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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (42 page)

Solo que, según Héctor, el tiovivo no se ha puesto en marcha. ¿Por qué saltar, pues?

Luke deseaba con toda su alma tener a alguien con quien compartir estas reflexiones, pero como de costumbre no había nadie. Perry y Gail estaban fuera del círculo, Yvonne estaba fuera de antena. Y Ollie… en fin, Ollie era el mejor factótum del sector, pero no un Einstein en lo que se refería al toma y daca de las intrigas de alto nivel.

Mientras Gail y Perry llevaban a cabo su inestimable labor de padres adoptivos, primeros artistas de la troupe, jugadores de Monopoly y guías turísticos de los niños, Ollie y Luke habían ido descartando las señales de alarma o añadiéndolas a la creciente lista de preocupaciones de Luke.

En el transcurso de una mañana Ollie había visto pasar dos veces por el lado norte de la casa a la misma pareja, luego dos veces por el lado sudoeste. En una de las ocasiones la mujer llevaba un pañuelo amarillo y un abrigo Loden verde, en otra una pamela de ala caída y pantalón. Pero las mismas botas y calcetines, y el mismo bastón de montañismo. El hombre llevaba pantalón corto la primera vez y un pantalón holgado de piel de leopardo la segunda, pero la misma gorra de visera y los mismos andares, con las manos a los lados, apenas moviéndolas al ritmo de los pasos.

Y Ollie había dado clases de observación en la academia de instrucción, y por tanto no era fácil despistarlo.

Ollie también había permanecido atento a la estación de Wengen desde el encuentro de Gail y Natasha con las autoridades suizas en Interlaken Ost. Según un empleado ferroviario con quien Ollie había tomado una cerveza tranquilamente en el Eiger Bar, la presencia policial en Wengen, restringida normalmente a lo necesario para resolver alguna que otra pelea callejera o realizar alguna pesquisa sin gran convicción en busca de traficantes de droga, había aumentado en los últimos días. Ahora controlaban los registros de los hoteles, y se había mostrado subrepticiamente a los empleados de las taquillas en las estaciones de tren y teleférico la fotografía de un hombre calvo de rostro ancho con barba.

—Supongo que Dima nunca se ha dejado la barba, ¿no? En los tiempos en que abría su primera lavandería de dinero en Brighton Beach, tal vez —preguntó a Luke durante un tranquilo paseo por el jardín.

Barba y bigote, admitió Luke, muy serio. Formaban parte de la nueva identidad que adquirió para entrar en Estados Unidos. Se los había afeitado hacía solo cinco años.

Y —quizá fuera pura casualidad, pero Ollie lo dudaba— mientras estaba en el quiosco de la estación, comprando el
International Herald Tribune
y la prensa local, vio a la misma pareja sospechosa que había visto acechar la casa. Estaban sentados en la sala de espera, mirando la pared. Al cabo de dos horas y varios trenes en ambas direcciones, allí seguían. A Ollie no se le ocurría ninguna otra explicación para su conducta salvo una pifia: el relevo del equipo de vigilancia había perdido el tren, y esos dos esperaban mientras sus superiores decidían qué hacer con ellos, o —teniendo en cuenta la posición elegida, con una buena vista del andén de la vía uno— aguardaban allí para ver quién se apeaba de los trenes procedentes de Lauterbrunnen.

—Además, la buena mujer de la quesería me preguntó a cuánta gente le daba yo de comer, cosa que no me gustó, pero acaso se refiriese a mi barriga, un tanto voluminosa —concluyó él, como para aligerar el peso de la carga de Luke, pero a los dos les costaba tomarse las cosas con humor.

Inquietaba a Luke asimismo el hecho de que la familia incluía a niños en edad escolar. Aún era período lectivo en los colegios suizos. ¿Por qué, pues, nuestros niños no iban al colegio? La enfermera se lo preguntó al ir al ambulatorio del pueblo para que le examinaran la mano. Su pobre respuesta —que las escuelas internacionales tenían un descanso a medio trimestre— no le había parecido muy convincente ni siquiera a él.

Hasta el momento Luke había insistido en recluir a Dima dentro de la casa, y Dima, sintiéndose en deuda, había accedido de mala gana. En la exaltación posterior a la refriega en la escalera del Bellevue Palace, Luke era incapaz de hacer nada mal a ojos de Dima. Pero conforme transcurrieron los días, y Luke tuvo que buscar una explicación tras otra para las dilatorias de los
apparatchiks
londinenses, el ánimo de Dima degeneró primero en resistencia y luego en franca rebeldía. Cansado ya de Luke, trasladó su queja a Perry con su habitual franqueza.

—Si quiero llevar a Tamara de paseo, la voy a llevar —gruñó—. Si veo una montaña bonita, quiero enseñársela a ella. No estamos en el puto Kolyma. Dígaselo a Dick, ¿me oye, Catedrático?

Para el ligero ascenso por el camino de cemento hasta los bancos con vistas al valle, Tamara decidió que necesitaba una silla de ruedas. Mandaron a Ollie a por una. Con el pelo teñido de henna, el exceso de carmín en los labios y las gafas de sol semejaba el artefacto de un nigromante, y Dima, con su mono y su gorro de lana, no ofrecía una imagen mucho mejor. Pero en una comunidad acostumbrada a toda suerte de aberración humana, formaban algo así como una pareja de ancianos ideal cuando Dima empujaba a Tamara lentamente cuesta arriba por detrás de la casa para enseñarle la majestuosa vista de la cascada de Staubbach y, más allá, el valle de Lauterbrunnen.

Y si Natasha los acompañaba, como a veces hacía, no era ya como la odiada hija natural engendrada por Dima e impuesta a Tamara cuando salió, medio loca, de la cárcel, sino su afectuosa y obediente hija, sin importar ya si era ilegítima o adoptada. Pero Natasha sobre todo leía sus libros o buscaba la compañía de su padre cuando estaba solo, y entonces lo lisonjeaba, le acariciaba la calva y lo besaba como si fuese su niño.

Mas Perry y Gail eran también una parte esencial de esa familia recién constituida: Gail siempre pensando en nuevas actividades para las niñas, presentándoles a las vacas en los prados, llevándolas a la quesería para ver cómo laminaban el Hobelkäse, buscando ciervos y ardillas en el bosque, y Perry en el papel de admirado jefe de equipo de los chicos y pararrayos de su energía sobrante. Perry solo ponía objeciones cuando Gail proponía jugar a dobles con los chicos por la mañana temprano. Después del endemoniado partido de París, decía él, necesitaba un tiempo para recuperarse.

Ocultar a Dima y su troupe era solo una de las angustias acumuladas de Luke. Mientras dejaba pasar las noches en su habitación del piso de arriba, en espera de los aleatorios partes de Héctor, disponía de tiempo más que suficiente para reunir las pruebas de que su presencia en el pueblo atraía atención no deseada y, en sus muchas horas de insomnio, concebir teorías de la conspiración que poseían un incómodo cariz de realidad.

Le preocupaba su identidad como Brabazon, y si el diligente Herr Direktor del Bellevue habría establecido ya la conexión entre su inspección de las instalaciones del hotel y los dos rusos apaleados al pie de la escalera; y de ahí, con la ayuda de la policía, pasó a cierto BMW aparcado bajo un haya en la estación de Grindelwald Grund.

Su peor panorama era el siguiente:

Uno de los guardaespaldas —probablemente el filósofo cadavérico— consigue subir a rastras por la escalera y aporrear la puerta cerrada.

O quizá la especulativa interpretación de la electrónica de la salida de emergencia había sido finalmente un poco demasiado especulativa.

En cualquier caso, alguien da la voz de alarma y la noticia del altercado llega a oídos de los asistentes mejor informados del
apéro
ofrecido por La Arena en el Salón d'Honneur. Los guardaespaldas de Dima han sido atacados, Dima ha desaparecido.

Ahora todo vuelve a estar en movimiento. Emilio dell Oro avisa a los Siete Enviados Limpios, que cogen sus móviles y avisan a sus hermanos
vory,
quienes a su vez alertan al Príncipe.

Emilio alerta a sus amigos en la banca francesa, quienes a su vez alertan a sus amigos en altos cargos de la administración suiza, sin excluir los servicios de policía y seguridad, cuyo primer deber en la vida es preservar la integridad de los sagrados banqueros suizos y detener a cualquiera que lo ponga en duda.

Emilio dell Oro alerta además a Aubrey Longrigg, Bunny Popham y De Salis, que alertan a quienquiera que alerten, véase abajo:

El embajador ruso en Berna recibe perentorias instrucciones desde Moscú, inspiradas por el Príncipe, para que exija la liberación de los guardaespaldas antes de que canten y, más concretamente, para que siga el rastro a Dima y lo devuelva en el acto a su país de origen.

Las autoridades suizas, que hasta el momento habían ofrecido refugio gustosamente a Dima, el acaudalado financiero, promueven la persecución a nivel nacional de Dima, el fugitivo de la justicia.

Pero incluso la historia más lúgubre tiene su giro imprevisto, y Luke, por más que se empeña, no consigue desentrañarlo. ¿Por qué secuencia de circunstancias, sospechas o información secreta pura y dura se personaron los dos guardaespaldas en el hotel Bellevue Palace después de la segunda firma? ¿Quién los envió? Con órdenes de hacer ¿qué? ¿Y por qué?

O dicho con otras palabras: en el momento de la segunda firma, ¿tenían ya el Príncipe y sus hermanos motivos para saber que Dima se proponía quebrantar el juramento inquebrantable de los
vory
y convertirse así en la «perra» más grande de todos los tiempos?

Pero cuando Luke se aventura a transmitir dichas preocupaciones a Dima —bien que de forma diluida—, este las escucha como si tal cosa. Héctor tampoco se muestra más receptivo. Casi a voz en cuello, contesta: «Si vas por ese camino, estás jodido desde el primer día».

¿Cambiar de casa? ¿Una huida nocturna a Zurich, Basilea, Ginebra? En último extremo, ¿para qué? ¿Para dejar atrás el mar de fondo? ¿Para desconcertar a los comerciantes, los dueños de la finca, la agencia inmobiliaria, y dar pábulo a los rumores en el pueblo?

—Podría conseguirte unas cuantas armas si te interesa —propuso Ollie en otro vano esfuerzo por animar a Luke—. Según he oído, no hay una sola familia en el pueblo que no esté armada hasta los dientes, al margen de lo que diga la normativa. Son para cuando vengan los rusos. Esta gente no sabe a quién tiene aquí…

—En fin, esperemos que no —contestó Luke con una animosa sonrisa.

Para Perry y Gail, su existencia cotidiana tenía algo de idílico, algo de —como diría Dima con nostalgia— puro. Era como si los hubiesen apostado en un remoto bastión de la humanidad, con la misión de ejercer un deber de asistencia a las personas que tenían a su cargo.

En cuanto a Perry, si no andaba por el monte con los chicos —ya que Luke había insistido en que evitasen los caminos más transitados, y Alexei había descubierto que, a fin de cuentas, no padecía de vértigo, sino que sencillamente no le caía bien Max—, daba paseos con Dima al atardecer, o se sentaba con él en un banco al borde del bosque, viéndolo escrutar el valle con la misma intensidad con que, en el exiguo espacio de su atalaya en Las Tres Chimeneas, interrumpía su monólogo y escrutaba la oscuridad, se limpiaba luego la boca con el dorso de la mano, tomaba un trago de vodka y seguía escrutando. A veces exigía quedarse a solas en el bosque con su dictáfono mientras Ollie o Luke vigilaban escondidos a lo lejos. Pero se guardaba los casetes como parte de su póliza de seguros.

Aquellos días, fueran los que fuesen, lo habían envejecido, advirtió Perry. Tal vez estuviese tomando plena conciencia de la magnitud de su traición. Tal vez, mientras contemplaba la eternidad, o musitaba en secreto para su dictáfono, buscaba una especie de reconciliación interior. Eso parecía indicar su efusiva ternura con Tamara. Tal vez un renacido instinto religioso
vor
había allanado su camino hacia ella: «Cuando mi Tamara se muera, Dios ya se habrá quedado sordo, de tanto como ella le reza», comentó con orgullo, dejando a Perry la impresión de que, por lo que se refería a su propia redención, era menos optimista.

Perry veía también con asombro la tolerancia que Dima mostraba con él, que parecía aumentar en proporción inversa a su desprecio por las medias promesas de Luke, quien tan pronto las hacía como las retiraba, arrepentido de haberlas hecho.

«No se preocupe, Catedrático. Algún día seremos felices, ¿me oye? Dios pondrá remedio a toda esta mierda —declaró, paseando por el sendero con la mano a ratos cerrada afectuosamente en torno al bíceps de Perry, a ratos apoyada sobre su hombro en actitud posesiva—. Viktor y Alexei lo tienen a usted por un puto héroe o algo así. A lo mejor algún día lo nombran
vor.»

Perry no se dejó engañar por la risotada que siguió a este comentario. Llevaba ya unos días viéndose cada vez más como heredero de la línea de profunda amistad masculina de Dima: con el fallecido Nikita, que lo había hecho hombre; con el asesinado Misha, su discípulo, a quien, para su vergüenza, no había conseguido proteger; y con todos los luchadores y hombres de hierro que habían imperado durante su período de reclusión en Kolyma y después.

Sí fue una sorpresa, en cambio, su inverosímil nombramiento como confesor de medianoche de Héctor. Sabía, como también lo sabía Gail —no era necesario que Luke se lo dijese, bastaba con las evasivas diarias—, que en Londres las cosas no iban tan sobre ruedas como Héctor preveía. Sabían por el lenguaje corporal que también en Luke la tensión emocional era grande, por más que intentase esconderlo.

Así las cosas, cuando sonó la melodía codificada del móvil de Perry a la una de la madrugada, impulsándolo a él a incorporarse de inmediato y a Gail, sin esperar a saber quién llamaba, a alejarse rápidamente por el pasillo para echar una ojeada a las niñas dormidas, y oyó la voz de Héctor, pensó primero que iba a pedirle que subiese el ánimo a Luke, o —más acorde con sus deseos— que desempeñase un papel más activo en el secreto traslado de los Dima a Inglaterra.

—¿Te importaría charlar conmigo unos minutos, Milton?

¿De verdad era la voz de Héctor? ¿O era una grabadora, y las pilas estaban agotándose?

—Charlemos.

—Hay un filósofo polaco que leo de vez en cuando.

—¿Cómo se llama?

—Kolakowski. He pensado que quizá lo conozcas.

Perry lo conocía, pero no sintió necesidad de decirlo.

—¿Y qué tiene de especial? —¿Acaso estaba borracho? ¿Demasiado whisky de malta de la isla de Skye?

—Era muy severo en sus opiniones sobre el bien y el mal, ese Kolakowski, opiniones que últimamente tiendo a compartir. El mal es el mal, y punto. No tiene su origen en las circunstancias sociales. No se debe a las privaciones ni a la adicción a las drogas ni a nada. El mal es una fuerza humana por completo independiente. —Un largo silencio—. Me preguntaba si tú tienes alguna postura a ese respecto.

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