—¡Márchense estos insurrectos a sus casas, que nadie necesita de ellos!
—¡Usía y otros pícaros venden a España y nos pierden a todos! —se revuelve el cerrajero, sin amilanarse.
—¡Fuera de aquí, o mando abrir fuego!
—¿Fuego?… ¿Contra el pueblo?
La gente se agolpa, amenazadora, secundando a Molina. Un soldado joven de Voluntarios de Aragón pone la mano en la empuñadura de su sable, increpando a O’Farril hasta que éste, prudente, se mete dentro. En ese instante se oyen nuevos gritos. «¡Un francés! ¡Un francés!», vociferan varios, corriendo hacia la esquina del Tesoro. Molina, que busca ciegamente dónde descargar su cólera, se abre paso a codazos, a tiempo de ver cómo un asustado marino de la Guardia Imperial —un mensajero que intentaba escapar hacia San Gil— es desarmado frente al cuerpo de guardia por el capitán de Guardias Walonas Alejandro Coupigny, hijo del general Coupigny, que le quita el sable y lo mete dentro para salvarlo de la turba furiosa. Molina, descompuesto por la pérdida de esta segunda presa, arrebata de manos de un vecino un grueso bastón de nudos y lo enarbola en alto.
—¡Vamos todos a buscar franceses! —grita hasta desencajarse las quijadas—. ¡A matarlos!… ¡A matarlos!
Y, dando ejemplo, seguido por el soldado de Voluntarios de Aragón, el chocolatero Lueco, los mozos de caballerías y algunos más, entre los que no faltan varias mujeres, echa a correr hacia las calles próximas a Palacio, buscando en quien saciar la sed de sangre; objeto que consigue a los pocos pasos, pues apenas doblada la esquina descubren a un militar imperial, sin duda otro mensajero que se dirige al acuartelamiento de San Nicolás. Con aullidos de júbilo, el cerrajero y el soldado se lanzan en persecución del francés, que corre desesperado hasta que Molina lo alcanza a garrotazos en la rinconada de la escuela que hay frente a San Juan. Allí mismo le golpea una y otra vez la cabeza, sin piedad, hasta que el infeliz cae al suelo, donde el soldado lo atraviesa con su sable.
Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de Malpica y grande de España, está asomado al balcón de su casa, cerca del Palacio Real y frente a la iglesia de Santa María, observando el ir y venir de la gente. Con el último griterío y conmociones, inquieto y espoleado por la curiosidad, el marqués decide echar un vistazo de cerca. Para no comprometerse —es capitán del regimiento de infantería de Málaga, aunque se encuentra dispensado del servicio—, descarta el uniforme y se viste con sombrero de ala corta, frac pardo, pantalón de ante y botas polacas. Después coge un bastón estoque, se mete un cachorrillo cebado y cargado con bala en un bolsillo, y sale acompañado por un sirviente de confianza. El de Malpica no es hombre en quien las revueltas populares despierten simpatía; pero, como militar y español, la presencia francesa lo incomoda. Partidario al principio, como tantos miembros de la nobleza, de la autoridad napoleónica que puso coto a los desmanes revolucionarios que ensangrentaron el país vecino, admirador como militar de las proezas bélicas de Bonaparte, el marqués ha cambiado en los últimos tiempos esa complacencia por la irritación de quien ve su tierra en manos extranjeras. También se cuenta entre quienes aplaudieron la caída de Godoy, la abdicación de los viejos reyes y la subida al trono de Fernando VII. En el talante del joven monarca tiene puestas el de Malpica muchas esperanzas; aunque, como militar y hombre discreto, nunca se haya pronunciado públicamente a favor ni en contra de la situación que vive su patria, y reserve las opiniones para la familia y el círculo de sus íntimos.
En compañía del sirviente, llamado Olmos, que fue soldado y ordenanza suyo en Málaga, el marqués pretende echar una ojeada por aquella parte del barrio y luego subir hacia Palacio. Así que, pasando por detrás de Santa María, toma la calle de la Almudena hasta la plaza de los Consejos, y tras cambiar impresiones con un encuadernador de libros al que conoce —el hombre, preocupado, duda si abrir su taller o no—, tuerce a la izquierda por la calle del Factor para dirigirse a Palacio. Esa calle está desierta. No hay un alma, y balcones y miradores se ven vacíos. Así que el instinto militar del marqués se inquieta con tan extraño silencio.
—Esto no me gusta un pelo, Olmos.
—A mí tampoco.
—Volvamos, entonces. Iremos por el arco de Palacio.
Custos rerum prudentia
, etcétera… ¿No crees?
—Yo creo lo que usía diga.
Un redoble de tambor los deja helados. El sonido crece tras la esquina de la calle del Biombo, acompañado por el rítmico golpeteo de suelas sobre el empedrado: pasos numerosos que avanzan con rapidez. El marqués y su criado se pegan a la fachada de la casa más próxima, buscando resguardo en el portal. Desde allí ven cómo una compañía completa de infantería con los fusiles prevenidos, sus oficiales al frente y sable en mano, aparece doblando la esquina y se dirige hacia Palacio a paso ligero.
Las tropas francesas salen de San Nicolás.
La primera fuerza francesa que desemboca en la explanada, un poco antes de las diez de la mañana, son ochenta y siete hombres del batallón de granaderos de la Guardia imperial que custodia la residencia del duque de Berg en el palacio Grimaldi. Blas Molina, que ha regresado a la plaza tras matar al soldado francés junto a San Juan, ve llegar la compacta columna de uniformes azules con peto blanco y chacós negros. Éstos, comprende en seguida, no son reclutas sino tropas de élite. Como el resto de la gente entre la que se encuentra, el estado de ánimo del cerrajero oscila entre el estupor y la cólera por la actitud amenazante de los recién llegados. El trayecto desde la cercana plaza de Doña María de Aragón lo han hecho los franceses en pocos minutos, y al llegar a la explanada se ven reforzados por dos tiros de caballos arrastrando cañones de a veinticuatro libras y por el resto de la infantería que abandona San Nicolás. Esas fuerzas convergen sobre la puerta del Príncipe y se despliegan en impecable maniobra. El oficial al mando tiene órdenes directas de Murat: repetir la acción de castigo que tan buenos resultados dio a Napoleón en El Cairo, en Milán, en Roma, y últimamente al mariscal Junot en Lisboa. De modo que, con la eficacia profesional que corresponde al mejor ejército del mundo, las órdenes se suceden con rigor militar, los artilleros desenganchan las cureñas de cañón de sus tiros y los ponen en batería, cargándolos con metralla, y los granaderos se alinean disponiendo los fusiles frente al medio millar de personas congregadas ante el edificio.
—Va a caer pedrisco —dice alguien junto a Molina.
No hay advertencia ni intimación previa. Apenas los cañones quedan en batería y los granaderos en dos filas, la primera rodilla en tierra y la segunda en pie, fusiles encarados, un oficial levanta su sable y ordena fuego sin más trámite: una primera descarga alta, sobre las cabezas de la gente que se arremolina asustada, y una segunda directa a matar, con metralla de los cañones, que retumban con doble estampido, arrojan humo y fogonazos, y en un instante riegan de balas y esquirlas la explanada. Esta vez no hay gritos patrióticos, ni insultos a los franceses, ni otra cosa que el alarido de pánico que sale de centenares de gargantas mientras la multitud, sorprendida por tan brutal contundencia, corre dispersándose en todas direcciones, pisoteando a los heridos que se revuelcan en charcos rojos, a las mujeres que tropiezan, a los que, alcanzados por las descargas de fusilería que los franceses hacen ahora con implacable cadencia, caen por todas partes mientras las balas y la metralla zumban, rompen, quiebran, mutilan y matan.
La eficacia del fuego francés sobre el gentío inerme y despavorido es letal. No puede calcularse el número exacto de víctimas frente al Palacio Real. La Historia retendrá, entre otros, los nombres de los vecinos Antonio García, Blasa Grimaldo Iglesias, Esteban Milán, Rosa Ramírez y Tomás Castillón. Incluso hay muertos entre el personal palatino: el médico de Su Majestad Manuel Pereira, el cerero real Cosme Miel, el ayuda de cámara Francisco Merlo, el cochero real José Méndez Álvarez, el lacayo de las Reales Caballerizas Luis Román y el farolero de Palacio Matías Rodríguez. Entre quienes podrán contarlo, el portero de cadena más antiguo del edificio, José Rodrigo de Porras, recibe una herida de metralla en la cara y otra del rebote de una bala en la cabeza; Joaquín María de Mártola, aposentador mayor honorario del rey, que se encuentra en el coche al que José Lueco y sus compañeros cortaron los tirantes de los caballos, recibe un impacto que le rompe un brazo; y al mayordomo de semana Rodrigo López de Ayala, asomado a una ventana del palacio, le saltan a la cara los cristales rotos por una bala que lo alcanza en el pecho, y de cuya herida morirá dos meses más tarde.
Al crepitar la fusilada y llenarse la plaza de humo y sangre, Blas Molina corre aterrado, agachando la cabeza. En mitad del tumulto, mientras pierde la capa y la busca, ve caer herido a otro cerrajero al que conoce, el asturiano Manuel Armayor. También cree identificar, en una mujer que está en el suelo con la cabeza abierta de un balazo, a la alta y bien parecida que entró tras él en Palacio agitando un pañuelo blanco. Deteniéndose un instante, Molina intenta socorrer al colega caído, pero el fuego francés es intenso, así que desiste y corre como todos, buscando ponerse a salvo. En cuanto a Manuel Armayor, alcanzado por las primeras descargas, consigue al fin levantarse y, dando traspiés, corre hasta caer desmayado en brazos de un grupo de fugitivos. Entre todos lo llevan a rastras hacia su casa de la calle de Segovia; desangrándose, pues mientras lo retiran recibe tres disparos más.
—Eso son tiros —dice el cabo José Montaño.
En el parque de Monteleón, como el resto de sus hombres, el teniente Rafael de Arango se queda inmóvil y atento. Lo que suena en la distancia parecen disparos, en efecto, pero aislados y lejanos. Los artilleros se miran unos a otros. También los franceses lo han oído, pues Arango ve al capitán discutir con uno de los suboficiales y volverse luego en su dirección, como reclamando explicaciones.
—Al final se va a liar —murmura alguien.
—O se ha liado —dice otro.
—¡Silencio! —ordena Arango.
Siente enormes deseos de sentarse en un rincón apartado, cerrar los ojos y desentenderse de todo. Pero no puede hacer eso. Tras reflexionar un poco, encarga discretamente al cabo Montaño y a otros tres artilleros que se metan con disimulo en la sala de armas y pongan piedras a los fusiles.
—Más vale estar prevenidos —apunta, como sin darle importancia—. Porque nunca se sabe.
—¿Y qué hay de los cartuchos, mi teniente?
Arango vacila un poco. Las órdenes especifican que la tropa debe estar sin munición. Pero no sabe qué está pasando. Los rostros desorientados de sus hombres, que lo miran con respetuosa confianza aunque alguno tiene edad para ser su padre —parece mentira lo que impone una charretera en el hombro derecho—, terminan por decidirlo. Son su responsabilidad, concluye, y no puede dejarlos indefensos entre los franceses. No hasta ese extremo.
—Escondidas bajo el armero del barracón hay ocho cajas. Abran una sin llamar la atención, y que cada uno de los nuestros coja un puñado y se lo meta en los bolsillos… Pero no quiero ni un fusil cargado. ¿Entendido?
Mientras Montaño y los otros se dirigen a cumplir la orden, Arango toma algunas disposiciones adicionales, como poner a otros dos artilleros en la puerta para que ayuden al cabo Alonso, pues la gente de afuera, que sin duda oye la jarana, arrecia en sus gritos y pide armas. Además, encarga al sargento Rosendo de la Lastra que no quite ojo a los franceses, e informe hasta de cuando vayan a las letrinas. Como última disposición, despacha al soldado José Portales a la Junta de Artillería, a la calle de San Bernardo, con el mensaje verbal para el coronel Navarro Falcón de que envíe con urgencia un oficial de rango superior que maneje la situación. Luego respira hondo, se llena los pulmones de aire como si fuera a zambullirse, y va en busca del capitán francés, para convencerlo de que todo está en orden.
—¡Armas! ¡Armas!… ¡Necesitamos armas!
Corre la gente furiosa y desaforada por las calles próximas a Palacio, mostrando las manos desnudas, las ropas manchadas de sangre, metiendo heridos en los portales de las casas. En los balcones, las mujeres gritan, lloran. Unos vecinos corren a esconderse, otros salen enardecidos y exigen venganza y muerte, mientras una enajenación colectiva inflama las calles. «A matar gabachos» es grito general. Y frente a quienes argumentan la falta de armas, circula la consigna «tenemos palos y cuchillos». En la plaza de la Cruz Verde, un sargento de caballería polaca, que allí se aloja, es acometido por un grupo de mozalbetes cuando sale para dirigirse a su puesto, muerto a pedradas y navajazos, y colgado de los pies, desnudo, en un farol de la esquina de la calle del Rollo. Y a medida que se difunde la noticia de la matanza en Palacio, de barrio en barrio empieza la caza general del francés.
—¡Están buscando a los gabachos por todo Madrid!… ¡A las armas!… ¡A las armas!
La multitud corre de un lado a otro, exaltada, buscando en quien vengarse. El centro de la ciudad es un hervidero de odio. Desde el balcón de Correos, el alférez de fragata Esquivel ve cómo el gentío de la puerta del Sol apedrea a un dragón que pasa al galope, inclinado sobre la crin de su caballo, en dirección a la carrera de San Jerónimo. Por todas partes suenan gritos llamando a las armas y a la montería de franceses, y el populacho comienza a lanzarse sobre éstos cuando los encuentra aislados, sorprendidos en la puerta de sus alojamientos o camino de los cuarteles. Muchos oficiales, suboficiales y soldados pierden así la vida, acuchillados al poner el pie en la calle. En los primeros momentos, además del sargento de caballería polaca, dos militares imperiales son asesinados frente al teatro de los Caños del Peral, tres mueren degollados en la plaza del Conde de Barajas, y dos apuñalados con tijeras de sastre junto a la taberna del arco de Botoneras. Y a otro polaco, de los que montan guardia en la plazuela del Ángel frente al palacio de Ariza —residencia del general Grouchy—, le descargan un trabuco en la espalda. Mucha gente hecha a la rapiña y la navaja sale a pescar en río revuelto, con el resultado de que a los cadáveres franceses se les despoja de bolsas, anillos, prendas de ropa y cuantos objetos de valor llevan encima.
No son pocas las mujeres que intervienen en el desorden. Tras echarse a la calle a ecos del tumulto, Ramona Esquilino Oñate, de veinte años, soltera, que vive en el número 5 de la calle de la Flor, camina con su madre hasta la esquina de San Bernardo, animando al vecindario a enfrentarse a los franceses.