—¡Herejes sin Dios y sin vergüenza! —los define la madre.
Y dando allí con un oficial imperial que sale de una casa donde se aloja, lo acometen ambas arrebatándole la espada, le causan varias heridas con ésta, y lo habrían matado de no acudir en su socorro varios soldados franceses, que a culatazos y golpes de bayoneta dejan a las dos mujeres malparadas y exánimes.
De los barrios más broncos, a los que van llegando noticias de balcón en balcón y de boca en boca, convergen hacia las calles céntricas grupos de chisperos, manolos y gentuza encolerizada, con el aliento de numerosas mujeres que los acompañan y jalean, para atacar a todo francés con que se topan. No hay soldado imperial a pie o montado que no reciba palos, navajazos, pedradas, golpes de tejas, ladrillos o macetas. Una de éstas, arrojada desde un balcón de la calle del Barquillo, mata al hijo del general Legrand —que ha sido paje personal del Emperador—, derribándolo del caballo ante la consternación de sus compañeros. Cerca de allí, José Muñiz Cueto, asturiano de veintiocho años, que trabaja de mozo en la hostería de la plazuela de Matute y viene de Palacio espantado por lo que acaba de vivir, se une a otros jóvenes en la persecución de un francés al que descubren huyendo, hasta que éste se mete en el colegio de Loreto, donde unas monjas salen a defenderlo y lo acogen dentro. De vuelta a la hostería, el asturiano encuentra a su hermano Miguel y a otros tres sirvientes —se llaman Salvador Martínez, Antonio Arango y Luis López— armándose con el dueño del negocio, José Fernández Villamil, para salir a buscar franceses. En la cocina se oye el llanto de la hostelera y las criadas.
—¿Vienes? —pregunta el amo.
—La duda ofende. Y más yendo mi hermano.
Se echan los seis afuera en chaleco y remangadas las camisas, serios, determinados. Todos llevan sus navajas, a las que han añadido grandes cuchillos de cocina, el hacha de partir leña, un chuzo oxidado, un espetón de asar y una escopeta de caza que el hostelero descuelga de la pared. En la calle de las Huertas, donde se les unen el aprendiz de sastre de un taller cercano y un platero de la calle de la Gorguera, hay un enorme charco de sangre en el suelo, pero no ven a nadie muerto o herido, ni español ni francés. Alguien dice desde una ventana que un mosiú se ha defendido: la del suelo es sangre madrileña. Algunas mujeres gritan o se lamentan en los balcones; otras, al ver al hostelero y sus mozos, aplauden y piden venganza. De camino, mientras la partida engrosa con nuevas incorporaciones —un mancebo de botica, un yesero, un mozo de cuerda y un mendigo que suele pedir en Antón Martín—, algunos comerciantes cierran las puertas y ponen tablones en los escaparates. Unos pocos animan al grupo armado, y los chicuelos de la calle dejan trompos y tabas para correr detrás.
—¡A Palacio!… ¡A Palacio! —grita el mendigo—… ¡Que no quede franchute vivo!
De ese modo empiezan a formarse por toda la ciudad partidas espontáneas, que tendrán papel relevante al poco rato, cuando los disturbios se conviertan en insurrección masiva y la sangre corra a ríos por las calles. La Historia registrará la existencia de al menos quince de estas partidas organizadas, sólo cinco de ellas dirigidas por individuos con preparación militar. Como la capitaneada desde la plazuela de Matute por el hostelero Fernández Villamil, donde figuran los mozos José Muñiz y su hermano Miguel, casi todas las cuadrillas se forman con gente del pueblo bajo, obreros, artesanos, humildes funcionarios y pequeños comerciantes, con poca presencia de clases acomodadas y sólo en un caso conducidas por alguien que pertenece a la nobleza. Uno de esos grupos se levanta en una botillería de la carrera de San Jerónimo; otro se forma en la calle de la Bola, entre los lacayos del conde de Altamira y los del embajador de Portugal; otro sale de la corredera de San Pablo, dirigido por el almacenista de carbón Cosme de Mora; otro lo organiza en la calle de Atocha el platero Julián Tejedor de la Torre con su amigo el guarnicionero Lorenzo Domínguez, sus oficiales y aprendices; y otro, el más ilustrado de los que hoy combatirán en las calles de Madrid, es levantado por el arquitecto y académico de San Fernando don Alfonso Sánchez en su casa de la parroquia de San Ginés, donde arma a sus criados, a algunos vecinos y a sus colegas Bartolomé Tejada, profesor de Arquitectura, y José Alarcón, profesor de Ciencias en la academia de cadetes de Guardias Españolas: unos caballeros que, según todos los testigos, pelearán durante la jornada, pese a su posición, edad e intereses, con mucho coraje y mucha decencia.
No todo el mundo persigue a los franceses. Es cierto que en los barrios más bajos o populares y en las cercanías de Palacio, calientes tras la matanza hecha por la Guardia Imperial, los vecinos se ensañan con cuantos caen en sus manos; pero muchas familias protegen a los que se alojan en domicilios particulares y los ponen a salvo del furor de quienes pretenden asesinarlos. No siempre se trata de caridad cristiana: para muchos madrileños, sobre todo gente establecida, empleados del Estado, altos funcionarios y nobles, las cosas no parecen claras. La familia real está en Bayona, el pueblo revuelto no es fiable en sus fervores y odios, y los franceses —único poder incontestable a día de hoy, sin verdadero Gobierno y con el ejército español paralizado— suponen cierta garantía frente al desorden callejero que puede volverse, en manos de cabecillas revoltosos, desbocado y temible. En cualquier caso, por una u otra razón, lo cierto es que no falta en las calles quien se interponga entre pueblo y franceses solos o desarmados, como el vecino que en la plazuela de la Leña salva a un caporal gritándole a la gente: «Los españoles no matamos a gente indefensa». O las mujeres que frente a San Justo se oponen a quienes pretenden rematar a un soldado herido, y lo meten en la iglesia.
No son éstos los únicos ejemplos de piedad. Durante toda la mañana, incluso en las horas terribles que están por llegar, menudearán los casos en que se respete la vida de los que arrojen las armas y pidan clemencia, encerrándolos en sótanos y buhardillas o guiándolos a lugares seguros; aunque el rigor es inmisericorde con quienes intentan llegar en grupos a sus cuarteles o abren fuego. Pese a las muchas muertes callejeras, el historiador francés Thiers reconocerá más tarde que no pocos soldados franceses deben hoy la vida
«a la humanidad de la clase media, que los ocultó en sus casas»
. Numerosos testimonios darán fe de ello. Uno será consignado en sus memorias, años después, por el joven de diecinueve años que en este momento observa los incidentes desde la puerta de su casa, situada en la calle del Barco, frente a la de la Puebla: se llama Antonio Alcalá Galiano y es hijo del brigadier de la Armada Dionisio Alcalá Galiano, muerto hace tres años al mando del navío Montañés en el combate naval de Trafalgar. Bajando por la calle del Pez, el joven ve a tres franceses que, cogidos del brazo, van por el centro del arroyo evitando las aceras
«con paso firme y regular continente, si no sereno, digno, amenazándolos una muerte cruel y teniendo que sufrir ser el blanco de atroces insultos»
. Los tres se dirigen sin duda a su cuartel, seguidos por una veintena de madrileños que los hostigan, aunque todavía no se deciden a tocarlos. Y en último extremo, cuando la turba está a punto de llegar a las manos, termina salvando a los franceses un hombre bien vestido, que se interpone y convence a la gente para que los deje ir sanos y salvos, con el argumento de que
«no debe emplearse la furia española en hombres así desarmados y sueltos»
.
También hay lugar para la compasión militar. Cerca de la puerta de Fuencarral, los capitanes Labloissiere y Legriel, que llevan órdenes del general Moncey al cuartel del Conde-Duque, se salvan de unos vecinos que pretenden descuartizarlos, gracias a la intervención de dos oficiales españoles de Voluntarios del Estado, que los meten en su cuartel. Y en la puerta del Sol, el alférez de fragata Esquivel, que ha puesto a sus granaderos de Marina sobre las armas aunque siguen sin cartuchos, ve a ocho o diez soldados imperiales que, en la esquina de la calle del Correo, quieren pasar entre la gente que los rodea e insulta. Antes de que ocurra una desgracia, baja a toda prisa con algunos de sus hombres, logra desarmar a los franceses y los mete en los calabozos del edificio.
El comandante Vantil de Carrère, agregado al Cuerpo de Observación del general Dupont, es uno de los dos mil noventa y ocho enfermos franceses —la mayoría por venéreas y por sarna, que estraga al ejército imperial— ingresados en el Hospital General, situado en la confluencia de la calle de Atocha con el paseo del Prado. Al escuchar gritos y golpes, Carrère se levanta de su catre en el pabellón de oficiales, se viste como puede y acude a ver qué ocurre. En la puerta, cuya verja acaba de cerrarse ante una multitud de paisanos enfurecidos que arroja piedras mientras pretende entrar en el edificio y masacrar a los franceses, un capitán de Guardias Españolas intenta contener al populacho con unos pocos soldados, a riesgo de su vida. Rogándole que aguante un poco más, el comandante francés organiza con toda urgencia la defensa, movilizando a treinta y seis oficiales ingresados en el hospital y a cuantos soldados pueden tenerse en pie. Tras bloquear la puerta con una barricada hecha de camas metálicas, abierto el depósito de armas dispuesto en una sala del hospital, Carrère reúne un batallón de novecientos hombres, vestidos con sus camisas gastadas y negras de enfermos, a los que distribuye por el edificio para guarnecer las entradas de Atocha y el Prado. Aun así, el capitán de Guardias Españolas todavía debe emplearse a fondo para reducir un intento de los mozos de cocinas por hacerse con armas dentro del hospital y degollar a los enfermos. En el tumulto de los pasillos, donde llegan a dispararse algunos tiros, un zapador español de robusta constitución, dos cocineros y dos enfermeros son encerrados en las cocinas, pero ningún francés resulta herido. La situación la despeja, al fin, una compañía de infantería imperial que acude a paso ligero, dispersa a la gente de la calle y acordona el edificio. Cuando el comandante Carrère busca al capitán español para darle las gracias y averiguar su nombre, éste se ha marchado con sus hombres a su cuartel.
Otros no tienen la suerte de los enfermos del Hospital General. Un ordenanza francés de diecinueve años que lleva un mensaje al retén de la plaza Mayor es asesinado por los vecinos en la calle de Cofreros; y un pelotón que, ajeno al tumulto, pasa por el callejón de la Zarza cargando leña, es acometido con piedras y palos hasta que todos los imperiales quedan heridos o muertos, y los atacantes se apoderan de sus armas. Más o menos a la misma hora, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández, que permanece en la puerta del Sol con su grupo de feligreses de Fuencarral, ve desembocar por la calle de Alcalá, junto a la iglesia y el hospital del Buen Suceso, a dos mamelucos de la Guardia, que galopan a rienda suelta con pliegos que —pronto averiguará su contenido, pues caerán en las manos mismas del sacerdote— son del general Grouchy para el duque de Berg.
—¡Moros!… ¡Son moros! —grita la gente al ver sus turbantes, fieros bigotes y coloridas ropas—. ¡Que no se escapen!
Los dos jinetes egipcios tiran los pliegos para salvar la vida e intentan abrirse paso entre la turba que les agarra las riendas de los caballos. A la altura de la calle Montera espolean sus monturas y las lanzan a través del gentío, disparando sus pistolas de arzón a diestro y siniestro. Enfurecida, la multitud corre tras ellos, alcanza a uno en la red de San Luis, derribándolo de un balazo, y al otro en la calle de la Luna, de donde lo trae a rastras, ensañándose con él hasta que muere.
En el edificio de Correos, desde cuyo balcón lo ha presenciado todo, el alférez de fragata Esquivel envía un mensaje urgente al Gobierno Militar, comunicando al gobernador don Fernando de la Vera y Pantoja que la situación empeora, que la puerta del Sol está llena de gente exaltada, que hay varias muertes y que él no puede hacer nada, pues sus hombres siguen sin cartuchos por órdenes superiores. Al poco rato llega la respuesta del gobernador: que se las arregle como pueda, y si no tiene cartuchos, que los pida a su cuartel. Con pocas esperanzas, Esquivel manda a otro mensajero con esa solicitud, pero los cartuchos no llegarán nunca. Desalentado, termina por decir a sus hombres que atranquen la entrada; y en caso de que la multitud termine forzándola e invada el edificio, abran el calabozo donde están los prisioneros franceses y los dejen escapar por la puerta de atrás. Luego vuelve al balcón para observar el tumulto, y comprueba que mucha gente de la que llenaba la plaza, que había abandonado ésta por las calles Mayor y Arenal para dirigirse a Palacio, regresa en desbandada a la carrera. Los gabachos, gritan, están ametrallando a cuantos se acercan, sin piedad.
Preocupado por las descargas que oye resonar hacia la zona de Palacio, el capitán Marcellin Marbot termina de vestirse a toda prisa, coge su sable, se lanza escaleras abajo y pide al mayordomo español del lugar en que se aloja —un pequeño palacete cercano a la plaza de Santo Domingo— que le ensillen el caballo que está en la cuadra y lo saquen al patio interior. Ya se dispone a montarlo y salir al galope hacia su puesto junto al duque de Berg, en el cercano palacio Grimaldi, cuando aparece don Antonio Hernández, consejero del tribunal de Indias y propietario de la casa. Viste el español a la antigua, con chupa de mandil y casaca de tontillo, aunque lleva el pelo gris sin empolvar. Al ver al joven oficial alterado y a punto de echarse de cualquier modo a la calle, lo retiene de un brazo con amistosa solicitud.
—Si sale, lo van a matar… Los suyos han disparado sobre la gente. Hay revoltosos afuera, atacando a todo francés que encuentran.
Desazonado, Marbot piensa en los soldados imperiales enfermos e indefensos, en los oficiales alojados en casas particulares por todo Madrid.
—¿Atacan a hombges desagmados?
—Me temo que sí.
—¡Cobagdes!
—No diga eso. Cada cual tiene sus motivos, o cree tenerlos, para hacer lo que hace.
Marbot no está de ánimos para apreciar motivos de nadie. Y no se deja convencer en cuanto a quedarse. Su puesto está junto a Murat; y su honor de oficial, en juego, le dice resuelto a don Antonio. No puede permanecer escondido como una rata, así que intentará abrirse paso a sablazos. El consejero mueve la cabeza y lo invita a seguirlo hasta la cancela, desde donde se ve la calle.
—Mire. Hay al menos treinta revoltosos con trabucos, palos y cuchillos… No tiene usted ninguna posibilidad.