático puede darte una satisfacción bajo un aguacero. Los partes para mañana eran incluso peores que los de hoy.—¡A mí no me jodas!

Dima había descargado tal golpe de puño en la mesa que los vasos se volcaron y una botella de borgoña hubiera acabado vertida en la alfombra a no ser porque Perry la cazó al vuelo y la volvió a colocar derecha. Junto a la pared inclinada de cristal, dio la impresión de que todos habían ensordecido por la explosión de una bomba.

Con un amable ruego, Perry devolvió la apariencia de calma: —Tranquilo, Dima. Ni siquiera tengo raqueta, por Dios. —Dell Oro tiene veinte puñeteras raquetas. —Treinta —corrigió Dell Oro con tono glacial. —¡Vale, pues!

Vale ¿qué? ¿Vale que Dima volverá a golpear la mesa? Tiene el rostro tenso y bañado en sudor, con el mentón al frente, y cuando se levanta, tambaleante, echa atrás el torso, coge a Perry por la muñeca y tira de él para obligarlo a ponerse también en pie.

—¡Vale! ¡Atentos todos! —anuncia a voz en cuello—. Mañana, el Catedrático y yo jugaremos la revancha y lo voy a hacer papilla. A las doce, en el Club des Rois. Quien quiera venir a verlo que traiga un puñetero paraguas. Después habrá comida. Paga el ganador. O sea, Dima. ¿Me oís?

Algunos lo oyen. Uno o dos incluso sonríen, y un par aplauden. Desde la mesa central al principio nada; finalmente un único comentario en ruso, un susurro, seguido de una risotada poco cordial.

Gail y Perry se miran, sonríen y se encogen de hombros. Ante fuerza tan irresistible y situación tan embarazosa, ¿cómo van a negarse? Previendo su rendición, Emilio dell Oro intenta impedirla:

—Dima, opino que presionas demasiado a tus amigos. Tal vez puedas programar un partido para más adelante este mismo año, ¿no?

Pero llega tarde, y Gail y Perry pecan de compasivos.

—En fin, Emilio —dice Gail—, si tantas ganas tiene Dima de jugar y si Perry está dispuesto, ¿por qué no dejamos que los chicos se diviertan? Si tú quieres, Perry, por mí no hay problema. ¿Cariño?

Eso de «cariño» es nuevo, más por Milton y Doolittle que por ellos.

—Pues vale. Pero con una condición —otra vez Dell Oro, en pugna por llevar la ventaja—: esta noche vienen ustedes a mi fiesta. Tengo una casa magnífica en Neuilly, les encantará. A Dima le encanta, es nuestro invitado. Nuestros honorables colegas de Moscú se alojan con nosotros. Ahora mismo mi esposa, la pobre, está supervisando los preparativos. ¿Qué les parece si mando un coche a su hotel a las ocho? Vistan como les apetezca, por favor. Somos gente muy informal.

Pero la invitación de Dell Oro cae en tierra yerma. Perry se ríe y contesta que es del todo imposible, Emilio, la verdad. Gail afirma que sus amigos parisinos nunca se lo perdonarían, y no, desde luego no puede llevarlos a ellos también, han organizado su propia fiesta, y Gail y Perry son los invitados de honor.

Quedan, pues, en que el coche de Emilio los recogerá en su hotel a las once de la mañana del día siguiente para jugar al tenis bajo la lluvia, y si las miradas matasen, Dell Oro estaría en ese momento matando a Dima, pero según Héctor no podrá hacerlo hasta después de Berna.

—Los dos formáis un reparto absolutamente pasmoso —exclamó Héctor—. ¿No te parece, Luke? Gail, con esa adorable intuición. Tú, Perry, joder, con esa extraordinaria agilidad mental tuya. Y no es que Gail sea obtusa precisamente. Muchísimas gracias por llegar tan lejos. Por ser tan valientes en la guarida del león. ¿Hablo como un jefe de
scouts?

—Diría que sí —respondió Perry, tendido con absoluto abandono en un diván bajo la gran ventana en arco que daba al Sena.

—Me alegro —dijo Héctor, complacido, arrancando exultantes risas.

Solo Gail, sentada en un taburete junto a la cabeza de Perry, peinándole el pelo pensativamente con los dedos, parecía un tanto alejada de la celebración.

Estaban en la Île Saint-Louis, recién cenados. El espléndido apartamento en el último piso de la antigua fortaleza pertenecía a la tía artista de Luke. Su obra, que ella nunca se había rebajado a vender, permanecía apilada contra las paredes. Era una mujer hermosa, divertida, de setenta años cumplidos. Como de joven había combatido en la Resistencia contra los alemanes, se sentía cómoda en el papel asignado en la pequeña intriga de Luke.

—Tengo entendido que somos amigos desde hace mucho tiempo —había dicho a Perry hacía un par de horas, tocándole con delicadeza la mano en un gesto de saludo y apartando enseguida la suya—. Nos conocimos en el salón de una querida amiga mía cuando era usted un estudiante con un insaciable deseo de pintar. Su nombre, si desea uno, era Michelle de la Tour, ya fallecida desgraciadamente. Le permití quedarse a mi sombra. Era usted demasiado joven para ser mi amante. ¿Le bastará con eso o necesita más?

—Basta y sobra, gracias —dijo Perry, y se rió.

—A mí no me basta. Nadie es demasiado joven para ser mi amante. Luke le servirá
confit
de pato y Camembert. Le deseo una velada agradable. Y usted, querida, es exquisita —a Gail— y demasiado buena para este artista fracasado suyo. Lo digo en broma. Luke, no te olvides de Shiba.

Shiba, su gata siamesa, ahora sentada en el regazo de Gail.

En la mesa, durante la cena, Perry —todavía muy exaltado— había sido el alma de la fiesta, ya fuera encomiando atropelladamente a Federer o reviviendo el encuentro ingeniado por Dima, o el
tour de forcé
de Dima en el palco de cortesía. Para Gail, era como oírlo distenderse después de una peligrosa escalada o una reñida carrera campo a través. Y Luke y Héctor eran el público perfecto: Héctor, arrobado y anormalmente mudo, interrumpiendo solo para arrancarles otro fragmento de descripción —en cuanto al posible Aubrey, ¿cuál era su estatura, calculaban? ¿Y Bunny estaba borracho?—; Luke, que iba una y otra vez a la enorme cocina o llenaba las copas con cierto exhibicionismo, prestando especial atención a la de Gail, o atendía alguna llamada de Ollie, pero en esencia seguía siendo miembro del equipo.

Solo cuando la cena y el vino obraron su terapia, y el ánimo aventurero de Perry dio paso a un sobrio silencio, Héctor volvió a las palabras exactas empleadas por Dima para invitarlos al partido de tenis en el Club des Rois.

—Suponemos, pues, que el mensaje está en el masaje —afirmó—. ¿Alguien tiene algo que añadir al respecto?

—El masaje prácticamente formaba parte del desafío —convino Perry.

—¿Luke?

—Para mí está claro como el agua. ¿Cuántas veces?

—Tres —contestó Perry.

—¿Gail? —preguntó Héctor.

Despertando de sus distracciones, Gail se mostró menos segura que los hombres:

—Yo solo me pregunto si Emilio también lo vería claro como el agua —dijo, procurando eludir la mirada de Luke.

Héctor también se lo había preguntado.

—Sí, bueno, la cuestión es, supongo, que si Dell Oro se huele que aquí hay gato encerrado, suspenderá el partido de tenis de inmediato, y entonces estamos jodidos. Se acabó el juego. Ahora bien, según los últimos partes de Ollie, todo apunta en dirección contraria, ¿no, Luke?

—Ollie ha estado frecuentando una reunión informal de chóferes frente al
chutean
de Dell Oro —explicó Luke, con su bruñida sonrisa—. El partido de tenis corre a cargo de Emilio, a modo de celebración después de la firma. Sus caballeros de Moscú ya han visto la torre Eiffel y no tienen ningún interés en el Louvre, así que se han convertido en una pesada carga para Emilio.

—¿Y el mensaje sobre el masaje? —instó Héctor.

—Es que Dima ha reservado dos sesiones paralelas para Perry y para él inmediatamente después del partido. Ollie también ha averiguado que el Club des Rois, si bien proporciona tenis a algunos de los clientes más deseables del mundo, se enorgullece de ser un refugio seguro. No está bien visto que los guardaespaldas correteen detrás de sus protegidos por los vestuarios, las saunas o los salones de masaje. Se los invita a quedarse sentados en el vestíbulo del club o en sus limusinas blindadas.

—¿Y los masajistas del club? —preguntó Gail—. ¿Qué harán ellos mientras los chicos celebran su consejo?

Luke ya tenía la respuesta, y su sonrisa especial.

—El lunes es su día libre, Gail. Solo están disponibles para citas concertadas. Ni siquiera Emilio sabrá que mañana no están.

En el Hôtel des Quinze Anges era la una de la madrugada y Perry por fin había conciliado el sueño. Yendo de puntillas al cuarto de baño, al final del pasillo, Gail entró, cerró la puerta y, bajo la exigua luz de la bombilla con menos vatios del mundo, releyó el mensaje de texto que había recibido a las siete de esa tarde, justo antes de marcharse a cenar en la Île.

Mi padre dice que estás en París. Un médico suizo me informa estoy embarazada 9 semanas. Max está escalando montañas y no contesta. Gail.

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